Pedro Vega: el mejor abuelo del mundo

Un belicoso samurái desafió en una ocasión a un maestro zen a que explicara el concepto de cielo e infierno. Pero el monje respondió con desdén: “no eres más que un patán. No puedo perder el tiempo con individuos como tú”.
El samurái se dejó llevar por la ira, desenvainó su espada y gritó: “Podría matarte por tu impertinencia”.
“Eso”, repuso el monje con calma, “es el infierno”.
Desconcertado, al percibir la verdad en lo que el maestro señalaba con respecto a la furia que lo dominaba, el samurái se serenó, envainó la espada y se inclinó, agradeciendo al monje la lección.
“Y eso”, añadió el monje, “es el cielo”.
Daniel Goleman. La inteligencia emocional


Durante mi infancia tuvo lugar un episodio que quedó grabado para siempre en mi memoria y nunca he olvidado. 

Mi abuelo paterno, Pedro Ortega Vega, más conocido como “Pedro Vega”, venía conmigo del campo en su bicicleta. Yo iba en la parte delantera. De pronto, un enjambre de abejas empezó a perseguirnos. En medio de mi susto, mi abuelo se quitó su camisa y me cubrió con ella para protegerme. Ese gesto de amor tan profundo y puro me ha acompañado toda mi vida.

El incidente ocurrió en Los Palos, un pequeño pueblo en la región sur de la provincia de Cuba conocida como “Habana Campo”, hoy llamada Mayabeque. Allí nací, y los primeros años de mi infancia transcurrieron junto a mi abuelo Pedro Vega. En ese pueblo, hablar de Pedro Vega era sinónimo de respeto e integridad.

Al lado de él, yo viví en una burbuja inmensa de felicidad donde todo era posible. Nos íbamos juntos a pastorear nuestros carneros y chivos. Criamos conejos, curieles, gallos de pelea. Cuanto animal a mí se me antojaba, él me los buscaba de donde fuera y me los traía.



Pedro Vega.


Recuerdo que me enseñó a cuidar mis gallos de pelea para que fueran los mejores. Yo los “tusaba” (expresión que usábamos para limpiar sus piernas), los descrestaba, los alimentaba con huevos hervidos, pan con leche y maíz. Y mis gallos, verdaderamente, eran los mejores.

Una vez me antojé de hacer esculturas con la cera de velas derretidas y al momento mi abuelo se apareció con un montón de velas. Las derretimos juntos e hice muchos castillos y figuras con esa cera. Aquellos momentos eran tan hermosos y sublimes que siempre han estado en mi corazón. Creo que es imposible amar a alguien más de lo que mi abuelo me amaba. 

En otra ocasión, cuando nos disponíamos a matar un conejo que teníamos en casa, para comerlo, yo le dije que me daba lástima. Él me contestó que, si yo tenía sentimientos por el animal, no podíamos comerlo porque eso no era bueno. Y no lo matamos.

Pedro Vega era también poeta. Componía décimas campesinas, improvisadas, y por las noches se acostaba conmigo y me las recitaba. Eran noches mágicas. Todavía hoy recuerdo esas décimas. Algunas eran muy divertidas. Un fragmento de una de ellas decía:

Dígame, señor letrado, 
¿por qué razón es que el mulo, 
teniendo redondo el culo, 
caga mojones cuadrados?

Es que usted no se ha fijado 
en cualquier otro animal. 
El buey, cuando va a cagar, 
hace una pila redonda 
que viene formando onda 
como las olas del mar.

Y continuaba con otros animales.

Si yo quería comer mamoncillos (una fruta muy popular en Cuba), él me traía un saco. O cualquier otra fruta que yo quisiera. Todo era por cantidades. 



Pedro Vega.


Hacíamos tamales juntos y yo buscaba muy entusiasmado los gusanos que había dentro de algunas mazorcas de maíz. Era algo que me divertía mucho. La sorpresa fue enorme al descubrir que esos gusanos —orugas— luego se iban a convertir en mariposas. 

Cada día junto a mi abuelo implicaba un nuevo descubrimiento, una nueva aventura, y una confirmación de cuán bella y divertida es la vida.

