La evitable muerte de Herminio Pérez

“Hay flores que duran 10 años.
Hay flores que duran 20 años.
Hay flores que duran 50 años.
Flores que duran hasta 60 años.
Esas flores son plásticas”.

Censo, David D Omni


Mi tío, Herminio Pérez, lo dio todo por la Revolución, hasta la vida. En realidad, si me da por ponerme específica, la Revolución le reventó la vida a patadasbut I’ll cross that bridge when I get there

Mi tío, coordinador general del Movimiento 26 de Julio en Güines durante la clandestinidad, alcalde del pueblo por un breve tiempo; mi tío Herminio, ese hombre bueno, cabal, fiel a la Revolución y fidelista por encima de todo, va a morir hoy una vez más. Herminio hoy, por primera vez, va a morir en letras.

Desde que conocí al muchacho escucho más música urbana que nunca. En las últimas semanas he quemado en un loopinfinito temas de Aldo, El B, El Enano, Bárbaro el Urbano Vargas… Con todos me explotan cosas por dentro. Con todos se me incendia el cerebro de ideas. Pero es Censo, de David D’Omni, la que tiene a mi Spotify onfaya por el queme que le he dado. La escucho ahora una vez más, “una última antes de irme al bar”, me miento. Sé que corro el riesgo de que el cora se me deshaga y, PUFFF, solo quede un charquito de sangre dentro de mi pecho de tanta verdad dolorosa, espinosa en esa letra.

“¿Y ahora tú eres rapera, mimi?”, me dice burlona desde la cocina la Juls, mi mejor amigo y compañero de piso. El intro partidor del Deivid llenando nuestro palomar en Lavapiés.

En Güines, ese pueblo de lo más gusano ubicado a 50 km al sur de La Habana, Herminio Pérez, mi tío para nada gusano, se seca el sudor del labio superior mientras termina de rellenar la primera fosforera de la jornada. Son las 12:45 p.m. de un día demasiado tranquilo, con una capa densa de vapor sofocando, nublando cada pensamiento.

Desde la sombra del portal de la bodega donde tiene su mesa, Herminio mira la calle que se pierde en una loma. Allá, en lo que se presiente como el final, el calor crea ríos imaginarios. Herminio se pierde en aquellos espejismos tropicales. A sus espaldas, el chirriar de los cierres de la bodega lo devuelve a la realidad de este lunes 6 de octubre de 2003. Es hora de volver a casa.

Mientras recoge su mesa, Herminio piensa en el plato de comida que ya Magaly, su mujer, tendrá listo cuando él llegue. Piensa en ella zancajeando todo el pueblo, trapicheando con los revendedores para poner algo decente en la mesa. Nada que hacer. Mejor no llenarse la cabeza de esos fantasmas.

¡Rrrrrrrrrrrrrrrrá! Mi mano empuja el cierre del bar, aún vacío, y pareciera que más bien me abro paso hacia el averno. El ruido agudo me deja medio sorda por un momento. “Fuck you, biatch!”. Digo a modo de saludo y el cierre me responde deslizándose unos milímetros hacia abajo. Wink-Wink, como un guiño.

Máquina de café: ON. Lavavajillas: ON. Tartas: out. Mientras bajo las sillas, sigue Censo haciendo un pary en mi cabeza y mis entrañas: “Su enemigo pone comida en su plato. Él lo sabe, su ideal se ha manchado y suspira porque no es un hombre malo y se hace el ciego y se lava las manos”. 


Arreglo los claveles de las mesas y siento que hay alguna pieza rota dentro de mí. Como una de esas cajitas de música a las que se les suelta algo por dentro y una las sacude y se escucha la pieza dando el berro entre las otras piezas, así estoy yo. Serán los claveles (Carneichons ininglich) que me hacen volver al pensamiento de la muerte.

Un montón de monedas plateadas de acabado barato y valor ultralocal brillan sobre la mano agrietada de mi tío. Las monedas suman $1,45. Ya las ha contado unas tres veces. Alza la vista: $1,80 relee en un cartel que asoma del anaquel bien surtido de ramos de flores plásticas. Una mancha multicolor, fosforescente, derritiéndose ante los ojos de mi tío.

“También tenemos estas más baraticas, alcalde”. El dependiente señala unas rosas de tela encerradas en una cápsula de cristal. Herminio piensa en el azul de los ojos de Magaly cuando llegue a casa con esa belleza.

