Daría mi vida por vivir de nuevo y para siempre aquel año. Mil novecientos ochenta y nueve, mi amor.
Todo pasó entonces. Todo ocurrió allí.
En Cuba, en casa.
Con nuestros cuerpos de adolescentes recién asomándose a la vida incivil de un país propio que estábamos llamados a reformar. Incluso, a reformatear.
Por entonces, Fidel ya nos parecía un anciano, una reliquia bien conservada de mucho antes de la Revolución. Casi podíamos imaginar su momia, preservada con ayuda del Bálsamo de Shostakovsky soviético y tendida hasta el fin de los tiempos en una capilla sacra del Palacio de la Revolución.
Obviamente, no podíamos imaginarnos nada. Porque a Fidel aún le faltaba otro cuarto de siglo para depauperarse en cámara ante nuestros ojos.
Para desmayarse en vivo.
Para ser inflamado por la picada de un mosquito.
Para comerse un escalón que le reventaría una rodilla y haría trizas su verticalista legado de varón vil.
Para desangrarse por el recto y terminar soberanamente senil, encogiéndose en cada pantalla de la patria como un personaje garcíamarquezco.
De hecho, por entonces no teníamos ni imaginación. Ni falta que nos hacía tampoco. La tragedia del libre pensar fue algo que sobrevino después, con la extinción en masa de los noventa y el exilio sin vuelta atrás de los años cero.
Ese día, todos fuimos a recibir a Mijaíl Serguéyevich.
Empezaba abril de 1989. La guerra de Angola sería eterna y ningún general cubano sería fusilado en la televisión estatal. Al contrario, aquella primavera lo que nos traía de pronto era el aroma arrebatador de nuestra querida primera novia dormida de espalda entre nuestros brazos.
Descubríamos el cuerpo de los otros. Donde el deseo y la posesión no explotaban de poder, sino de poesía. Nos hacíamos una generación noble, donde la ternura ocupaba el territorio de la tiranía. Fuimos los primeros cubanos libres desde 1492.
El 2000 era el futuro y el futuro lo íbamos a construir una década antes del 2000.
Éramos tan felices que no nos dábamos cuenta de que nadie nos lo iba a creer. Por eso no tomamos nota de nada. Si acaso, alguna que otra foto de ocasión.
Nuestros diarios eran estrictamente personales, apuntes de amor que, en su momento, terminarían entre las llamas. Estábamos presentes de remate y no era necesario duplicar la realidad con la tontería del testimonio.
Por eso callamos hasta hoy. O peor, por eso hasta hoy mentimos.
Con la muequita chula de Mijaíl Serguéyevich se infiltró en Cuba todo el cinismo escéptico que quedaría flotando en la Isla cuando su Aeroflot oficial despegó. Una estela de soledad supersónica recorrió entonces nuestros esqueletos enclaustrados en La Habana.
Con su amariconado manoteo de pontífice, Fidel nos estaba despertando a la realidad de los machos alfa. Sí, vendría la guerra y tendría tus facciones. Hasta el 2006 o el 2016 por lo menos. Funeraria de la fidelidad.
Los ciudadanos blancos, de traje y corbata en esta foto, pronto morirán de cáncer en un hospital habanero, retorciéndose de anemia y desesperanza por la iatrogenia del embargo yanqui.
Los militares mulatos, en traje de gala en esta foto, pronto ascenderán a generales urbanos, sólo para terminar disparando sus perdigones y balas en contra de la población en las calles, rompiendo así cualquier conato de comunión o al menos de continuidad.
Ese día, todos fuimos a despedir a Mijaíl Serguéyevich.
Sigue empezando abril de 1989, al menos hasta este lunes de verano de 2022. La Revolución terminó en aquella primavera de adolescentes tan ávidos de vivir. Pero nosotros y nuestras queridas primeras novias no nos queremos enterar de nada.
Ni enterrar nada tampoco.