Primero, una, me temo, no muy breve digresión sintáctica-histórica, con respecto al título.
Si hubiera escrito Yoss y el pan, como encabezamiento, probablemente muchos me estarían acusando de egocentrismo desmedido (¡como si hubiera algún escritor modesto!) por violar aquello de “el burro alante, para que no se espante”. Aunque el burro, en ese caso, venga siendo yo, rebuznando tercamente contra la sintaxis.
Si hubiese, por otro lado, prescindido del artículo inicial y escrito, simplemente, Pan y Yoss, también alguno seguramente protestaría, al final, alegando que pensó que todo esto iba a tratar sobre el antiguo dios griego de lo agreste, Pan, responsable del llamado terror pánico, hirsuto y con cuernos de cabra, como jefe de los sátiros que era.
Pero yo nunca quise discutirle los laureles al británico Arthur Machen por su inimitable El gran dios Pan. Ni tampoco burlarme del famoso reclamo de “pan y rosas”, que conste.
En cambio, El pan y Yo(ss), como título, al menos a mí, me retrotrae a uno de esos libros de la infancia, coloridos, grandes y de tapas duras, que se imprimían en los países socialistas y en español, para beneplácito de los niños cubanos aficionados a la lectura, como yo. Y para eterna preocupación de los padres de otros niños, más dados a las artes marciales desde sus más tiernos años (bueno, también como yo), porque muy pronto descubrimos lo idóneos que eran esos libros para romperle la cabeza a otros infantes, con sus duros ángulos: toda un arma ninja.
El libro en cuestión se intitulaba El piloto y yo, y trataba de un niño que dibuja a un piloto bigotudo y con gafas, que de repente cobraba vida.
Y todo eso no tiene mucho que ver con el pan, me dirán. Pero, como dato anecdótico extra, cabe señalar que, cuando hace ya casi dos décadas, El Cuentero, la revista dedicada a dicho género que edita el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso (pido un minuto de silencio por El Chino Heras, su fundador y alma, recientemente fallecido, y por la revista, que ya ni digital sale), preparaba un número dedicado a la ciencia ficción, alguien dotado de un curioso sentido del humor propuso que su subtítulo fuera El piloto y Yoss, dada mi larga relación con el género.
Así que, aunque al final aquel número de la revista acabó saliendo como El Cuentero volante, el juego de palabras del título que no fue me parecía demasiado bueno como para dejarlo. Y ya se sabe que los escritores constantemente reciclamos y tomamos: lo llamamos pastiche, aunque para otros sea puro plagio.
En fin, El pan y Yoss; una reflexión sobre mi nexo con el alimento básico hecho de harina de trigo (bueno, básica y canónicamente, pero ya tocaremos esa tecla más adelante) que se remonta, como el de todos, creo, a la infancia.
En los años 70, cuando era fiñe, el pan llegaba a mi bodega de 21 y B repletando sacos de yute, oloroso a recién horneado; sin dudas uno de los aromas más deliciosos y evocadores que existen. Y que se fastidien Proust y su alter ego Swann, con su famosa y sobrevalorada magdalena; un simple panquecito, entre cubanos. Porque quien no ha olido el pan recién hecho, no sabe lo que es apetito.
Calentito y fresco, aquel pan era suave, sí. Sobre todo, por dentro. Aunque pronto, al enfriarse, la corteza dorada se endurecía, y pasadas unas horas, ya era un palo, lo que parecía encantar a los adultos. Sobre todo, a mi abuela, que entonces lo rayaba diligente para guardar el polvo resultante en pomitos, listo para ser usado en cualquier de sus exquisitas alquimias culinarias.
También, niño precoz que fui, en aquella maravillosa enciclopedia argentina en 20 tomos que fue El Tesoro de la Juventud, leí sobre cómo se cultivaban el trigo, la cebada y el centeno, para luego segarlos, trillarlos y moler el grano para obtener la harina, a la que luego se agregaba grasa y levadura, y se mezclaba con agua para lograr la masa que se horneaba. Todo un proceso, en fin.
Recuerdo bien una frase: “sólo hay dos sabores de los que nunca nos aburrimos: son el pan y la mantequilla”.