No existía un “no” de Pedro Vega hacia mí. Nada era imposible.

Un psiquiatra amigo mío que vive en Nueva Jersey, Sergio Yero, me explicó una vez que, en los primeros años de la infancia, es importante que el niño sienta que todo lo que él desea se hace realidad, que todo lo que él quiere hacer es posible. 

Me dijo que el niño debe vivir en esa burbuja mágica, porque eso le desarrollará una confianza y una seguridad que le durarán para toda la vida. Cuando crezca y sea adulto, la malcriadez de sentir que se lo merece todo va desapareciendo con el tiempo, y lo que queda es una confianza robusta. 



Pedro Vega y Piter Ortega.


Ese adulto será una persona que no tiene miedo de emprender nada en la vida, soñador, con ganas de tragarse el mundo, alguien que confía en que todo es posible y tiene un marcado amor propio, el cual se traduce también en amor por los demás. Es eso lo que sembró mi abuelo Pedro Vega en mí, la confianza de un campeón.

Cuando gané un premio EMMY en la televisión de Nueva York, cuando creé el canal TV MI GENTE, cuando publiqué un libro como “Contra la toxina” o cuando organicé exposiciones como “Bla, bla, bla”, “Bomba” o “Sex in the City”, ahí ha estado siempre esa luz que encendió en mí Pedro Vega. 

Al igual que cuando me ocupo de mi madre y el resto de mi familia, cuando soy buen hermano, buen sobrino, buen tío, buen amigo: ahí está el amor de Pedro Vega en su máximo esplendor.

En otros momentos de mi infancia y adolescencia, la vida me puso pruebas duras. Algunas de ellas fueron creando traumas y opacando mi luz. Entonces fue naciendo una versión de Piter llena de resentimiento con el mundo. La negatividad, el miedo, la inseguridad, la rabia, la desconfianza, fueron desplazando al amor. Lo fueron bloqueando.




Ya de adulto, esos sentimientos negativos me fueron pasando la cuenta y llegué a tocar fondo en mi vida, llegué a conocer la oscuridad. Sin embargo, en esos momentos de oscuridad más profunda, había algo dentro de mí que me decía que yo era más que eso, que yo no era ese rencor y esa rabia con el mundo, que yo era amor, que yo era un ser de luz. 

Y decidí levantarme, sanar, tomar las riendas de mi vida con la integridad y el honor que me enseñó Pedro Vega. Empecé a buscar ayuda profesional, psicoterapia, comencé a meditar, a cambiar mi rutina de sueño y levantarme ganándole al sol, a cuidar mi cuerpo como algo sagrado y a alimentarme lo mejor posible. 

Busqué ayuda a través de la medicina ancestral de tribus indígenas en la región del Amazonas. Hasta que el amor de Pedro Vega quedó desbloqueado por completo. Y se produjo una especie de renacimiento. 

Cuando miro atrás, siento que cada vez que me levanté de la oscuridad, cada vez que fui capaz de ofrecer disculpas a alguien a quien lastimé, cada vez que saqué las fuerzas desde lo más profundo de mi ser para continuar adelante, ahí estaba la sangre de Pedro Vega en mis venas, su estirpe, su legado. 

Ahí estaba aquel niño feliz y travieso que subía todas las matas de mango o aguacate como un ninja, y que tenía un ímpetu y una dulzura desbordantes.



Pedro Vega.


Sin el amor de mi abuelo, hubiera sido muy difícil lograrlo.

Antes de Pedro Vega morir, le dijo a mi abuela Nina —su esposa— que, cuando él muriera, toda su chequera me la entregara a mí completa, mientras yo estuviese estudiando. Luego de que él falleció, así lo hizo mi abuela, me dio siempre ese dinero hasta que yo me gradué de la universidad.

Hoy comprendo más que nunca el impacto del amor en los primeros años de la infancia. Entiendo más claramente las palabras de Sergio Yero. También hoy sé que Pedro Vega tiene que estar muy feliz y orgulloso de mí, desde el cielo.

Te mando un beso, abuelo bello. Te recuerdo sonriente, con tu sombrero hermoso y degustando tu tabaco en el portal de la casa.

Fuiste el mejor abuelo del mundo.





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El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.