Un regalito para Sherlock Holmes

Y no escampa. Continúa esta salación de la pandemia con déficit de féferes, parálisis de casi todo y otras sepetecientas calamidades. Así que nosotros, escapistas de tarde en tarde, seguimos en la brecha acá en Hypermedia Magazine, desempolvando añejos mysteries con sumo deleite.

Hoy le toca el turno a “La segunda mancha” (“The Adventure of the Second Stine”), cuya movidísima trama incluye chantaje, robo, perjurio, amenaza, falsa identidad, espionaje, asesinato y un chanchullo político subterráneo de lo más sensacional. Vaya, pa’ comer y pa’ llevar.

Publicado hacia fines de 1904 donde siempre, o sea, en The Strand Magazine, es el cuento que clausura la tercera temporada del mítico detective de las monografías, los experimentos apestosos y la cazadora de highlander. Ulteriormente fue recogido en El regreso de Sherlock Holmes (The Return of Sherlock Holmes), compilación de las trece piezas de la saga editadas, ahora con una frecuencia más o menos bimensual, entre 1903 y 1904. Esto es: aquellas que marcaron la ruptura del Gran Hiato, como suele etiquetarse a la década sin short stories que va desde la gloriosa muerte de Holmes, acaecida el 4 de mayo de 1891 en las cataratas de Reichenbach y expuesta al público en “El problema final” (“The Final Problem”), en diciembre de 1893, hasta su fantástica y muy anhelada resurrección de abril de 1894, descrita en “La casa vacía” (“The Adventure of the Empty House”) a comienzos de 1903.

Ustedes no cojan lucha con sir Arthur Ignatius, ¿ok? Esto de la cronología en el canon holmesiano, entiéndase la correlación entre las fechas de los acontecimientos y las de sus respectivas publicaciones, deviene a ratos un enredijo de tres pares capaz de licuarle el cerebro al más aritmético de los críticos, filólogos y/o editores. Espero haberles clarificado al menos lo del Gran Hiato. Y si no, al diablo.

De cualquier forma, cuando Watson se instala frente a su aguerrida máquina de escribir con el propósito de redactar “La segunda…”, ya en plena era eduardiana, Holmes se había jubilado y moraba allá por los remates de Sussex, dedicándose a criar abejas. La notoriedad, en esa ermitaña coyuntura, le parecía inútil. Y la detestaba de todo corazón, tanto así que le había prohibido a su Boswell que siguiera divulgando sus antiguas proezas (de las cuales aún faltaban no pocas por acceder a la imprenta). En esta ocasión, a regañadientes, lo había autorizado a que diese a conocer un caso más, el último, solo porque el buen doctor se lo había prometido antaño a los lectores y tampoco era cosa de hacerlo quedar ante el mundo como un cronista informal, frívolo y paluchero.

Es verdad que en el preámbulo de “El Tratado Naval” (“The Naval Treaty”), episodio que viera la luz en octubre de 1893 en la revista que ustedes saben, Watson había pospuesto la difusión de “La segunda…” alegando que “(…) trata de cuestiones de tal magnitud e implica a tantas de las primeras familias del reino, que hasta pasados muchos años no podrá publicarse”.

Ya en aquella época, el biógrafo de Holmes atesoraba un informe casi literal de una entrevista donde nuestro héroe exponía confidencialmente la clave del enigma a los pesquisidores Dubuque, de París, y Fritz von Waldbaum, de Dantzig, quienes habían malgastado energía indagando sobre aspectos del caso que, a la postre, se revelarían como secundarios e intrascendentes. Y reiteraba el cauteloso narrador: “Habrá que esperar, pues, al inicio de un nuevo siglo para poder contar la historia sin peligro”.

De lo supradicho se desprende que no solo el título, sino también el complejo argumento de “La segunda…”, anidaban ya en el magín de Conan Doyle por lo menos un decenio antes de ser plasmados en una treintena de cuartillas. Tan prolongada gestación le confiere a este relato cierta singularidad: es el único en toda la serie que tuvo un anuncio previo. Y acaso explique su factura magistral, sólida, redondita, limpia de pelusas y gazapos.

