L.Q.Q.D.



La primavera cubana de 2016 cerró un arco histórico de tres o cuatro siglos por lo menos. Un líder confederado recibía en su finca de la felicidad a un descendiente de esclavos. Plantación Paraíso a pulso. 
 
Pero no se trataba de un gesto tardío de reconciliación. Antes bien, fue la última de las asambleas de rendición de cuentas.
 
El capataz cojonú ante el extranjero extasiado, extenuado por décadas de barbarie y bloqueo. El blanco revindicado por milésima novecientos quincuagésimo novena vez, ahora ante la sumisión de clase del visitante mulato. 
 
Ocurrió primero en pleno teatro, como bienvenida, cuando Raúl redujo a Obama por la muñeca izquierda, obligándolo a poner su puñito en alto. La mano castrista como grillete transtemporal. Y ocurrió después a ras de estadio, ya a punto de despedida, cuando Obama dobló la nuca propia y las de su familia, mientras Raúl en primerísimo plano atendía al horizonte: de La Habana a la posteridad. El cepo castrista como condecoración diplomática.
 
Estos son los momentos maravillosos que después desaparecen, sin dejar ni trazas, en esa matemática maléfica que llamamos todavía, por inercia ideológica, nuestra memoria nacional:
 
1)   Con la cabeza en alto, su majestad el caudillismo continuista latinoamericano, consistente en la historia como toda una obra clásica. 
 
2)   Con la barbilla hincada, hundida de culpa y humillación, la cobardía casi cómica de la demacrada democracia moderna, siempre tan pasada de moda.
 
3)   Lo Que Queda Demostrado: al cubano que en la Revolución Cubana no crea, se le debería azotar por comemierda.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.