Una rosa turquesa encapsulada baila entre las manos de mi tío que, de tan ligero, apenas siente la acera llena de huecos. Ni siquiera los cinco pisos sin ascensor que le esperan consiguen oscurecer esta felicidad de color ambivalente.

Mie., 6 de octubre, leo en la esquina superior izquierda de mi cell. Algo así como un frío me recorre la columna vertebral. Scrolleo en mi WhatsApp en lo que voy contando la caja de ayer. “Guapa, hay que seguirse vien…”. “Buenos días, rizos!”. “Mija, ¿Viste lo de Alma Mat…”. “???”.  La noche de anoche se desborda en una resaca de mensajes que no abro. Hoy prefiero los titulares a las noticias. 

Al llegar al edificio de microbrigada donde vive desde siempre, Herminio Pérez pierde la ligereza. El malestar de los días anteriores vuelve a bloquearle el paso en forma de bicitaxi atravesado en la entrada del “solar vertical”, como le gusta llamarle. Herminio sortea el bicitaxi con dificultad hasta llegar a la primera puerta de la derecha. Cuando está a punto de tocar, recuerda la última amenaza y decide cambiar de estrategia.

Herminio vuelve sobre sus pasos, de regreso a la bodega. Una vez en la esquina, cruza la calle. A la entrada de la estación varios policías jóvenes lo saludan como el que saluda al abuelo que le trae galleticas y caramelos todos los domingos. Herminio se detiene en la entrada de la estación. No entiende por qué esta agitación, este susto. La rosa azul-ambiguo aún entre sus manos, brillando.

“Una rosa azul-indeciso brillando, bailando, entre las manos de mi tío”, escribo en las notas del cell, los codos apoyados en la barra. Los cierres echados aún. Solo el de la entrada, a medio abrir, me regala algo del sol del final de la tarde. De pronto todo se ordena en mi cabeza. Memoria desbloqueada de la muerte de mi tío. Logro ver al hombre aquel dueño del bicitaxi. Ese hombre joven, machango informante de la policía, entrando en la estación. Un tren de furia. Mi tío haciendo su denuncia aún, “algo habrá que hacer, oficial. Todos los vecinos han venido a mí a quejarse de que no pueden pasar. Todos. Y ya van semanas y yo he tratado de hablar con él, pero él no entiende. Por lo menos aconséjenlo ustedes que lo conocen, una advertencia y ya, nada que le joda la vida…”. 

Aquel tren de furia, ese hombre, arremete contra mi tío que se cae, que no puede, aunque lo intenta, sostenerla, y la rosa cae al suelo, también, rompiéndose en mil trocitos de dolor.

La rosa azul perdiendo toda esencia de rosa azul contra el piso de la estación es todo lo que alcanza a ver, desde el suelo pegajoso, mi tío. Lo azul-verdoso. Los ojos de Magaly. Esos ojos. Lo azul. 


La imagen se va por corte con la primera patada en el estómago. Y toma otra y toma veinte y pierde la cuenta. Mi tío de 72 años colapsa ahí frente a la mirada cómplice de todos los policías que no tienen la humanidad ni de llevarlo al hospital en una de sus patrullas.

Casi a rastras, mi tío por las calles del pueblo. Pedazos de vidrio de la rosa encapsulada, estallada, haciendo surcos de sangre en sus manos. Con el dolor del mundo paseándose por sus tripas llega Herminio Pérez al hospital. Allí, a pesar de la insistencia en los golpes, a pesar del dolor perrísimo, el médico de turno, sin hacerle examen alguno, sin una placa, le manda una pastillita para los nervios y a casa.

La mancha de sol en el suelo terracota del bar se me antoja igual a la que vio caer muerto a mi tío tres días después en la sala de su casa. Tres días y una hemorragia interna después, Herminio Pérez fue a morir en una mancha de sol ante los ojos azul-confuso de Magaly.

Miro el cierre de la entrada a media asta, como en duelo. Hoy los mojitos pueden esperar, los fukin cafés irlandeses, todas las modernas de Malasaña en pleno pueden esperar por mí hoy. Hago click en el play de Spotify. Una vez más dejo que corra la magia del Deivid. Mi corazón, como el de mi tío, se deshace en su caja. 




Censo, David D Omni


© Imagen de portada: Yimit.




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Más julios y menos eneros

Anthony Bubaire

Por primera vez, el pueblo expresa su sentir, sin otra convocatoria que la de la tristeza, la desesperación, el terror y el horror que cada cubano nacido después del 59 ha tenido que experimentar.