Gordos cubanos con guayabera

Como en cualquier parte del mundo, en Cuba, y desde siempre, ha habido gordos. 

No lo dirá en el diario de Colón, pero apuesto a que, cuando el Almirante encontró a los taínos y siboneyes, entre ellos también había algunos personajes pasaditos de peso. Y al carajo con el buen salvaje de J. J. Rousseau, tan integrado a la naturaleza que es perfecto, con dieta sana y vida saludable.

En todas partes cuecen habas, como dice el refrán. ¿Habas? Ah, sí, ¡frijoles! Disculpen si, como buen cubano, parezco un tanto obsesionado con la comida. Será que de veras lo estoy…

De aquellos indios gordos, probablemente, hasta sus amigos se burlaban, con apodos como Cobo o Caguama, animales más bien redonditos y lentos. Porque, al menos hasta que comenzó toda esta absurda movida de los wokes, que insisten, entre otras lindezas, en que no se llame “gordas” a las que le sobran algunas libras, sino, eufemística y no ofensivamente, “curvys”, en Cuba los gordos siempre han sido el blanco inevitable de toda clase de bromas y chistes. Al nivel de los tarrúos. Y no sólo en Cuba, claro.

Porque, en todo el planeta, el humor no suele ser políticamente correcto. Es, más bien, y como definía nuestro José Martí al clásico semanario británico Punch, un látigo rematado por cascabeles. Implacable. Sutil y enconado.

¿Mides 1,60 m y pesas 90 kg? Acéptalo: Estás gordo. Tienes sobrepeso. Y, si no te gusta que te lo digan o se rían de ti, la solución también es simple: ¡adelgaza! O múdate a una isla desierta. Pero no te victimices. No acuses a los demás de insensibles, por escupirte la verdad a la cara.

Porque, sí, lo son. Incluso, crueles. Pero los seres humanos históricamente hemos sido así y, me temo, lo seguiremos siendo por muchos siglos. Lo que hoy todos llaman bullying y denuncian, horrorizados, como súper traumático para las personalidades en formación, siempre se llamó cuero, en Cuba. Y casi todos lo sufrimos, alguna vez. Ya fuera por ser narizones, usar gafas, ser altos, bajitos, flacos, gordos, tener las orejas grandes, los dientes botáos. En fin, imperfectos y humanos.

Pero también se lo dimos a otros, por muy similares razones. Porque, donde las dan las toman. Por no quedarnos dados. Ciertamente, siempre hay alguien que se lo coge más a pecho, e hiper dramatiza. Y hasta se suicida, a veces, qué pena.

Guardemos un minuto de silencio por esos ganadores desconocidos del Premio Darwin, que se otorga a quienes mueren estúpidamente sin dejar descendencia, mejorando así el acervo genético humano. Porque, si el futuro del Homo sapiensson esas personalidades de cristal que interpretan toda crítica como un ataque, me temo que no será un futuro muy largo. En fin, y volviendo al grueso del asunto…

Está claro que no hay dos metabolismos iguales, y que hay quienes acumulan libras hasta de solo oler la comida. Mientras que otros son desdichadas víctimas de desarreglos hormonales o problemas tiroideos, pacientes del endocrinólogo. Pero, en general, ¡afrontémoslo!, el 90% de los gordos lo son porque quieren.

Da igual si, de niños, unos padres al viejo estilo, de esos que ante un bebé lleno de roscas hacen mohines y ñoñean “¡qué precioso!”, los embutieron de comida (¡porque la gordura es hermosura, ya saben!) para ensancharles sin piedad el estómago en pleno crecimiento, hasta que se podían zampar media vaca de una sentada. ¿Vaca? ¡Dichosos ellos!

Hay que recordar que, durante muchos años, en todo Occidente, al igual que todavía ocurre en algunas tribus africanas, el sobrepeso en un individuo indicaba bienestar económico, confiabilidad. Recuerden la vieja fábula del sobrio y el glotón. Y al clásico cerdo capitalista de tantas caricaturas de la izquierda.

Pero, interesante paradoja: ahora, los miembros de las élites financieras ya no suelen ser obesos: no solo pueden tragar cuanto quieran, sino todo lo bueno que quieran. Comer saludable, antes que atracarse. Ir a un restaurante de sushi o con menú mediterráneo, en vez de pedir cinco Big Macs en un McDonald, y luego beberse siete cervezas, para terminar con media tina de helado. 

