Viernes de mala suerte, 13 de marzo. De mala muerte.
Eran muchos, pero no tantos. Cabían dentro de un camión de reparto, una especie de Amazon Prime cargado de guerrilla urbana, de clandestinaje en tiempo de fast delivery.
La mayoría de aquellos muchachos no iban a llegar vivos a ese fin de semana. O no saldrían vivos de él.
La tarde se puso triste. La tarde tuvo un color. Rojo, rojísimo. Profundo carmesí. Cuerpos agujereados por las subametralladoras semiautomáticas.
Ra-ta-ta-ta-tá, como decían los cómics de la época republicana. Ra-ta-ta-ta-tá, en cada globito en blanco de las caricaturas de los mil y un periódicos. Matutinos, vespertinos y hasta nocturnos.
Era un pueblo medio analfabeto, es cierto, pero muy bien educado a golpe de golpes de Estado y de caricaturas en la prensa libre de lo que, poco a poco, ya se iba pareciendo al paripé de un país.
La Carta Magna de 1940 ―la primera de nuestras constituciones socialistas―, así como una interminable tradición de guerritas revolucionarias, nos daban en 1957 el derecho a matar y hacernos matar entre cubanos. Continuidad es continuidad, de la Demajagua al toque de a degüello.
Aé, aé, aé la chambelona: el déspota de turno no tiene madre porque lo parió, por supuesto, mejor no lo digo…
Ese viernes 13 se perdió la guerra contra el comunismo internacional en Cuba. Caímos en el jamo y sin transición, en la sartén.
Un informante de Fidel Castro en el Directorio Revolucionario le avisó a un informante del “Mulato Lindo” en Palacio, el que a su vez mandó a emplazar enseguida casi un cañón a la entrada del magno edificio. Nuestra Casa Gris. Y grosera.
Luego, sin inmutarse, Fulgencio Batista abandonaría su despacho con una supuesta amante. Dejando un mocho de tabaco encendido y el teléfono a la espera con una llamada andando.
Igual fue la acción del siglo en Latinoamérica, definitivamente. Después, habría que esperar hasta los comandos narcos de los ochenta en Colombia, para presenciar un asalto similar a una alta institución de un gobierno en tiempos de paz.
Porque en Cuba en los años cincuenta se vivía en tiempos de paz. Nadie lo olvide. Esto lo saben hasta los que financiaron la guerra sucia de uno y otro bando.
Pero basta con una mínima masa crítica de pulsión por la muerte para abortar las ansias de vida de una nación. José Antonio Echeverría, como antes Rafael Trejo y Antonio Guiteras, por ejemplo, surcaban la historia y sus autobiografías con el pecho abierto de par en par, retando al que tuviese los cojones suficientes para coserles las costillas con disparos.
Y siempre aparecía ese soldadito pendejo. No un verdugo ni mucho menos un “asno con garras”, sino un anónimo hijo de vecinos, casi escondido bajo su casquito constitucional, el que no tenía reparos en apretar el gatillo, según las instrucciones del reglamento. De hecho, para dejarlo apretado hasta el fin de los peines y cargadores y cintas o cananas o comoquiera que viniese embalada la muerte entre compatriotas en democracia.
Porque en Cuba en los años cincuenta se vivía en aires de democracia. Lo saben hasta los que trabajaron heroicamente para desdemocratizarla de uno y otro bando.
En la foto de este 13 de marzo, no me llaman tanto la atención los trece balazos en la estación vedadense de Radio Reloj. Al contrario, me llama la atención que el cristal en la práctica resistió.
No era un material blindado, pero así y todo el vidrio hizo lo que pudo para detener el terror que se transmitía en vivo. Tic. Para impedir que lo vil se hiciera en Cuba viral. Tac.
Terrorismo contra el Estado, sí, siempre, por supuesto. Tic, tac. Justo a tiempo para contrarrestar el tiempo de los terroristas de Estado. Tac, tic. Táctica infalible. Que no iba a fallar, pero que la hicieron fallar desde Washington y Moscú.
La Conferencia de Yalta tuvo lugar otra vez allí, en la frontera fúnebre entre Centro Habana y La Habana Vieja.
