Reinaldo García Ramos: ‘Nos vemos en la galaxia 2532ʼ

Aunque hoy en desuso, la tradición del maestro y el pupilo es uno de los arquetipos más antiguos y hermosos de la historia humana. 

Larga lista de nombres, unos más destacados que otros, se extienden en la memoria del tiempo. ¿Qué los unió? ¿El amor, la amistad, un vínculo secreto o el oculto miedo a que la belleza, en su esfera más alta y noble, cayese en el vacío y el olvido? 

Hay entre algunos seres un pacto trascendente que parece dibujado por una idea suprema.

Cuando conocí a Reinaldo García Ramos (Cienfuegos, 1944 – Miami, 2024), era yo un joven ávido de sabiduría y él un hombre “abrumado de virtudes”. 

Un buen amigo en común, con el que iba asiduamente a Miami Beach, me dijo un día: “Ya es hora de presentarte al Poeta”. 

Y aquella última palabra poseía en su acento una connotación casi mística, verdadera. El cariño se fundió desde el primer abrazo. Tal vez desde otras vidas nos llega la intimidad de las almas, la compenetración de la amistad, el reconocimiento de valores eternos.

Sin nada que ofrecer, recibí de Reinaldo un camino y una piedra. Se cerraba en sus manos el círculo del guía por las profundidades de la playa. Había en su armadura un polvo milenario, la calma de quien vuelve desde todos los infiernos, el vendaval distante que deja sobre los arrecifes un pez que implora la devolución hacia las aguas permanentes.

Reservado, algo distante y silencioso, abrió el poeta para mí un puesto en el estrecho salón de su felicidad. De repente, su casa se expandía frente a mi mirada y tomaba descanso en distintas ciudades y rincones del mundo. 

La conversación se dejaba escuchar entre las olas de Miami Beach; la Estatua de la Libertad, en su legendario Nueva York; la ferocidad del Niágara —donde aún recuerdo vivamente su lectura de un poema sobre la catedral Chartres: “Subo con todas mis ausencias, mis sombras deliciosas / los hilos afilados del martirio / las cuchillas del miedo. / Me voy volando hacia las nubes / cielo limpio”—; los nocturnos parques de Toronto, donde el espectro de su padre aparecía de vez en cuando entre los árboles; la alegría de Grecia, el orgullo del Partenón o aquel enojo porque su paraguas —después de advertirme que lo cuidara mucho, ya que era un recuerdo de años— desapareció en las profundidades de la bahía de La Canea, en Creta; entre los callejones de Venecia, frente a La Gloria del Paraíso de Tintoretto, en el palacio Ducal; aquel baño riesgoso en las aguas de la bahía de Nápoles junto al sueño del Vesubio; o aquella charla acerca mi futuro entre las columnas del gótico Duomo de Milán; su entusiasmo al ver el amanecer desde la ventanilla de un avión rumbo a Londres.  



¿A dónde se van todos los recuerdos y la amistad, cuando todos se van y solo quedan sombras de un presente? 

Abro al azar, como un libromántico, su antología Rondas y Presagios (Editorial Silueta, 2012) en busca de respuestas. Unos versos me dicen: “Descenderemos por la neblina quieta de los siglos, / se hunden nuestros cuerpos en el aire sagrado / en que han nacido / estas columnas lejanas que nos salvan”.

Perteneció a la que quizás sea la generación más golpeada y triturada desde el arribo de la noche en Cuba. Esa que conoció el otro mundo y vio con horror la instauración de guillotinas para jóvenes. Sobre todo, los que padecían del “pecado” de la homosexualidad, la sensibilidad artística o las ideas claras. 

Y como testimonio de esos “sueños de la sangre”, Reinaldo nos dejó dos libros fundamentales: Cuerpos al borde de una isla, mi salida de Cuba por el Mariel (Editorial Silueta, 2010), un testimonio novelado sobre su precipitada fuga hacia la libertad en 1980, y el epistolario Una amiga en París (Editorial Furtivas, 2024), donde se recogen las imágenes más descarnadas, conmovedoras y lúcidas de lo que fue la minuciosa destrucción de una nación durante sus primeros años de dictadura totalitaria.

Como buen exiliado, vivió en Nueva York y murió en Miami. Veinte años en una, veinte años en la otra. 

De la primera, puedo asegurar, se ha llevado a la galaxia 2532 —donde cree que está ahora, según me confesó en uno de sus últimos mensajes (ya él me sabrá disculpar por revelar su dirección en público): “Nos vemos en la galaxia 2532. Cariños”— sus mejores recuerdos o, al menos, los más mitificados, los que pertenecieron a ese estallido de todo desterrado, frente al mundo emocionante de una gran ciudad y la vasta llanura de la libertad individual. 