¿Fiesta? Seguramente. La comida se disfruta, sí. ¿Sano? No tanto. Sobre todo, si no llevas un estilo de vida que te permita quemar todas esas calorías, luego. Semejantes desmanes metabólicos siempre dejan consecuencias. Y mucho tejido adiposo.

“Un minuto en la boca, toda la vida en los salvavidas”.

Habrá que buscar otros placeres, menos primarios que los de la ingesta. Porque, al llegar a adultos, cada uno es responsable de su propia apariencia. Y salud. 

Si le sobran libras, si le cuesta hasta inclinarse a atarse los cordones de los zapatos y hace años que no se puede ver los genitales sino en el espejo, si le falta el aire al subir escaleras, le duelen los arcos plantares de sostener su propia y voluminosa humanidad, ronca como un jabalí por la noche, y con solo pensar en correr o ejecutar cualquier otro ejercicio físico ya arriesga un principio de infarto, ¡mejor que opte por dieta y ejercicios! 

Y ya. Antes de que sea tarde. En lugar de culpabilizar a cualquier otra cosa que sus propios hábitos alimentarios. De apoltronarse y lloriquear porque les dicen “gordos” y las mujeres no los miran.

Aceptémoslo: la competencia sexual existe. Los más hermosos y atléticos tienen mayores probabilidades de encontrar pareja y dejar descendencia, por tanto, ¿no es justo? Seguro que no. ¿Y quién dijo que la evolución debía serlo? Darwin, no, desde luego.

Se plantea, por otro lado, que, al convertirnos en seres sociales, los humanos dejamos de ser esclavos de la selección natural. Que ahora lo único que importa es el cerebro, nuestra mayor baza en la competencia con otras especies. Y por eso pueden llegar a adultos y reproducirse miopes, diabéticos, etc.

Suena muy bien, en teoría. No obstante, ¿acaso es escrupulosamente cierto? No tanto; un genio enclenque podrá fascinar a una pareja con sus originales pensamientos; un millonario diabético, casarse con la más bella, encandilándola con su éxito económico, para muchos el más indiscutible indicador de una mente privilegiada. Pero, incluso así, ellas siempre mirarán al hermoso y atlético. 

No hay remedio, está genéticamente determinado que sea así. Un físico más saludable es indicativo de mejores genes, esos que toda hembra sueña trasmitir a su descendencia. ¡Y hay que cambiar eso!, dirán algunos progres extremistas, indignados. ¡Hacer que todos tengan las mismas posibilidades!

Les deseo buena suerte. Lo malo es que esa clase de cambios no se producen por decreto. Y lo digo desde la experiencia de haber vivido más de medio siglo en un país que se declaró socialista y quiso romper con todas las lacras del pasado capitalista.

Una nación en la que se intentó a toda costa crear al Hombre Nuevo. Al que no debía gustarle el rock en inglés, ni ser homosexual o religioso, sino usar el pelo corto, soñar con el trabajo voluntario y ser marxista, ateo y muy disciplinado. Para acatar todas las órdenes que vinieran de arriba, sin cuestionar nunca a sus sabios líderes democráticamente elegidos… 

Pero, ya ven cómo salió ese ¿bienintencionado? intento. Si algo logramos crear, en Cuba, fue a un fingidor: el Hipócrita Nuevo.

Si todos somos iguales, todavía algunos serán más iguales que otros, como tan bien escribió el visionario y cínico George Orwell, en su inmortal y sarcástica Animal Farm. Y, tras tantas generalidades y digresiones, vuelvo otra vez a los gordos.

Porque ahora toca hablar de nuestros dirigentes. Esa casta privilegiada cuyas abultadas barrigas apenas alcanzan ya a disimular las níveas guayaberas. Una prenda desde principios del siglo XX asociada a los politiqueros y que, tras 1959, pasó a ser emblema de burócratas y demagogos de la Nueva Clase.

Hasta el punto de que hoy la usan voluntariamente solo los diplomáticos extranjeros, felices de que sea tan de gala como el traje y la corbata, bastante inadecuados para nuestro clima tropical. Mucho más en versión femenina de vestido, portada por alguna que otra camarera de un restaurante ranchón de comida criolla, o por los sufridos modelos de algún diseñador empeñado en revitalizar a toda costa el gusto por la fresca prenda oriunda del Yayabo espirituano.

