Elia Calvo de Stalin (I)

Al siguiente día de mi primer encuentro y conversación en el muro del malecón con Reinaldo Arenas, llegué a la casa de la doctora Elia Calvo de Stalin para compartir un almuerzo-comida y cumplir con El Maestro que, de inmediato, sabiéndolo o no sabiéndolo, comenzaría a entregarme, sin que yo tampoco lo supiera, la llave que abriría la tercera puerta al misterioso y desconocido mundo de la literatura cubana, regida por los Jerarcas del Terror.

Fue dar mis primeros pasos en el mundo de las grandes Ligas del Miedo. Pues las dos puertas, la del mundo de la Literatura Total y la del Juego, entregadas por el Gitano de Neptuno, inicialmente no fueron tóxicas, no eran irreversiblemente dañinas.

Pero la tercera llave, la llave que me llegó por la vía de Reinaldo, la tercera y última para completar el panorama total, que todo escritor cubano de la etapa comunista debiera haber tenido para conocer el tiempo que le tocó vivir, indirectamente me la entregaría en meses sucesivos el propio Reinaldo.

Una llave que podría calificarse de virus que te imponen las circunstancias (Reinaldo ya venía infectado, como supongo la Seguridad del Estado hacía con casi todos los escritores que fueran “promesas”) para matar, aniquilar, desviar la vocación de la escritura. Y fueron pocos los que lograron soportar la fiebre de semejante presión.

La función de las primeras dos llaves sirvió para escapar de la realidad enajenante de una vida “correcta”, pero miserable, y afianzar mi vocación por la palabra escrita. Mientras que la llave de Reinaldo, aunque conectada indirectamente al país de la literatura, también me expondría al territorio infernal de lo bajo y sucio que puede ser un sistema político.

Sobre las 5 de la tarde, por la calle Jovellar, a pocos metros de la estatua de Antonio Maceo, encontré la casa de la Bruja Roja. Reinaldo fue quien abrió la puerta.

Qué feliz me sentía a los 25 años de mi edad, pero qué vacía y solitaria se encontraba mi existencia; especialmente por el hambre que siempre tuvo un papel fundamental en mis decisiones.

Un intenso olor a mierda de gatos (la Doctora tenía en su haber un pelotón de 15 felinos) golpeó mi nariz, anticipándome que semejante lugar sólo podía ser frecuentado por malas personas. Pero, al igual que me ocurrió con la Seguridad del Estado, la Magia del Poder, en este caso la de Reinaldo, me atrapó y me estuvo manipulando mientras no quemara etapas que estaban por llegar.

Las tres puertas de aquel apartamento, que se comunicaban con un largo balcón, estaban herméticamente cerradas. Y Reinaldo me invitó a tomar asiento en la sala para informarle a su Alteza, la vieja Bruja Roja, que yo había llegado.

A los pocos minutos, Reinaldo salió de la habitación y dijo que pasara.

Ansioso y deseoso de conocer a figuras importantes de la cultura cubana, entré a la habitación y vi a una vieja de piel extremadamente blanca y pelo amarillo, cuya cabeza sostenía una peluca. En realidad, se trataba de un cadáver.

Acostada en una inmensa cama, semidesnuda, la bata de casa se le abría en algunas zonas con cierto descaro, dictando sus memorias de una bolcheviqueña cubana, rodeada por varios maricones de turno que, en unos cuadernos escolares, escribían al dictado las memorias de aquella muerta en vida. Mientras otros jóvenes del barrio, hermosos pero hambrientos, le daban masajes con una pomada rusa de la época conocida como N…

Allí también estaba el Monje Maldito, que participaba del masajeo y que tiempo después dictaminó que Elia Calvo de Stalin era una pervertida sexual pues, en ocasiones, mientras le daba masaje, a través de las yemas de sus dedos, advirtió que el cuerpo de la bruja se estremecía.

La vieja intelectual me indicó un cómodo butacón cerca de su cama.

Reinaldo hizo las presentaciones de rigor. La Stalin, a su vez, extendió uno de sus escuálidos brazos, esperanzada de que el Aprendiz besara su huesuda mano.

Pero aquella mano semigastada de acariciar durante tantos años a 15 gatos que conformaban su guardia pretoriana, tenía demasiados pelos de gatos empeguntados a su piel marchita por la gracia del ungüento ruso. Realmente, aquella piel de pergamino era asquerosa, contrastando con su cabellera amarilla.

Inmediatamente, la vieja comenzó a dispararle al Aprendiz preguntas a diestra y siniestra. No exagero si lo igualo al primer interrogatorio con la policía política.

Con sus 25 años, qué lejos estaba el Aprendiz de cavilar que aquella señora era una colaboradora de la Seguridad del Estado. Y qué lejos estaba de saber cómo funcionaba el Ministerio del Interior, en materia de chivatería en nombre de la patria. En aquel momento, la patria del Aprendiz era una caja de cigarros y la soledad de los parques.

No obstante, cuando la Stalin comprendió que yo no era tan estúpido como para abrir mi corazón de primera y pata, decidió ser ella la que comenzara a hablar de sí misma. Y comenzó a contarme la historia de su vida: su militancia política en las luchas contra Batista y Machado, su incondicionalidad política con Fidel Castro Ruz. Y, mientras la vieja contaba su historia, el Monje Maldito, en silencio y sin meterse en la conversación, continuaba dándole masajes.

También, con el paso del tiempo, Reinaldo corroboró lo que el Monje confesó primero: que la vieja obtenía su orgasmo con el masajeo del Monje. Y hasta yo en algún momento para ganarme su aceptación también le di masaje.

No obstante, esta bruja no cesó en su intento de exprimirme durante los cuatro meses que frecuenté su casa. De todas maneras, mi vida sólo tenía un secreto: los parques solitarios y mi bisexualidad. Y, aunque se lo contara todo, esa vieja nada entendería. Con la excepción de que, para demostrarle en qué consistía el juego, un día le mostrara mi tolete.

Entonces hubieran ocurrido dos cosas: llamaba a la policía y me acusaba de intento de violación, o se enamoraba de mí y me proclamaba comandante en jefe de su casa.

Esa noche, la cena para la que fui invitado la preparó un amigo del Reinaldo que también estaba viviendo en casa de la Bruja.

Con el tiempo, hice amistad con ese amigo, que tuvo la desgracia de caer en manos de dos bugarrones marginales que, en un momento de calentazón, intentaron meterle un bate de beisbol por el culo; pero para su experiencia de vida, sobrevivió al error.



* Fragmento del libro inédito El aprendiz.





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