Allí trabajó y escribió hasta el orgullo. Allí maduró y renació, se curtió y corrió lo más exquisitos peligros, como también confrontó las más profundas tristezas. 

No sin desgarrarse, siempre comentaba cómo un virus durante los años 80 fue arrebatándole a sus mejores amigos: “Sabemos que cuando suenen los teléfonos / no serás tú el que llame, / no será tu voz la que disuelva / la brutal negrura, / la que selle el preciado silencio”. 

De esa época nos quedan libros como: Caverna fiel (Editorial Verbum, 1987), El buen peligro (Editorial Playor, 1993) y En la llanura (Ediciones Torre de papel, 2001). 



Muy pocas cosas lo exaltaban más que decir: “Viví en Manhattan y trabajé en las Naciones Unidas”. Tal vez sólo superada por: “Soy americano”. 

Sobre esto, recuerdo una anécdota simpática. Estábamos en Roma, con una amiga cubana, justo en la Piazza del Popolo, después de haber visto los impresionantes Caravaggio de la basílica de Santa María, cuando tropezamos con una venezolana, con ciertos aires chavistas, que nos sacó conversación al escucharnos hablar en castellano.

“Eh, ¿De dónde son ustedes?”. 

“Cubanos”, dijimos la amiga y yo. 

“No, yo soy americano”. 

“Rei, ¿cómo que americano?”, le preguntamos después de que la señora se alejara. 

“Sí, porque si dices que eres cubano, luego empieza el temita político y no estoy en este momento para los equivocados de siempre, que empiezan a recitarte las maravillas de sistema de Cuba”. 

Nueva York estaba en su sangre. Ahora, eternamente, va en su alma: “Sopla tu suerte con premura / en la avenida bloqueada por las frutas / y al entrever las maravillas / de otro espectro real, / para que puedas escuchar el alarido / de las sirenas imperiosas, / que van necesitando algún desastre”.

De la segunda, Miami, podría confirmar que recibió allí, entre el oleaje y los huracanes, las gaviotas y el sol intenso, los mimos merecidos. 

Caravanas de amigos se tomaban el arduo trabajo de ir hasta el corazón de Miami Beach —con todas las angustias de tráfico y de estacionamiento que eso implica— sólo para visitarlo y derramar algunas horas frente a la ventana que daba al mar y que tanto amaba: “Con esas armas te preparas / para saltar por la ventana y descubrir / que has roto los bordes de tu miedo. / Con esos artefactos deseosos / te lanzas a las calles a buscar tu olvido”. 

La ciudad, en su bullicio y resplandor, también supo quererlo. Le regaló lo que todo honesto poeta espera, un libro prodigioso: Obra del fugitivo (Ediciones Vitruvio, 2006), XI Premio Internacional de Poesía “Luys Santamarina-Ciudad de Cieza”. 



Premio aparte, este cuaderno es una referencia poética de gran madurez, ya en la edad socrática. Cada verso, cada estrofa, cada intensión es un claro murmullo que se arquea como una bóveda de crucería sobre el hermético laberinto del subsuelo, sólo entreabierto por un baño de luces y columnas milenarias: “En la ciudad perdida hay un doncel de luz / que se me acerca a veces, silencioso y despacio. / Lo miro fijamente, pero no puedo descubrir / en qué breve certeza / su rostro se dibuja, / como si él nunca deseara sumergirse / en una misma claridad descocida”. 

Entre las lluvias torrenciales y las arenas frescas de la mañana, amó y escribió, leyó y se ocultó; todo, haciendo galas del mayor orden y la más pulcra limpieza. Era un escritor minuciosamente organizado, que se deleitaba tanto con unos buenos tostones de plátano como con sus habituales caminatas al amanecer. 

Acerca de los tostones, tenía un lugar favorito, justo en los bajos del edificio donde vivió durante mucho tiempo en la avenida Collins. Allí llevaba a sus asiduos como a un ritual de secreta iniciación, bautizados luego con la efervescencia de una cerveza helada. Miami va cambiando poco a poco, entre ausencias y abultados recuerdos.

Y para concluir, mencionaré una de esas memorias que van dejando tras de sí el sabor de la amistad —incluida en mi segunda novela, aún inédita—, y que me gustaría compartir un fragmento para ilustrar la íntima fuerza de Reinado García Ramos:

—En cualquier lugar se halla lo inesperado —continuó Alberto—. Por ejemplo, lo que más me impactó de mi amigo, entre muchas cosas, fue la lectura de un poema que cambió no sólo mi visión de Cuba, sino de mí mismo. La isla en peso, de Virgilio Piñera. ¿Lo conoces?

—Sí, claro. Lo he leído varias veces.

