10 de octubre de 1968

Eran casi las tres de la madrugada cuando Benjamín llegó a su casa y se encontró a ambos padres despiertos, esperando por él.

―¡Ay, Benja, cómo nos asustas! Tú sabes que no somos de esperar hijos de madrugada ni de armar aspavientos, pero en estos días estás tan taciturno, que eso nos preocupa más que cuando estás molesto o irritado ―le dijo Blanca, a quien un rato antes Alfredo le había comentado: “Ay, Blanquita, no sé qué hacer por Benjamín, cada día lo veo peor”.

Y era verdad, hacia días que Benjamín había dejado de ir al psiquiatra, y más vencido que curado, se había sumido en un silencio lleno de malos presagios para su familia, que lo veía apagarse día tras día sin saber qué más hacer. Para otros más lejanos tal vez parecía mejorado, pero, para la familia, sobre todo para Blanca, esa tranquilidad no era sinónimo de mejoría, sino de darse por vencido y dejar de luchar.

Blanca le dio un poco de tilo y Benjamín se fue a la cama sin hacer ruido para leer un rato el libro que hacía meses tenía de cabecera: Las desventuras del joven Werther de Goethe. Benjamín, como Werther, estaba convencido de que morir era la única salida ante la alternativa de un dolor largo y penoso para él. Se sentía constantemente acorralado, no le llegó el permiso para viajar o para renunciar a su ciudadanía cubana, no podía estudiar lo que deseaba, y no podía, por más que lo hubiese intentado, sentir algo más que afecto por alguna mujer. Para él era imposible convertirse en un simulador, de esos que se buscan novias o esposas para mostrar. Hubiera querido amar a una mujer, pero amarla de verdad. Ni con Alma lo logró, y le aterraba pensar lo fácil que para otros resultaba simular.

El suplicio que resultaba alejar de su mente el sentimiento de estar siempre vigilado.

No podía sobrellevar más los tormentos que durante el último año fueron creciendo en su cabeza, junto al suplicio que resultaba alejar de su mente el sentimiento de estar siempre vigilado. “¿Me volveré loco?” “¿Me podré curar en estas condiciones?”, pensaba a diario hasta que tomó la decisión y dejó de elucubrar. Tampoco soportaba más el terror de la noche y no poder dormir. Un impulso, desde lo más profundo de su ser lo había hecho buscar alternativas y luchar; pero otro igual de fuerte le decía que no tenía más opción que morir. Ya no tenía caso darle más vueltas ni pensar; sabía y había decidido que ese 10 de octubre se tenía que matar.

Nada de esa selección fue casualidad. Nada ―aunque vacilara― fue producto de un impulso irracional. “Cien Años de Lucha”, se leía en la prensa, en los carteles, en cualquier lugar. Morir el 10 de octubre sería su acto congruente con la idea de la muerte como liberación. Y como si fuese poco, había visto una valla en La Demajagua donde estaba escrito un texto martiano que parecía dicho para él: “Solo con la muerte cesará entre nosotros la batalla por la libertad”.

Quien lea sus poemas y escritos, pudiera pensar que no hubo nada más que un joven desesperado, pensando y escribiendo acerca de la muerte hasta poderla lograr. No era tan simple, ni fue así. Cien veces antes se hubiera podido matar. En realidad, como era más fácil jugar con la temida muerte, y mostrarla como una opción coherente con su filosofía de la libertad, que asumirla en un acto real, cada vez que esa tentación se le acercaba, aparecía una esperanza que lo hacía esperar. Se aferró ―mucho antes de la UMAP― a las tortuosas sesiones mediante las cuales su psiquiatra lo sometía a un tratamiento para rechazar la atracción por su mismo sexo; se aferró al estudio cuando pasó su primer curso universitario de historia y apreciación de las artes plásticas; se aferró a su tardía iniciación en el piano, se aferró a la llegada de cada nuevo día durante los tormentos de la UMAP, y se aferró después a la esperanza de cambiar de nacionalidad y volver a empezar. También a visitar psiquiatras que lo pudieran ayudar. Pero nada lo calmó hasta que tomó su decisión.

Se durmió con una paz de niño que hacía años no había vuelto a sentir.

Entonces se durmió con una paz de niño que hacía años no había vuelto a sentir. Su mayor temor había sido su sexualidad incorregible, que moriría con él; y el futuro que sin vida dejaba de importar.

Al despertarse, se sentó largo rato a copiar una carta que le llevaría a su hermana. Al principio había decidido hablarle, pero después pensó que era mejor dejarle algo material. Las palabras se olvidan y eso debía quedar al alcance de la mano: debía darle su último mensaje en un pedazo de papel, aunque le turbaba el desorden de ideas anteriores que ahora quería reescribir.

