Los jardines colgantes de Habanilonia



Entre las siete maravillas del Mundo Antiguo se contaban los jardines colgantes de Babilonia. Construidos por el rey Nabucodonosor (sí; ese mismo que, según la Biblia, luego se volvió loco y acabó comiendo hierba) para solaz de una de sus esposas, oriunda de tierras selváticas, muy distintas a la plana llanura entre el Tigris y el Éufrates.

Fue todo un desafío, supongo. Miles de obreros transportaron toneladas de tierra fértil a lo más alto de los edificios de la ciudad principal de Mesopotamia, mientras los mejores ingenieros del momento construían un complejo y eficaz sistema de irrigación, para elevar toda el agua que necesitaban aquellos frondosos árboles, pues el entorno en que se le quería hacer crecer era mucho más árido que su suelo nativo.

Por suerte o por desgracia, en Cuba, país tropical que sólo conoce dos estaciones, la de seca y la de lluvia, no tenemos ese problema.

Y así, mientras que la maravilla babilónica, como todas las demás del septeto, excepto las pirámides de Egipto, desaparecería relativamente pronto, erosionada por la escofina implacable de los siglos y las guerras, en La Habana de hoy florecen jardines muy similares.

Sólo que, en nuestras latitudes, tales maravillas botánicas son hijas del descuido y la desidia, que no del esfuerzo mancomunado o la mano de obra esclava.

Hoy, en la capital cubana, los jardines colgantes de Habanilonia adornan decenas de casas y edificios abandonados pero que, sin embargo, no hay recursos para derruir.

La facilidad con la que árboles de algunas especies locales, como los álamos o las yagrumas, arraigan y crecen casi en cualquier lado, no constituye sólo un canto al poder generativo de la naturaleza, sino también un baldón: la clara evidencia de la falta de mantenimiento y el desinterés oficial, ambos devenidos crónicos, en nuestra Isla.

Una pincelada de historia: poco después del 1º de enero de 1959, la Reforma Urbana eliminó de un plumazo a toda los propietarios de inmuebles, indemnizándolos con sumas irrisorias por la expropiación de sus apartamentos y mansiones de alquiler.

Se decretó que nadie podía poseer más de dos casas, a lo sumo: una en la ciudad, otra en la playa. Y que todos los edificios grandes (museos, cines, centros de trabajo) serían propiedad colectiva del Estado. Porque, ¡aplausos!, todos los cubanos íbamos a ser iguales, y en la nueva utopía no estaba bien que unos pocos tuvieran tanto y todos los demás, tan poco.

Las revoluciones socialistas suelen ser geniales, a la hora de repartir equitativamente la “riqueza mal habida” de los capitalistas destronados. Aunque, lamentablemente, no lo sean tanto, a la hora de crear nuevos bienes.

Pero ese sería el tema para otra disquisición. Lo mismo que lo que sucede, a la larga, con las buenas intenciones de la justicia social, cuando chocan con la cruda Realpolitik.

Al principio, todos aclamaban la nueva medida. Incluso, tras algunos años pagando las casas, la mayoría de los cubanos terminamos siendo dueños de las moradas en las que vivíamos.

De hecho, muchos de los antiguos sirvientes de esos altivos señores burgueses que dejaron la Isla en los primeros tiempos, confiando en que volverían pronto, cuando Fidel fracasara, se convirtieron a su vez en orondos propietarios de admirables casonas, cuando a los 60 los sucedieron los 70 y los 80, sin que nada de lo que habían profetizado ocurriera. Porque la Revolución sigue aquí.

Por otro lado, se construyeron miles de nuevas viviendas: barrios como La Habana del Este, el reparto Bahía, Alamar y otros similares, por toda la Isla, se poblaron de bloques de edificios construidos por las célebres microbrigadas: grupos de entusiastas no profesionales, según planos muy simples y al peor estilo soviético.

Eran inmuebles cuadrados y casi todos de cinco plantas, para poder prescindir de los ascensores. Se suponía que iban a ser una solución temporal; apenas ciudades dormitorios. Por eso, en muchas de las flamantes barriadas de clones de concreto apenas si se invirtió en infraestructura: el mínimo de cines, Casas de Cultura, cafeterías.