No me gusta demasiado la mantequilla, quizás porque con su horrible alter ego, ¡el acné!, nos amenazaban a todos los adolescentes. Sobre todo, si “jugábamos con Manuela” con cierta frecuencia.
Pero sí adoro el pan, y en los 70, ¡aleluya!, todavía no era por la libreta. Una flauta, o baguette, como le dicen los franceses, siempre tan finos, valía un medio, en aquellos felices tiempos, cuando casi todos creíamos que la inflación era una lacra capitalista que nunca volvería a la mayor de las Antillas, que había elegido el camino del desarrollo socialista.
Y cuando el litro de leche normado, o por la libreta de abastecimiento, costaba 25 centavos y se podía, casi siempre, comprar más, por la libre, al ¡astronómico? precio de 80 quilos.
No obstante, y como a menudo sucede, casi todos añorábamos lo que no teníamos o escaseaba: el pan suave; el de molde, que había que cortar en rebanadas. De las que muchos desechaban, como un gourmet naif, el dorso más quemado. Y los panecitos suaves, que quedaban para los cumpleaños infantiles y las fiestas del CDR, tras abrirlos en dos y untarlos con la inefable pasta de bocaditos, de la que cada ama de casa tenía su propia y secretísima receta.
Y en cuanto a versiones más sofisticadas, como pan de ajo, de cebolla, croissants, pretzels, de las que mi abuela hablaba a cada rato, relamiéndose de nostalgia gastronómica: ¡todos esos eran cochinos, obsoletos lujos burgueses! Que a los buenos pioneros debía darnos pena hasta mencionar, no digamos ya desear.
Cuando más, de cuando en cuando, en las dulcerías se encontraba el pan de gloria, versión barata y plebeya del coffee-cake, sin pasas ni canela, pero rebosando de azúcar y almíbar. Aunque la implacable madre de mi madre, arrugando su altiva naricita de antigua integrante de la clase media alta, murmurara, despectiva, para definirlo: “chucherías de pobres”.
En los restaurantes, ¡qué delicia hacer bolitas de pan suave y tirárselas a otros comensales, poniendo luego cara de ángel inocente! Y en el Café Potín, de Línea y Paseo, ¡qué delicia, al salir de los cines Trianón y/o Olimpic, aquellos sándwiches cubanos, al increíble precio de $1,20! Con pan de flauta, queso, jamón, pierna asada y pepino encurtido, todo bien calentito, a la plancha. Ah…
Hoy sólo es posible encontrarlos cruzando el charco. Porque también en eso, como en tantas otras cosas, Miami ha acabado siendo más Cuba que la misma Cuba.
Los panaderos, por su parte, eran misteriosos personajes que vestían siempre de blanco, con sus curiosos gorros. ¿Cripto iyabós, tal vez?, he pensado luego. Y con los que siempre se podía contar, a la hora de hornear un puerquito o conseguir un poquito de harina para algún cake. ¡No digo yo si solían tener más recursos económicos que el ciudadano de a pie común! Aunque, claro, también eran habitualmente superados por esos auténticos magnates populares que eran los carniceros.
Luego, a finales de los 80, y a un costado del Parque de la Fraternidad, en el edificio de la antigua tienda Sears, abrió el supermercado Centro, a modo de promisorio avance de todas las exquisiteces que íbamos a poder disfrutar los cubanos. Por supuesto, una vez que alcanzáramos el auténtico comunismo. ¡Dentro de no mucho, eso sí, con la ayuda solidaria de la URSS!
Allí, entre maltas Hatuey, yogurt de búfala, jamoncito al caramelo y otras delicatessen que se podían comprar, si se contaba con suficiente dinero y se hacían varias horas de cola, no podían faltar los panes de ajo y cebolla. Le debo a la paciencia y tenacidad de mi padre el haberlos conocido. Lo mismo que esa otra maravilla, el pan de molde sin corteza dura: ¡el non plus ultra para hacer sándwiches!
Pero aquel buque de sueños que fue Centro, junto con todo ese futuro luminoso que pertenecía por entero al socialismo, naufragó, tras la perestroika y la glasnost. O nunca zarpó realmente, y Gorbachov sólo certificó el hundimiento.