Aquí el dear Watson, por las consabidas razones de Estado, se abstiene de fechar los sucesos con exactitud. Pero esta maníaca servidora, sacando cuentas y amarrando cabos —¡de lo que se ocupa una en tiempos del coronavirus hijoeputa!—, ubica la acción, con estrecho margen de error, en julio de 1888. Es decir, en aquel mismo fecundo período victoriano que vio nacer al detective por antonomasia.

Los clientes de Holmes, esta vez, son el premier de Gran Bretaña —no lord Salisbury en persona, desde luego, sino un ficticio lord Bellinger bastante similar en la pinta y en el estilo— y cierto jerarca del Foreing Office a quien le han fachado, en su propia casa de Whitehall Terrace, un documento cuya eventual exhibición pública tendría repercusiones asaz graves en el escenario europeo. 

Ambos estadistas, dejando a los ñames de Scotland Yard fuera del potaje, acuden al genio de Baker Street para que este les recupere cuanto antes, con absoluta discreción, el dichoso papiro. Un arranque de película de sábado, sin nada que envidiarles a los de John Le Carré o Frederick Forsyth.

Para enmarañar aún más la intriga en esta perentoria atmósfera de thriller, resulta que uno de los espías internacionales propensos a rapiñar papeluchos comprometedores con objeto de vendérselos a cancillerías extranjeras —porque hay varios de ellos en Londres: franceses, alemanes y algún que otro espécimen nativo—, ha muerto apuñalado la misma noche del latrocinio, en su mansión de Godolphin Street, próxima a la abadía de Westminster.

De la pesquisa relativa a este homicidio en particular, ampliamente reseñada por The Daily Telegraph —aunque nunca llegan a filtrarse las actividades subrepticias de la víctima, un cantante de ópera con apellido italiano—, sí que se encarga el Yard, como es lógico. Y ustedes no van a creérmelo, pero el inspector Lestrade, pese a su proverbial estulticia, conseguirá llevarla a feliz término en colaboración con la meta francesa. Nada, amigos míos, que a veces el burro toca la flauta.

Sin embargo, igual ese ilustre mentecato recurrirá al private eye de los ojos grises. No para solicitar su ayuda como apagafuegos, según tenía por costumbre, sino para mostrarle, a manera de obsequio no exento de ironía, un detalle la mar de peregrino, inexplicable en apariencia, descubierto en la escena del crimen cuatro días después del levantamiento del cadáver. Una minucia ajena por completo al asunto principal, ya resuelto, pero en vista de que a mister Holmes le encantaban esa clase de extravagancias…

Curioso regalito, ¿eh? Bueno, mejor me callo lo que pasó acto seguido. Quienes todavía lo ignoren quizá prefieran enterarse como Dios manda, quiero decir, no por boca de Ena Lucía Portela.

La misión de Holmes en “La segunda…” viene a ser, con mucho, la más ambiciosa de cuantas el sabueso consultor había asumido hasta ese momento: salvar a Europa de una catástrofe. Y, arriba, en plan top secret, sin que nadie se percate de sus manejos.

No es de extrañar, pues, que en esta oportunidad nuestro detective favorito sude tinta. Inmerso en un torbellino de teorías, elucubraciones, cálculos, conjeturas, dudas e interrogantes, le asevera a Watson que: “Estamos solos contra todos, pero lo que hay en juego es tremendo; si yo lograra solucionarlo cabalmente, de seguro este caso cerraría mi carrera con broche de oro”.

¿Cerrar su carrera? ¿En 1888? No, hombre, claro que no. Sospecho que tales eran, más bien, las aspiraciones del ya harto Conan Doyle en 1904: ponerle fin, ahora sí, a su epopeya detectivesca. Debió de suponer que con esta crónica de un caso de altísimo perfil, que en cierto modo representaba una culminación, los ejércitos de fans de su invencible criatura se darían finalmente por satisfechos y desistirían de acosarlo sin misericordia reclamándole a toda hora nuevas historias. 

¡Ja, bobo de él!




Sherlock Holmes: casi the begining - Ena Lucía Portela

Sherlock Holmes: casi the begining

Ena Lucía Portela

Esta vez, para desconectar por un ratico del encierro, la carestía en aumento, la crisis del agua, la incertidumbre, las colas y matazones diabólicas, el calor abyecto, las fechorías de ETECSA, el money que se evapora y demás infamias asociadas a la COVID-19, les propongo la relectura de un cuento no muy difundido: “El ritual de los Musgrave”.