El miedo nos hará libres

¿Cuándo comencé a temer?

No sé. Desde que me conozco tuve miedo. 

A que el guapo del barrio la cogiera conmigo. A uno de la escuela. A Lugones, hasta que en un arranque de pánico le pegué en la cara con un leño de marabú, frente a la audiencia delirante del campamento de los de séptimo y octavo, que enloqueció y luego hizo silencio cuando Lugones cayó desmayado, sangrando. Y yo solo sollozaba de miedo.

El miedo tiene etapas. El de niño, a cosas más ingenuas. Al sonido de la barrena del dentista. A la ira de mis padres. 

El miedo de hombre nuevo es otro: a la barbarie de las becas, a la violencia oficial, a aquel tipo elocuente, de barba y verde olivo, que decía que era la patria o era la muerte. O que un niño que no estudia no es un buen revolucionario. 

Miedo a no ser revolucionario. A ser el muchacho aquel que temblaba, la vista clavada en sus zapatos de tierra de Alquízar, tan solitario él allá, en la plataforma, frente a toda la escuela que le gritaba, que aplaudía la arenga, que rugía las ofensas que dictaba el director u otro, ya no lo recuerdo. 

Lo recuerdo a él. Bajo de estatura, rechoncho, mestizo, vestido en “ropa de calle”. Se iba por el Mariel, vino a pedir la baja la escuela. 

Recuerdo mi alivio de estar allá abajo, en el anonimato de la turba azul, y no temblando como una liebre ante la jauría, mirando mis zapatos plásticos, escuchando el repudio de los que, hasta hace unos instantes, eran solo estudiantes.


Nos enseñaron a ser miserables en nombre de la mala idea. Y el miedo fue nuestro credo.

Miedo a pensar diferente, a decirlo, a ser burgués, a ser señor, nunca compañero. 

A ser apático; a no saltar, pues se era yanqui. 

A no corear: ¡Viva! A no desgañitarse: ¡Abajo! A no vociferar: ¡Que se vayan! 

A la ausencia al trabajo voluntario. 

A decir “hasta aquí”, a trazar una raya, tomar aliento y gritar: ¡Esto es una pinga!, y que se apartaran de ti, apestado, apátrida, contrarrevolucionario, antisocialista.

Y a que después se sentaran en tu banco desconocidos, a hablar de tu vida como si durmieran en el cuarto contiguo, a contarte sobre las consecuencias, las conveniencias, de cuán agradecido se debe estar, de cuán contrarrevolucionario es el desagradecimiento. 

Miedo a escuchar, a mirar mis zapatos, sucios de ciudad, y solo asentir, por miedo.

El miedo es la marca a fuego de los cubanos. Nos reconocemos en ello. Nos tememos. No hacemos comunidad porque no sabemos quién es ese otro.

Si pudiéramos, nos desperdigaríamos de una vez, dejándole la isla a cruceros y naturalistas. Aprenderíamos a hablar lenguas feroces, para contar a cualquiera de la maravilla del frijol negro, de ser cubano, y de vivir en cualquier lugar donde no haya ninguno.


La muchacha que me entrevista recula cuando le digo que mi padre perteneció al ejército de Batista. La respiración se le entrecorta. La mirada se le disloca. Deja caer el bolígrafo, las manos sobre la mesa.

Le aclaro que mi padre trabajaba en intendencia. Un guajirito juyuyo en La Habana. La muchacha se recobra. Ah, así sí, dice, o algo parecido, que es lo mismo. La muchacha siente miedo. Imagínate, batistiano. No lo dice. No hace falta.

Mi padre también vivió con miedo. A los chivatos de la cuadra. Lo acosaron. Lo obligaron a mirarse las botas sucias de grasa y harina. Mi padre ahora habla muy alto en el teléfono, sordo vitalicio. Cuando le pregunto cómo está todo, baja la voz, susurra que la comida está escasa y cara. Que no está fácil. 

Tiene 90 años cumplidos. Sus chivatos están muertos. A los chivatos jóvenes no les interesa ese anciano. Mi padre no tiene ya nada que perder excepto su salud. Pero tiene miedo. “No está fácil” es su grito de rebeldía, en tono muy menor. 

Tiene el miedo incrustado en los pliegues de la piel ajada, en los ojillos grises a fuer de cansados.


Nuestro miedo no es ni agrio, ni único, pero es nuestro miedo, tan bien hecho. Tiene 70 años y parece acabado de desempacar. 


Yo siento miedo cuando voy a Cuba. No puedo evitarlo. 

Miedo a que algo salga mal. A la aduana que, a fuerzas de arbitrariedad, abuso y desfachatez, es una Cuba en miniatura. 

A que el carro no esté disponible. 

A que no haya gasolina. 