Un instante antes de las ráfagas en cabina, “Manzanita”, con su corazón de oro henchido de dinamita, se había puesto rojo como un tomate mientras se dirigía apasionadamente, y sin pedir permiso, al pueblo cubano en pleno, con aquella “alocución” tan enloquecida como ética, la que, al parecer, ni uno solo de los cubanos en sus casas escuchó.
A esa hora era simplemente imposible competir con la radionovela estelar. La gente tenía puesto su pensamiento en otros protagonistas, los de verdad, que eran los de ficción. A los cubanos habría que haberles dado un Premio Nobel, por ser los autores colectivos del género serial a distancia.
El joven de 25 años habló de Batista en Radio Reloj como si de un pasado remoto se tratase. Y como si fuera un animal debidamente sacrificado: “madriguera”, “alimaña sangrienta”, la “cabeza” que tal vez exhibirían en el asta de la bandera de una Escuela Normal. Del pendón al patíbulo solo hay un paso.
En realidad, su objetivo no era tanto balear a Batista como boicotear que Fidel Castro, atrincherado en la Sierra Maestra, se hiciera pronto con el poder.
En la primavera de 1957, Manzanita estaba muy al tanto de que Cuba ya había sido vendida a Moscú por el Departamento de Estado en Washington, DC. O viceversa. O ambas transacciones a un tiempo.
Aquellos tiratiros temerarios trataron de impedir un siglo de totalitarismo en la Isla, con sus pistolitas compradas en armerías privadas. Por eso Manzanita perdió minutos preciosos, insistiendo en que la Revolución era de color civil y no verde olivo: una revolución que “nace limpia” y que “repudia por igual” a todos los dictadores de las Américas y Europa.
Asia y África aún no existían para los cubanos, excepto en el maratón de caricaturas en blanco y negro que hoy serían impublicables por su racismo hecho a costa de risotadas.
Antes de ser asesinado junto a la universidad, Manzanita predicó, con el micrófono ya fuera del aire, que se trataba de una invitación intelectual. Un llamado y una llamarada hacia la luz de una emancipación educada: “La Colina Universitaria te dará la libertad definitiva”.
Esa mañana de viernes 13, el veinteañero había invocado a la divinidad para escapar a la maldad materialista que se cocinaba cordialmente entre Fulgencio Batista y Fidel Castro. Manzanita había escrito de su puño y letra: “Confiamos en que la pureza de nuestra intención nos traiga el favor de Dios para lograr el imperio de la justicia en nuestra patria”.
Un par de años después, la palabra “Dios” sería sabrosamente sustraída de su testamento, nada menos que por los mismos jóvenes universitarios en los que él confiaba para detener al matarife del Turquino, a quien los estudiantes no podrían ajusticiar tan fácilmente como a un burro tras su buró presidencial. De ahí, en parte, su apelativo de El Caballo.
Y tuvo que ser entonces el propio Fidel Castro el que restaurara la mención de “Dios” en el testamento, quedando así como el único bárbaro revolucionario que garantizaría el respeto del nuevo régimen a la religión.
Era el mismo Fidel Castro que en enero de 1959 había renegado de inmediato de aquella acción suicida en su contra, alegando que “nunca fuimos partidarios del tiranicidio”.
El cadáver de José Antonio Echeverría, irreconocible por los plomazos hasta en sus pómulos, terminaría también, como cada uno de sus compañeros cadáveres, legitimando el comunismo cubano.
El pueblo de La Habana salió a apoyar masivamente a Batista a la semana siguiente del asalto al Palacio Presidencial. Hay fotos, pero no vale la pena ni verlas: son apenas el ensayo de lo que en breve sería el castrismo a perpetuidad.
P.D.: Los tiros al cristal se los pegó Manzanita al retirarse, en su impotencia de no habérselos podido propinar a Fidel en persona. Fue lo más cerca que los cubanos estuvimos del magnicidio. Se calcula que como a unas quinientas millas.
P.D. P.D.: Mientras tanto, en el despacho presidencial, uno de los muchachos le dio un par de chupadas al cabo de tabaco cortesía de Fulgencio Batista. Reparó en el teléfono descolgado, lo alzó hasta su oído y alcanzó a despedirse de la llamada que aún estaba a la espera, repitiendo las mentiras radiofónicas de Manzanita.
P.D. P.D. P.D.: Una generación completa de habaneros universitarios inmolada bajo el fuego cruzado del gallego tacaño y el parejero mulato, los dos tétricos artífices del teatro bufo de la Revolución.