“No se puede siempre correr y escrutar su sombra al mismo tiempo”, escribió Régis Debray en el prólogo a la edición francesa de ¿Revolución en la revolución?. Se refería a la relación entre la acción y la teoría revolucionaria, ese gran tema de los años sesenta. Tachado desde varios círculos marxistas de “espontaneísmo”, esto es, de relegar la teoría a un lugar secundario, Debray le otorgaba ahora más importancia. No se trataba de oponer la acción a la teoría, sino de juntarlas: había que llevar los manuales a la montaña, los guerrilleros debían hacer su propia teoría, no dejar a otros ese trabajo.
“Lo real está en clave”, señalaba Debray. “Si no lo estuviera, si bastara leer su sentido en libro abierto, el camino estaría trazado, no habría ningún riesgo de error, y en el plano de la inteligencia, ninguna necesidad de algo como una ciencia de la historia: Marx hubiera podido seguir los consejos de su madre y haberse dedicado a amasar un capital en lugar de escribir uno. Pero el Código está siempre por encontrarse, que permita descifrar los acontecimientos, tal triunfo, tal derrota, tal suicidio. Hay que interpretar una y otra vez. La eficiencia histórica de una acción es la acción de lo racional en la historia, aun así el hombre de acción se burla de ello: no se puede siempre correr y escrutar su sombra al mismo tiempo”.
He ahí —me parece— una metáfora fundamental para la revolución a fines de los años sesenta. La metáfora para su crisis, para su momento crítico. La primera metáfora de la revolución había sido la marcha indetenible, la revolución como praxis absoluta. En una carta de 1960 Guevara le contaba, por ejemplo, a Ernesto Sábato que los revolucionarios cubanos se encontraban “hablando un lenguaje que es también nuevo, porque seguimos caminando mucho más rápido de lo que podemos pensar y estructurar nuestro pensamiento, estamos en un movimiento continuo y la teoría va caminando muy lentamente, tan lentamente, que después de escribir en los poquísimos ratos libres que tengo este manual que aquí le envío, encontré que para Cuba no sirve casi”. El manual era La guerra de guerrillas, y contenía una metáfora que haría época: si la guerrilla de la Sierra Maestra había sido el foco que permitió la toma de Cuba, ahora Cuba misma sería el foco para la conquista definitiva del continente. América Latina era —según otra de las metáforas de entonces— una llanura de hierba seca, y Cuba una antorcha encendida.
De este caminante raudo y seguro de Guevara al corredor que no puede escrutar su sombra de Debray va un trecho importante: en esos años llenos de intentonas y derrotas, se hizo evidente que el triunfo de las guerrillas no sería tan fácil. Había que seguir avanzando en ese sentido, pero también había que seguir pensando qué hacer. Después de todo, el maestro de Debray, Louis Althusser, no se cansaba de repetir que no hay táctica sin estrategia, ni estrategia sin teoría. En su prólogo Debray llamaba a que no hubiera que escoger “entre una práctica sin cabeza y una teoría sin piernas”, pero su insistencia no hace sino indicar, como evidencian los pasajes más antiintelectualistas de ¿Revolución en la revolución?, el lugar conflictivo de la teoría revolucionaria en esa forma de pasión de lo real que fue la guerrilla. La persistencia de la teoría, de la necesidad de la interpretación, allí donde en principio se buscaba lo contrario (la “revolución sin ideología”, la vida material, el empirismo), viene a indicar un conflicto irresoluble. ¿Cómo puede el corredor escrutar, alcanzar su propia sombra? La sombra es el impasse, el desencuentro entre teoría y práctica; ese resto es el fracaso de la revolución. No es una metáfora para lo inevitable (la potencia del fuego), sino para una imposibilidad. La marcha se torna agónica, casi trágica, porque el destino es inaccesible. De Prometeo, la revolución se ha vuelto Tántalo.
