Arriba, una suástica mal orientada en contra de las manecillas del reloj. Abajo, el sexo vertical de una cubana de a pie, calcado por encima de aquellas telitas de los 60, que aún se vendían en La Habana.
Ella porta, como corresponde a la escenografía epocal, gruesas gafas calobares, de color verde o naranja. El blanco y negro de José Figueroa no permite saberlo, pero yo diría que son de cristal verdoso (la mulatancia de la mujer la delata).
Esa tipa bien podría ser La Lupe, poco antes de exiliarse hacia su larghetta e spiritosa conversión evangélica. O tal vez Daisy Granados, que apenas estrenaba su carrera cinematográfica como diva del Titóntalitarismo insular. En cualquier caso, es idéntica a una de esas ninfas analfabetas que pululan palindrómicamente por las novelas trestristestigresinas de Guillermo Cabrera Infante.
Sólo que aquí son siete y no tres los felinos del fascismo Made in Fidel.
Al centro, las mujeres sonríen soberanamente bajo la palabra PUTA, que refulge como una promesa de patas abiertas después del desfile. Ellas son la pura levedad pornográfica, con rolos en la cabeza y todo. Lucen emancipadas sobre la cama, al ritmo revolucionario de ay-papi-pónmela-aquí, mientras mutan de marido de cuadra en cuadra y de comité en comité.
Al borde, los varones van disfrazados como agentes de la Seguridad del Estado. Los dos con pinta de ser mala-hoja cantidad, vistiendo calzoncillos de patas por la rodilla, y con aquel tufillo de nácar tan afanosamente propio de las pingas del proletariado. Acaso los atribula el demasiado papeleo empresarial y los incipientes planes quinquenales de la patria.
Por eso no pueden ponerse a sonreír a la cámara, porque son jefazos y no jebitas. De hecho, están allí para escoltarlas en el encuadre. Y para pedirle al fotógrafo que se identifique (él y la institución para la cual está haciendo fotos ese posprimero de mayo).
Sea cual haya sido la respuesta de José Figueroa, el primer lunes de agosto del año 2022 de esa institución sólo quedará el silencio de una instantánea.
Me encantan los cordones de los tenicitos de la cubana cuya crica quedó registrada de cara a la posteridad, como protesta contra la guerra imperialista de ‘Ni卍on’ en Vietnam.
La guerra estaba a punto de terminar. Pero su sonrisa vertical paralela al zíper renace con cada nuevo olvido de este clásico de la castrografía épica.
Atrás, se empina la magnificente copa curva del Focsa. Como el pico fósil de un edificio que quiso tocar el cielo y terminó vandalizándolo, vaciándolo hasta del último rezago de la divinidad.
Amo aquella Habana en la que yo estaba a punto de reencarnar.
Amo la sumisión espiritual de sus habitantes, un provincianismo patético que en la Cuba de entonces fue sinónimo de paz, amor y libertad.
Cubanos que me escuchan:
Ninguna democracia ni ningún capitalismo nos va a restaurar ese estado de iluminada ilusión, esa inocencia a prueba de eternidad, esa ontología del horror que se llama estar en casa.