Reza un viejo adagio: “no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague”. Y así describe plenamente el momento que le toca vivir a ese conjunto humano que habita la Isla en Cuba.
El refrán, con su carga de sabiduría, más que una frase a repetir por viejos a modo de consejo, se convierte ahora, llegado por fin el momento de las definiciones para los cubanos, en imperativo.
Toca a los arreados, bajo ese concepto general con que la dictadura encasilla a los ciudadanos de esta no-república, la última palabra. Es hora.
El “pueblo” de Cuba se encuentra frente a un momento determinante. Y lo es en especial porque siendo él mismo actor principal y dueño de su destino, se avoca de una vez a la decisión tantas veces aplazada de tomar las cosas por mano propia y de llamarlas por su nombre.
Y es que a él toca la solución a esta realidad que la dictadura intenta normalizar de manera aplastante. A él corresponde resolver finalmente en todo aspecto su capacidad de existencia, más allá del término físico al que se ve circunscrito como masa de individuos nacidos bajo un patronímico y con igual cultura e intereses.
Se acabó el tiempo en que se podía “ir tirando” a la sombra de un estado que hoy hace oficial el abandono por completo de sus obligaciones para con los gobernados, y que se enfrasca en una lucha en la que solo importa su propia sobrevivencia, rayana en la locura.
La incapacidad de generar electricidad ya no es algo que se encuentre sujeto a unas pocas razones, las que, una vez se superen, remitirán a un estado anterior en que las cosas vuelvan a ser, menos que más, como eran antes.
Hablamos de una situación sin parangón en la historia de un régimen que dejó para después elementos indispensables para el funcionamiento vital dentro de parámetros civilizados. Asistimos, no al principio de un fin anunciado hasta la saciedad, sino al fin en sí al que, arribados de una vez, solo podemos aceptarlo como lo que realmente es y no otra cosa: un punto de inflexión.
Y es así cómo el actor principal de este drama ha de tomar cuerpo en el personaje en cuyas manos está el desenlace de esta obra tristísima, de esta bufa de larga data. De este cuento repetido del que todos sabemos el final, uno que el protagonista rehuyó lo más que pudo, postergando el cierre sobre las tablas. Porque si no es él quien zanja, quien decide, quien resuelve, ¿qué otro puede hacerlo?
Se acabaron los días de huirle al guardia, de robar en el trabajo, de traficar poquitos de las cosas más disímiles y cotidianas, como quien transase sustancias ilícitas y bienes prohibidos.
Ya no habrá siquiera luz para conservar un poco y mal el alimento escaso, o distraer la cabeza huyendo por la pantalla hacía realidades más lisonjeras.
Ahora no será posible la fuga, el saciar magramente las hambres, el esquivar, el no meterse en eso, el no complicarse, el no “joderse la vida”.
Si en lo adelante el único futuro posible y manifiesto consiste en seguir alimentando la riqueza de una élite, cada vez más opípara, que amasa fortuna detrás del muro de los cuarteles y se aferra a su discurso, dispuesta a acallar a cualquier costo el descontento, de hacer tabula rasa sin miramientos contra aquellos que son hoy más que otra cosa una molestia; si así nos condenan a la hecatombe: ¿qué nos queda?
Cumplido está el plazo y el momento ha llegado.
¿Cuándo y cómo cobramos?
Una investigación cuidadosa sobre el poder de este país-continente. Hélène Richard
En este libro descubrimos una Rusia moderna, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en definitiva, un adversario al que hay que tomar en serio. Emmanuel Todd