Que lo real está en clave significa que no está al alcance de la mano, como parecía. Que el camino es tortuoso, lleno de dificultades y espejismos. Pero lo real, esa tierra prometida que resplandece más allá del mundo de la representación burguesa, sigue siendo el objeto de la búsqueda, y esa búsqueda recuerda en algo a otro viaje fundamental del siglo: el que hiciera Antonin Artaud a México en 1936. Aunque a primera vista tienen poco que ver, el cuerdo Debray en nada se parece al loco Artaud, hay en ambos viajes un tema común, esa persecución de lo real por las tierras vírgenes del Nuevo Mundo. Pobrecitos los burgueses que creían en las elecciones, allá en Francia; la realidad estaba en otra parte, en las selvas y las llanuras de Suramérica, pensaba Debray cuando abandonó una promisoria carrera docente en París para irse a Cuba, y de ahí a Bolivia. Artaud, por su parte, se proponía dejar definitivamente atrás el racionalismo de Occidente, salvarse con la magia de los primitivos. Se había hecho la idea de que la Revolución mexicana había traído “un renacimiento de la civilización precortesiana”; esos dioses crueles, que no habían tenido tiempo de humanizarse, eran “la vibración no apagada y que habla la oreja del alma, al corazón del espíritu”; no habían perdido, como el dios de los europeos, “contacto con lo real”. Adicto al opio y a la heroína, Artaud no iba en busca de una droga más; quería experimentar el peyote allí donde era sagrado, un rito, no un artículo de consumo. Cuando el paisaje, el azul del cielo mexicano le recuerda un cuadro del Bosco, apunta: “yo no había venido al seno de la montaña de estos indios para buscar recuerdos de pintura; yo había sufrido lo bastante, me parece, para ser recompensado con un poco de realidad”.
El viaje surrealista y el viaje revolucionario tienen, pues, ese tema común, y curiosamente Cuba aparece en ambos. Aunque es México, con sus indios de piel roja intocados por la civilización occidental, el destino último de Artaud, su breve escala en Cuba fue importante para él, en tanto constituyó una especie de prólogo de su experiencia mexicana. El 17 de junio de 1936, a punto de partir al encuentro de los tarahumaras, escribe a Jean Louis Barrault: “no voy al azar, pues desde Cuba poseo un extraño filón”. “Entré en una nueva corriente”, había escrito el 31 de enero, recién desembarcado en La Habana en un barco procedente de Amberes. Y unos días después, ya en México: “La Habana es país de ritos negros africanos y un hombre me dijo allá lo que yo debía escuchar en la vida para que el mundo de imágenes que está en mí se decida en cierto sentido”.
Qué es eso que en Cuba le dijeron Artaud no lo dice, tampoco cuáles fueron esos “signos que un mundo nuevo y diferente envía con sus descargas” los cuales menciona en otra de las cartas desde La Habana. (La estancia de Artaud en Cuba ocupa apenas un párrafo en las biografías, para narrarla habría que recurrir a la ficción). Se refiere seguramente a la ceremonia de santería, o de Palo Monte, a la que asistió cerca del Muelle de Caballería. Es obvio que la Cuba que él conoció es la Cuba telúrica, la de los tambores profundos y los sacrificios de gallos. La Cuba de Carlos Enríquez, no la de Lezama. Ese hombre que le iluminó el camino debe de ser el negro brujo que le regaló una pequeña espada de Toledo, de doce centímetros de altura, atada con tres anzuelos y envuelta en un estuche de cuero rojo, de la que no se separaría más hasta que años después se la decomisaran en uno de los manicomios por los que pasó. En un texto escrito en el hospital psiquiátrico de Rodez, Artaud recuerda que subió con su talismán de acero toledano a la montaña de los tarahumaras. “Con esto podrá usted entrar”, le había dicho el brujo cubano. Pero él, corrige Artaud, no iba al peyote “para entrar sino para salir”.
¿Salir de qué?