A comer algo y que me dé diarrea. 

A tener un accidente. 

A que no haya lo que necesito comprar

A enfermarme. 

A que no haya alegría en mi familia. 

A que me dé un infarto. 

A que los mosquitos no me dejen dormir. 

Al dengue. 

A que mi papá resbale un día y ese sea el día. 

A pisar mierda. 

A que comience otra revolución mientras estoy allí y no pueda regresar a tiempo a mi casa en los Estados Unidos para seguir trabajando y ganando el dinero que necesito para seguir ayudando y para poder visitar, otra vez, ese país de miedo, a pesar del miedo. 

Cuba es el lugar al que más a disgusto voy. Me cae mal. Me inhibe. Me renueva los miedos. 

Porque Cuba es miedo. 

A cualquier cosa.


Me miran. Están muy serios. Me juzgan. Los ojos son duros. Hay que compaginar (creo que dijo así; esa palabra le va) el trabajo y el deber.

Yo prefiero mi trabajo, le digo. Tú usa tu tiempo en lo que crees adecuado. Yo, el mío.

No, estás equivocado. Se enciman. Se mueven en sus sillas. Incomodidad, impaciencia. No avanza este proceso de inquisición. No me doblego. Es un decir. Me he enzarzado en esta toma y daca con esta gente por diversión, pienso. Por alarde de intelecto. ¡Ajá! ¡Te gané la discusión! 

Pero no. No se gana en esto. “Te vamos a sancionar”, y retorna el miedo, revuelto con ira, un torrente de fango y piedras. 

“Eres joven. Eres de la reserva de cuadros. Tienes que dar el paso al frente…”

Y todo porque no quiero ir a sembrar pinos a no sé dónde durante una semana. Me interesa más mi trabajo. Cualquiera siembra pinos. Paso al frente ni pinga. El coñotumadre se va a sembrar pinos.

“Te vamos a sancionar…”

El torrente pierde rocas; se espesa, con el miedo.

Me miran. Están muy serios. 

Me juzgan. Los ojos son duros.

Tengo miedo.


Hay una buena noticia: todos tienen miedo.

Hay quien dice que el miedo es saludable. Que te preserva. 

No entiendo cómo el miedo a la libertad de pensamiento y de expresión, preserva. Pero ese también está ahí, y es un miedo grande. 

Al lado de la marca del miedo hay un desgarro que rasga la garra de la doctrina; por ahí escapa la fetidez del que apaña engaña enmaraña ignora delata tuerce rodea adorna maquilla oculta: papagayo apestoso y triste.

Los represores de hecho e idea, los Castros, los castristas, la policía (la de los guarapos, y la de los cipayos de pulovitos a rayas transversales), la del comité, la que grita, el que atora el pescuezo, el chivato, el cagatintas, el funcionario, el ministro, su esposa, la querida, el que da la cara (“Es mi trabajo…”), el que defiende, el que argumenta cuando le dicen qué toca argumentar ese día. 

Todos ellos tienen miedo. Mucho miedo. 

Más miedo que el que tuvimos alguna vez algunos de nosotros. 

Se cagan de miedo ante un verbo.

Porque el miedo del que se sabe miserable es el peor. 

Sabe ese sujeto, también, que viene un día en que, con un dedo apoyado en su pecho, para que no queden dudas, le van a llamar por su nombre. Miserable, le dirán. 

Es el principio del fin del reino de los represores: un dedo índice hincado en el pecho de un miserable, sin miedo, y a eso le temen, a que ya no haya miedo.


El repudio fue una locura colectiva en Cuba, en los años setenta, ochenta. Algo así sentenció Pedro Luis Ferrer en el documental Sueños al pairo.

Lo dijo, me pareció, como quien dice: bueno, pues nada, eso es lo que había. Muy conciliador él. 

Y peor aún: lo dijo como si eso ya no existiera. 

Como si el acoso al pensamiento independiente, a la prensa alternativa, se hubiera terminado porque ahora los acosados, y los acosadores, son cuarenta años más jóvenes.

La intimidación ha sido el arma más poderosa de la involución cubana. Ni siquiera su vitrina repleta de médicos baratos y pioneros felices ha sido tan efectiva en la supervivencia del adefesio cubano como lo ha sido el miedo. 

Es el miedo, y no un camión de asesinos del contingente Blas Roca, lo que hay que vencer. 

Cuba es un lugar extraño, fuera de fase. No sería nada extraordinario entonces que le toque a Cuba, a los cubanos (cuando dejen de mirarse los pies sucios de tierra, de esa tierra que se ama si se es ridículo), que no sea la verdad o el arrojo lo que los haga libres, sino el miedo.

Tal vez, para que así sea, solo tengan que temer lo suficiente.