Cuando terminó, pensó: “no tengo miedo”, “qué bueno estar en paz”; “nada espero”, “no siento ansiedad”. También se dijo “es raro, al asumir mi muerte desaparece el miedo”, “sin miedo, pudiera vivir”, “pero sin la idea de matarme, el miedo pudiera regresar”. Daba vueltas a la idea de que asumiendo la muerte se iba la angustia, la neurosis y la locura. La muerte le permitiría la comunión con la naturaleza y con la virtud; ser “acogido por Dios” sin renuncias y sin contradicción.

Pero por más que pensó ―y pensó sereno― no logró darse cuenta de que no hacía falta morir. No pudo aprovechar ese trance, o esa lucidez, para percatarse de que podía estar vivo sin sufrir: que no se tenía que matar. A pesar de su brillante inteligencia y de sus ansias de libertad, encontraba paz en la muerte sin darse cuenta de que lo que tenía que matar eran los tormentos y culpas que originaban su infelicidad: “insertarse” en sociedad, “curar” su sexualidad. Tampoco los que lo rodeaban sabían las palabras que le tenían que decir y lo pudieran salvar: “no eres el culpable de tu marginación social” o “de nada te tienes que curar”.

“Insertarse” en sociedad, “curar” su sexualidad.

Blanquita se levantó para despertar a Liz.

―No has dormido nada. Te acostaste muy tarde y ya estás de pie.

―Ya tendré tiempo de dormir. Ahora tengo que escribir algunas ideas ―dijo con un tono tranquilo, que no era del todo falso, para que Blanca no imaginara lo que estaba terminando de escribir.

―Bueno, es mejor que escribas y que puedas crear, luego si quieres me enseñas algo ―le dijo Blanquita y pensó: “menos mal que salió anoche y que escribe hoy”. La pasividad de las últimas semanas le daba terror. Se alegró también al verlo salir por la tarde; “le hará bien” pensó.

Al regreso de casa de Carolina, repasó sus poemas, ordenó sus papeles y guardó los del piano en su lugar. Luego, ya de noche, Blanquita lo vio hablando en la cocina con su hermano Salvador. Pensó que eso también era algo bueno pues esa relación había sido difícil para ambos, porque eran muy diferentes, y la sociedad los había colocado en posiciones casi opuestas. Tan opuestas que ella había tenido pesadillas soñando que Salvador era uno de los guardias que vigilaban a Benjamín en la UMAP.

Al terminar aquella conversación, Salvador se fue a acostar porque tenía que madrugar para matricular en la universidad y Benjamín se quedó solo en la cocina unos minutos más. Tenía que revisar una nota que había escrito el día 5 para Alma, y asegurarse de que quedara con la sucinta calidad de un pétalo de rosa: digno de ella e incapaz de lastimar.

Unas cuantas pastillas y se acabó la lacra, el flojo, el homosexual.

Cuando terminó de revisar y pasar en limpio su breve nota (lo de Carolina y Blanquita lo había dejado con tachaduras), se fue tranquilo a su cama con un vaso lleno de agua para poderse tomar, poco a poco, las decenas de pastillas de Fenobarbital que había ido acumulando en las últimas semanas. Benjamín había decidido por el Fenobarbital porque pensaba que no habría movimientos, ni vómitos, ni ruidos que pudieran despertar a Liz. Pensaba en una especie de sueño profundo y sin dolencias, que tapado hasta la cabeza, como siempre hacía, no tendría que alarmar a los demás. “Unas cuantas pastillas y se acabó el dolor”. “Unas cuantas pastillas y se acabó la lacra, el flojo, el homosexual”. Solo le faltaba abrazar el Cristo entre sus manos y ponerse en posición.

“¡Que viva Cuba Libre!”
“¡Que viva el 10 de octubre!”
“¡Que viva la Revolución Victoriosa!”
“¡Que vivan los Cien Años de Lucha!”
“¡Patria o Muerte!”

“¡Venceremos!”

Fueron las últimas palabras que escuchó en vida Benjamín. Y un eco lejano “muerte”… “muerte”… “muerte”… “libre”… “libre”… “libre”… “lib…” que se iba apagando mientras su mente emprendía el vuelo eterno, y su cabeza, sobre la nota para Alma, se dejaba vencer.

Alma,

Pronto abriré mis ojos a la eternidad, para hallarte solo es necesario dejar de pensar (allí seguramente estarás y serás como flor en fruto informe). Eres algo que ha estado eternamente gestándose, mas nunca nacerá. No ha llegado nuestro tiempo y más sensato que esperar es morir.

Benjamín


* Fragmento del libro ‘Benjamín. Cuando morir es más sensato que esperar’ de Carolina de la Torre Molina. Madrid: Editorial Verbum (Narrativa), 2018.

© Imagen de portada: Benjamín, durante la Campaña de Alfabetización. Buey Arriba, 1961.




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El país del sí

Lynn Cruz

Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba.






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