—Pues una noche, después de una conversación donde le había expresado que no me gustaba ese poema, él me dijo: “Es que no lo has leído bien. Escúchalo atentamente”. Fue a su librero y tomó un libro de Piñera. Se sentó cómodamente en un butacón. Recuerdo que las luces estaban bajas y el silencio era sobrecogedor. Comenzó a leer con suma cadencia. Sentí que me iba envolviendo más y más en las palabras, las imágenes, el fatalismo de aquel largo texto. Al terminar la lectura, yo había sufrido ya otra transformación inesperada.

Los dos contemplamos el mar oscuro. El sonido de las olas levantaba en peso aquel pedazo de la isla vapuleada a través del tiempo. El viento nocturno susurraba viejas frases.  

En lo literario, con la muerte de Reinaldo, Cuba y su exilio han perdido a uno de sus más consagrados, sólidos y “cuidadosos” —hago enorme énfasis en esta última palabra— poetas de las últimas décadas. Alguien que veía el poema, desde el título hasta el punto final, como una arquitectura universal, donde no sobra ni falta nada, y todo detalle está plenamente justificado. 

El lenguaje y los tonos en perfecto balance y armonía. No me desmentirán textos como “Paseo de Magritte por el espejo” (uno de sus pintores favoritos): “Todo el cielo ha podido / crecer ahora dentro de su cabeza / y en el intenso laberinto transitan / las bandadas más tímidas de aves”. 

O “El silencio”: “Como el visitante entusiasmado / que contempla en un país desierto / la confusa prueba del tesoro que esperaba salvar / pero que ya no existe, / deambularás por tus caminos armoniosos / y mandarás mensajes mudos al vacío”. 



O, simplemente, “Añoranza del mago”: “Con cada movimiento de sus manos / borraba del espacio los rumores salvajes, / las turbias amenazas, / y al tocarnos con la mirada relumbrante / nos dejaba escuchar / por largo tiempo / extrañas melodías y compases”. 

Voz introspectiva, entre lo telúrico y celeste, como el que ha transitado innumerables galaxias y reconoce en la musicalidad poética los arquetipos y las imágenes, la eternidad de los misterios y la fugacidad perpetua de las múltiples esferas. “Muy pronto, dentro de un segundo, / pasarán sin detenerse los cometas, / desplegando sus colores cambiantes / y arrastrando en sus colas el reclamo perfecto / de toda la alegría, de todas las tristezas”.

En lo personal, no diré que he perdido, sino que he ganado para siempre algo de la sabiduría que buscaba en mi juventud frente al resplandor de un ser que, sin importarle mis inmadureces y miserias humanas, supo tenerme paciencia, amplia paciencia, casi paternal, profundamente afectiva. 

En ocasiones, el agradecimiento no es suficiente y nos quedamos mudos ante la gracia y los mimos del destino. Hay amigos tan cruciales e importantes, tan definitorios y decisivos, que uno se pregunta qué hubiese sido de nuestra vida sin la presencia de esa fuerza positiva, transformadora, gravitacional, en los momentos justos cuando uno más lo necesita, a veces sin saberlo, sin reconocerlo, sin apreciarlo. 

Todo hubiese sido distinto, con seguridad. No para mejor, porque ellos estuvieron allí cumpliendo el designio de la felicidad, la discreción de los pilares, la “antigua elegancia” de “las delicias cercanas”.

El círculo del maestro y el pupilo se cerró al conocerlo y se abrió nuevamente ante su muerte, porque ahí quedan sus poemas y sus cartas para irlas releyendo, absorbiendo las esencias inasibles que la corporeidad nos impide degustar cuando estamos cegados por la urgencia y otros caminos. 

El destino imaginario de los ciervos repentinos cae sobre las aguas de estanque delicioso y deja en la memoria el último consuelo: “Y si para entonces has logrado dejar / unos cuantos temores o sospechas / con absoluta devoción sobre el papel, / o si entregas a ese rito tenaz / tu ignorancia aceptada y la describes con valor, / a lo mejor el eco de esas líneas borrosas / flotarán cierto tiempo sobre el ingrato oleaje, / cuando tú ya no existas”.

Gracias, Rey. Nos vemos en la galaxia 2532. Cariños.



PD: Me tomaré la libertad de publicar uno de tus poemas inéditos que me enviaste a raíz de la publicación de Obra del fugitivo:

Leve retorno del fugitivo

No he partido,
aún nos quedan conversaciones
incompletas, abrazos que nos llevarían
al fondo de los mares o hacia algún
recóndito espacio del universo.

Las estrellas, frágiles y paganas,
nos hacen retornar en la memoria
los paseos por las playas, el pensamiento
nocturno y sereno, el andar constante
por siglos inéditos e inconclusos.

No partiremos.
De la sangre brota vida
y el viento siempre devolverá
algunas reminiscencias fugitivas.