Del cuerpo. En el último párrafo de ese escrito titulado “Y es en México…”, Artaud afirma que la vida “ha sido encerrada en una anatomía de la que Dios es el último responsable”; habla de “este esqueleto, vestido de carne y sobrecargado de órganos” que proporciona a la medicina “la secuela, cada día más cargada y completa de la horda interminable de enfermedades”. Ya en “La danza del peyote”, artículo escrito poco después de dejar México y publicado en 1937 en La Nouvelle Revue Française, encontramos prefigurada la idea del cuerpo sin órganos que Artaud planteará años después en su famoso texto radiofónico “Para terminar con el juicio de dios”. El cuerpo es un “cataclismo físico”, un “montón de órganos mal agrupados”; la danza del peyote su posible curación. El danzarín avanza en el mal, se zambulle en él “con un ritmo que más que una danza parece dibujar la Enfermedad”. “Porque este adentrarse en la enfermedad es un viaje, un descenso para volver a salir al día”.
Es, pues, la enfermedad lo que Artaud quiere dejar atrás, ese cuerpo adolorido, inservible, que arrastra consigo a todas partes. El cuerpo enfermo es el cuerpo con órganos, el cuerpo orgánico, pero ¿cómo sería un cuerpo sin órganos? ¿en qué se diferencia la vida inorgánica de la muerte? En otro de sus artículos, “La raza de los hombres perdidos”, hay una clave fundamental para comprender el vínculo entre el intento desesperado de Artaud por salir de sí y su inagotable fascinación por los indios de la Sierra Madre: “Tan increíble como parezca, los indios tarahumaras viven como si ya estuvieran muertos”. ¿No es ese es el ideal del cuerpo liberado de enfermedad, del cuerpo sin órganos? Ciertamente, en “La danza del peyote” Artaud es bastante ambiguo con respecto al resultado final del rito del ciguri. Tras contar cómo, en el momento de la curación final, él fue el paciente sobre cuya cabeza el chamán hizo vibrar el rayador, añade que tenía la impresión de que los chamanes “ocultaban otra cosa: lo Principal”. Y él no había sufrido tanto en su viaje, no había montado días a caballo, venciendo la “resistencia orgánica” de su cuerpo privado ya de reflejos, para sacar de ello “una colección de estampas anticuadas de la que la Época, fiel en ello a todo un sistema, sacaría a lo sumo ideas para carteles y modelos de moda. Era necesario de allí en adelante que eso indeterminado, escondido tras esa trituración opresiva y que iguala el alba a la noche, que eso fuera extraído y que sirviera, que sirviera precisamente para mi crucifixión”.
Aquí, es evidente que Artaud se pone en guardia contra los peligros del consumo, “esa idea de espectáculo, de representación, y por tanto de virtualidad, de no realidad” de la que abominará en sus textos de los años cuarenta. No se trataba de convertir la experiencia del ciguri en una postal; para eso ya estaban, añadiría yo, las pirámides, los ídolos de piedra y terracota, todo eso que había atraído a tantos artistas e intelectuales a México, pero que no interesaba demasiado a Artaud. En “La danza del peyote” hay una frase que me parece reveladora: narrando el momento en que, tras ser engañado por algunos indios desconfiados, encontrándose perdido y desamparado por los caminos polvorientos de la Sierra Madre, él señala que “necesitaba voluntad para creer que algo iba a suceder”. Ese algo era aquello que “había perseguido durante veinte años por otros medios”, lo que en vano había buscado en el opio: la sanación, la realidad. Eso que, en uno de los artículos escritos en México antes de partir al país de los tarahumaras, definía así: “Por medio de él [el peyote] se salta por encima del tiempo que exige milenios para cambiar un color en objeto, reducir las formas a su música, volver el espíritu a sus fuentes, y unir lo que se creía separado”.