Paradójicamente, un gordo en guayabera no solo parece dos veces más gordo, sino que se vuelve, de modo automático, sospechoso de formar parte de la privilegiada Nomenklatura cuyos decretos y decisiones han ido hundiendo más y más al país, cada día.

En los ya lejanos 90, aquellos años duros del Período Especial, el obligado pedaleo en las pesadas bicicletas chinas que vinieron a sustituir el cada vez más escaso transporte público hizo adelgazar drásticamente a muchos, mal que les pesara. Lo que llevó a más de un ingenuo visitante extranjero a comentar lo atléticos que nos habíamos vuelto los cubanos y a alabar la preocupación de nuestro benévolo gobierno por nuestra salud física.

Pero luego llegó el turismo, la cosa mejoró algo, las bicis Forever y Flying Pigeon se rompieron, y las libras perdidas regresaron, en muchos casos, con ese conato de prosperidad que terminó en el 2020, tras el impacto de la Covid.19.

Ahora, de nuevo, buena parte del pueblo cubano está adelgazando rápidamente. ¿La causa? Digámosla, sin paños tibios: el hambre.

Lo que no se entiende es cómo, al igual que en aquellos 90, no se ha desatado otra epidemia de polineuritis y neuritis óptica, dos afecciones que, a despecho de que muchos de nuestros dirigentes quisieron presentar como virus introducidos por el malvado imperialismo para destruirnos, resultaron no ser más que una simple y dura avitaminosis, consecuencia de la falta de comida y de una dieta pobrísima.

Hoy los cubanos gastan casi todo lo que ganan, en sus a menudo varios empleos, en comprar alimentos, cada vez más caros. ¿Y cómo no van a serlo, si cada vez se siembra y cosecha menos? ¿Si de exportadores de azúcar pasamos a importadores? ¿Si dependemos de donaciones foráneas hasta para cubrir las necesidades básicas de la cada vez más raquítica Libreta de Abastecimiento?

Como el arroz, base indiscutible de la dieta cubana. Nuestra principal fuente de carbohidratos… y de nada más. Porque de la proteína, mejor ni hablar.

Hoy, a finales de 2025, ser gordo es nuevamente raro. Y más sospechoso que nunca. El exceso de libras, incluso si no llevas la guayabera del uniforme no oficial del gobierno, te marca como privilegiado. Alguien que cobra un sueldo excepcional, tiene familia en el extranjero que le envía remesas, o un negocio propio próspero: ¿casa de alquiler, restaurante, Mypime?

O sea, que no pasas trabajo. Que puedes comer lo que quieras y en cantidades, ¿quizás hasta la casi olvidada carne de cerdo?, que mucho sospecho que este fin de año también brillará por su ausencia en tantas mesas de familia cubanas. Que no tienes que esperar horas por los escasos ruteros, las Gazellas rusas, o las casi inexistentes guaguas. Ni caminar kilómetros y kilómetros bajo el implacable sol caribeño, sudando a mares y acabando con el cada vez más problemático calzado. O que tienes auto o moto propia, ¡aunque sean eléctricos! O dinero suficiente para subirse a los de alquiler, en su defecto.

Pero, en tales casos, a esos gordos les toca soportar miradas casi de odio de aquellos no tan afortunados.

Algunos me han confiado que piensan seriamente nada menos que en el canibalismo, al verlos. Como mismo pudieron pensar los delgadísimos judíos presos en Auschwitz, mirando a sus bien alimentados carceleros. Espero que no lleguemos a eso.

Hace poco, y es la anécdota que motivó estas páginas, mi esposa y yo coincidimos con uno de esos orondos y obesos personajes en un carro, rumbo a Playa.

Cuando nos subimos al auto de alquiler, en Coppelia, el hipopótamo humano tuvo que bajarse, resoplando y de mala gana, para que pudiésemos abordar. Luego, durante todo el trayecto, no dejaba de mirarnos, entre asombrado y molesto.

Y se me ocurre (¿serán puras fabulaciones de escritor?) que, simplemente, no entendía cómo dos personas con suficiente dinero para vestir más o menos bien, así como para pagarnos ese viaje, como imagino que debimos parecerle, ¡no estábamos gordos también!

Casi que me dieron de ganas de decirle, entre apenado y condescendiente: “Es que hacemos mucho ejercicio, bróder. Aunque, no te preocupes. Seguro que, si pudiéramos comer como tú, también engordábamos. Te envidiamos, vaya; eres nuestro ídolo”.

Pero me quedé callado.

No fuera a pensar que me estaba burlando de él.