La Habana de los 50 era idéntica a Washington DC. O al revés. Washington DC pronto iba a copiar la arquitectura de concreto, cristal y granito de aquella Habana de los 50 que ahora nunca existió.
Batista fue un visionario. Fidel, el profeta que viene a hacer imposible la tierra prometida.
La embajada norteamericana siempre fue el centro civilizatorio de nuestra tan hispana Isla de Cuba. Los arbolitos de Navidad, las postales de fin de año, las fotos a todo color, los trencitos eléctricos, las vitrolas, el revisterío, los proyectores domésticos y los neones comerciales. Todo lo que fuera ilusión entraba a Cuba por ese edificio, que cada año se parecía más a una estrella pulsar, emitiendo quantums de luz moderna en medio del tedio y la tristeza del cubaneo descontemporáneo.
A finales de 1957, en medio del sangriento festín de sicarios y terroristas, el edificio aún dejaba prendidas múltiples oficinas, que iluminaban el malecón a lo largo y sagrado de la madrugada caribe, reconstituyendo así el rompecabezas euclidiano de la palabra Noel.
Pronto ni uno solo de los nacionales podría descifrar semejante mensaje. Noel sería una especie de tetragrámaton extraterrestre.
Medio siglo después, los americanos de la embajada harían lo mismo, pero con mensajitos manipuladores sobre la democracia y otras decadencias digitales. Noel siguió disfrutando entre nosotros de una atroz anonimidad.
Sé que estuve vivo en los años 50 en Cuba. Todavía en esta vida siento el dolor de la desaparición en masa de La Habana. Y sé, también, que hoy me toca ser el último de los cubanos que recuerda la magnitud exacta de lo que perdimos con aquel descomunal cambio de década.
No perdimos un país, sino su temporalidad.
Sin patria, se sobrevive, porque una patria nunca es material. En cambio, sin tiempo no tenemos ni dónde poner el cuerpo. Más que la historia, el castrismo nos ha cauterizado la histología.
Sin patria, siempre es posible volver a la patria. Pero sin tiempo nuestra condición cívica es irreversible.