Tras la disolución de la URSS, el CAME y el Pacto de Varsovia, los generosos socios comerciales europeos de Cuba desaparecieron. Y, sin su aporte de capital, comenzó el eufemísticamente llamado Período Especial en Tiempo de Paz. Aunque, en lo personal, siempre he pensado que los “maravillosos 80”, con su relativa abundancia, fueron un auténtico período especial. Y esta miseria es lo normal, lo que nos toca.
Entonces, en aquellos años duros en los que hubo que ajustarse el cinturón, por primera vez, se reguló el pan: una unidad diaria por persona. Y qué depresión, cuando leí que a Anna Frank y sus colegas judíos, en los campos de concentración nazis, les tocaban ¡120 gramos! por jornada. Supongo que porque no comían otra cosa. Pero, de todos modos, pone a pensar el que la cuota de pan diaria en la Isla, que no sé quién consideró apropiada para cada cubano, sea de sólo 80 gramos aún hoy.
Una vez normado, como es lógico, los panaderos empezaron a enriquecerse como nunca. Pero, a la vez, jamás duraban mucho en el empleo. Lo mismo que los administradores de las cervecerías, curiosamente. ¿Tan peligrosa será, la levadura? Como la cocaína, quizás.
También en los tempranos 90 de la austeridad forzada, muchas cafeterías se convirtieron en flamantes templos Zas y Súper Zas. ¿Se acuerdan? Allí, por el módico precio de 2 pesos y veinte centavos, y un ticket celosamente entregado por el CDR, se podía consumir una jarra de refresco y una hamburguesa (o dos, ¿de proteína de lombriz?, ¡ah, las malas lenguas!, eso nunca se demostró…) envuelta en sabroso pan redondito y salpicado de semillas de sésamo. En Cuba, ajonjolí. Por tanto, sin nada que ver con Alí Babá, los 40 ladrones y su cueva mágica.
Por años, en tanto que deportista compulsivo siempre preocupado por mi peso e índice corporal de grasa, prácticamente prescindí de ese rito occidental que es el pan del desayuno. También de la leche: una jarra de yogurt, unas lascas de jamón y queso, esa era mi dieta habitual, antes de irme al gimnasio a sudar con los hierros.
Incluso entre el 2000 y el 2004, cuando viví en Italia y descubrí el pan ázimo, pita o sin levadura, elemento fundamental de la dieta de árabes y hebreos, entre otros pueblos (y que engorda mucho menos, dicen), tampoco me aficioné mucho a él. Porque, si uno va a comer pan, come pan-pan. Del verdadero, esponjoso, suave, rico, rebosante de calorías. No ese sucedáneo casi dietético y exótico, ¿verdad?
De vuelta a Cuba, en el 2004, las constantes quejas de la población por la baja calidad y escaso peso del pan no me tocaban muy de cerca: para mí, que ni he fumado ni bebido jamás alcohol, tales lamentos eran como las protestas de fumadores y bebedores: otro mundo. Un universo paralelo, inclusive.
Aunque claro, no desdeñaba, de vez en cuando, un buen sándwich o hamburguesa. Aunque no fueran cubanos: ¡viva el internacionalismo culinario! Ni las pizzas, ese pan redondo, plano y fino, con tomate y de bordes duros y semiquemados. Aunque muchos cubanos la prefieran gruesa, blanda y flexible, chorreando grasa. Y, como los estadounidenses, digan que los italianos, que las inventaron, no saben nada de pizzas.
Poco a poco, tímidamente y carísimos, fueron volviendo a verse los panes exóticos. Trenzas de pan dulce y pan negro de centeno: lo mismo ruso, para comer con arenques salados o ziliotka, que en su versión alemana, el pumpernickel, algo más dulce.
Algunos panaderos inspirados crearon sus negocios particulares, ofreciendo especialidades selectas. Pero siempre podía acudirse a las panaderías, a comprarlo a peso, sin la libreta, o esperar al carrito que pregonaba “¡el pan!” cada caída de la tarde.
Todo iba bien, en fin, para el que tenía dinero. O al menos, eso parecía.