Ahora bien, los tarahumaras no necesitaban voluntad para creer que algo sucedería, sencillamente lo creían. Esto recuerda aquello de Carpentier, en el prólogo a El reino de este mundo, de que solo quienes tienen fe pueden experimentar milagros, y es que la idea fundamental de ese texto, que lo maravilloso existe ya de forma natural en América, aparece claramente en varios de los artículos que Artaud escribe en México. Solo que en Artaud la afirmación de lo real maravilloso tiene una autenticidad que contrasta con lo retórico del manifiesto de Carpentier. En su viaje a Haití, visitando las ruinas del palacio Sans-Souci y de la ciudadela La Ferrière, Carpentier es un turista, Artaud es todo menos eso en su expedición a la Montaña de los Signos. Pero sigue siendo un occidental, de ahí la necesidad de la voluntad, la imposibilidad última de ser uno de esos tarahumaras que no le dan al cuerpo el valor que los europeos le otorgan, que pueden vivir como si ya estuvieran muertos.
“Necesitaba voluntad para creer que algo iba a suceder”. ¿No podría aplicarse esto a los revolucionarios de los sesenta? Se trataba, en ambos casos, de una profunda transformación de la subjetividad, casi un rito de pasaje: volverse nativo, volverse proletario. En Debray, este tránsito pasa decididamente, como en Artaud, por abandonar el ámbito del consumo, que es el espacio urbano, poblado de anuncios comerciales y facilidades de todo tipo. “La jungla de las ciudades no es tan salvaje”, escribe en ¿Revolución en la revolución?. Porque en la ciudad todo el mundo, incluso los pobres y los proletarios, viven como consumidores; basta un billete en el bolsillo para pasar el día. Todo está dado: la comida, el agua, la luz, las calles, las medicinas. En la selva, en cambio, no hay más “medios de subsistencia salvo los que produce uno mismo, con sus manos, a partir de la naturaleza bruta”. La guerrilla sería así ante todo un lugar de producción; es por eso que comporta una suerte de proletarización forzada, y con ella el tipo de perspectiva integral sobre el mundo que sólo proporciona el crear cosas materiales con las manos. ¿No había dicho Sartre, en su prólogo a Los condenados de la tierra, que “ahora nos toca el turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de indígena”?
De cierto modo, la jungla salvaje ocupa aquí el lugar reservado a la fábrica en el marxismo clásico, lo cual resulta paradójico pero a la vez necesario: ese primitivismo de la guerra de guerrillas viene a ser el último intento desesperado de la revolución, tras el fracaso de todas las doctrinas del siglo. No hacían falta condiciones objetivas, el foco las crearía; no hacía falta un sujeto proletario, el foco lo crearía. Si Lenin había hecho una revolución contra El Capital, ahora la teoría del foco guerrillero era una “revolución en la revolución”, una revolución contra el leninismo, en tanto desplazaba el centro de operaciones de la ciudad al campo, respondiendo a la crisis de la consciencia proletaria, a la desaparición de la subjetividad proletaria clásica: originalmente la condición misma de la revolución, esta ahora ha de ser producida por medio de “ese combate del guerrillero consigo mismo para superar sus antiguos hábitos, las marcas dejadas por la incubadora en su cuerpo, su debilidad”. De ahí la extrema vigilancia que recomendaba Debray a todos aquellos que se unían al foco. El guerrillero prototipo de Debray, el guerrillero guevarista, es alguien que debe mudar de piel, matarse y volver a hacerse, convertirse en otro. Su primer enemigo no es el imperialismo, sino su propio yo viejo, pequeñoburgués, en quien no puede confiar “ni un tantito así”.
Si Artaud es el límite de la aventura surrealista, Debray es el límite de la aventura revolucionaria. No se produjo la curación. No se produjo la revolución. Tras su prisión en Camiri, regresará a Francia para entender que esa guerra de guerrillas, con su celebración nietzscheana de la voluntad, no había sido más que otra forma de la metafísica europea. No era que lo real estuviera en clave, era que no estaba.