Entonces llegaron los cuatro jinetes del apocalipsis: covid-19, cuarentena, cero turismo y reordenamiento monetario. Y la efímera burbuja de aparente bienestar cubano, más que reventar, se evaporó bajo el azote del implacable sol de la realidad económica de una nación del Tercer Mundo dependiente sólo del turismo.
Los precios de todo empezaron a subir. Y no parece que esa tendencia vaya a cambiar, en un futuro cercano. Ni lejano. Con la inflación, la jaba de pan suave pasó, de aquellos 35 pesos que tanto nos parecían, a los actuales 300. Y va a seguir subiendo, se sabe.
Las panaderías mypimes que han abierto ofrecen especialidades que parecen pensadas más bien para el bolsillo de jeques árabes. El pan de la libreta también subió, de un medio, a un peso. Y ya se susurra, con tímido terror, de un próximo aumento a 5 pesos la pieza.
“¡Inaudito!”, dicen los viejos.
Peor aún; la harina está faltando. En algunas provincias, porque siempre la escasez castiga más a las zonas lejos de la capital (¿por ser la vitrina de la nación o por miedo a un nuevo 11 de julio de 2021?), ya llevan meses mezclando la vieja y confiable harina de trigo con extrañas recetas: de yuca, de boniato, de calabaza. Lo que genera sabores más bien exóticos. Y no precisamente en el buen sentido de la palabra.
Y ni aun así se puede garantizar el abastecimiento. En muchas comunidades, el pan llega, con suerte, dos o tres veces por semana. En otras, ni eso.
En casa, con mi madre y mi novia, somos tres en la libreta de abastecimiento. Lo que significa un total de 240 gramos de pan al día. Mi novia, obsesionada con la línea, no se come el suyo casi nunca. Y mi madre, a sus 86, si acaso, una exigua rebanada en el desayuno, con su café con leche. Y mejor no me pregunten lo que tengo qué hacer para garantizárselo, ¡esa es otra historia!
O sea, que, al menos en teoría, yo podría comerme unos 200 gramos de pan diarios. Lo que me convierte en todo un privilegiado. Y si además revelo que, a veces, como no devoro más de un pan diario, algunos se enmohecen y tengo que botarlos, sospecho que ya muchos me verían como todo un acaparador y enemigo de clase del sufrido proletariado.
Aun así, cada mañana, antes de irme para el gimnasio, agarro la jaba, la libreta y voy a buscar mis tres unidades de rigor. Porque nunca se sabe si mañana también habrá, y mejor prevenir entonces, ¿no?
Por supuesto, ya los dos turnos de vendedores de pan me conocen. No falto a esa cita ni aunque llueva o tenga mucho que hacer. Y confieso que me siento todo un cazador neolítico, alanceando victorioso el mamut que proveerá a toda mi tribu, cuando regreso a la cueva, digo, a casa, con mi botín. Aunque mi novia se burle y diga que debo, alguna vez, escribir la historia tragicómica y obsesiva de Yoss y el pan, del pan y Yoss.
Así que aquí está: una historia de tantos, tantísimos cubanos, que quiero concluir con un chiste de cuando aún vivía el Comandante en Jefe.
Una encuesta al azar, en plena calle:
PERIODISTA (oficialista y triunfal, claro, o no sería periodista). Buenos días, ciudadano: ¿qué nos puede contar sobre la situación en Cuba? ¿Avanza o no avanza el socialismo?
CUBANO (algo nervioso). ¿Eh? bueno, todo está bien. Nos desarrollamos, ya sabe. En realidad, el único problema, y eso, sólo de vez en cuando, es el pan…
PERIODISTA: Qué bueno oír eso. ¿Y de Fidel, qué nos puede decir, ciudadano?
CUBANO (emocionado) ¿De Fidel? ¡Compadre, pero si Fidel es un pan!
Y lo más curioso es que nadie ha actualizado el chiste con Miguel Díaz-Canel. Como para ponerse a pensar, ¿no?
El país de las últimas cosas
Por Paul Auster
A veces pienso que la muerte es lo único que logra conmovernos. Constituye nuestra forma de creación artística, nuestro único medio de expresión.