Lo importante era dar alojo a toda la joven masa de trabajadores que iban a construir el socialismo. El que, a la larga, no se construyó. Por el contrario, cayó el Muro de Berlín y llegó el Período Especial, cuyo fin, como no me canso de recordar, nunca ha sido oficialmente anunciado, hasta ahora.

Tuvimos que apretarnos el cinturón. Y, por supuesto, mientras en el Berlín unificado de la nueva Alemania se demolían manzanas y manzanas de los horribles bloques de estilo socialista, aquí no pudimos darnos el lujo de semejante borrón y cuenta nueva urbanístico. Porque cada casa valía su peso en oro. Hasta las más feas.

Es curioso cómo, en el socialismo, demasiado a menudo, lo pensado como transitorio acaba siendo tristemente definitivo.

Lo malo de una sociedad donde casi cada ciudadano es dueño de su casa es que, en realidad, nadie se responsabiliza por las áreas comunes. Y si triste es que la mayoría de las familias carezcan de recursos para arreglar los techos en mal estado de su apartamento, porque los salarios sumados de sus miembros apenas les alcanzan para vivir, entonces, ¿cómo calificar el hecho de que el Estado, propietario del edificio, en que dicho apartamento se encuentra, tampoco pueda ocuparse de dar mantenimiento al inmueble en general?

Lo que es de todos, una vez más, acaba siendo de nadie. De lo que nadie se ocupa.

Pero la entropía no perdona. Sin pintarlas, sin darles periódicamente el indispensable mantenimiento, las paredes pronto se ensucian, se manchan, se agrietan y, al final, se caen. Otro tanto ocurre con los techos, con todo.

Los impotentes profesionales de Arquitectura y Urbanismo se enfrascan en discusiones bizantinas sobre la mejor manera de demolerlos. ¿Con explosivos? ¡Ni hablar! ¿Y si algunos creen que es terrorismo, como aún piensan tantos del misterioso desastre del Hotel Saratoga?

¿Con la clásica bola de hierro colgando de su cadena, al extremo del brazo de la excavadora (preferiblemente, sin Miley Cirus desnuda subida encima)?

La capital se va poblando de hoteles cinco estrellas vacíos y lujosas inmobiliarias (que en Cuba no son empresas gestoras de inmuebles, sino apartamentos para extranjeros: somos únicos redefiniendo conceptos, ya se sabe) igual de desocupadas, mientras los esqueletos de tantos edificios venidos a menos se convierten en enormes macetas.

Sol, lluvia y desidia: la receta ideal para que la exuberante flora insular demuestre una y otra vez sus asombrosas capacidades adaptativas. Y aquí no funciona el simplemente mirar a otro lado y esperar a que los problemas se resuelvan solos.

Bien que, siguiendo la filosofía popular de “la cáscara guarda al palo” no faltan algunos que porfíen que las raíces de los pintorescos jardines colgantes de Habanilonia ayudan a sostener a los inmuebles. Cuando, en realidad, en otra versión del fenómeno que los arquitectos conocen como “estática milagrosa”, estos pintorescos, pero oportunistas vegetales, lo que hacen es acelerar notablemente el colapso de los edificios sobre los que se les permite medrar impunemente. Hasta que un día, por lo general tras un aguacero, ¡kaboom! Desplome total.

Entonces, si había algunos infelices malviviendo en las ruinas previamente declaradas inhabitables, ¡casi siempre pobres inmigrantes de las provincias más orientales, que no encontraron otra solución para permanecer en La Habana!, llegan las dolidas notas de prensa, las lamentaciones oficiales por las vidas perdidas, las caras largas en los informativos de la TV, y se buscan culpables a toda costa. Sólo para que el chivo expiatorio acabe siendo, como siempre, el totí.

O sea, el bloqueo norteamericano.

¿Por qué los fitófobos de Comunales, esas Brigadas de Odiadores de Árboles con poder, que confunden podar con desmochar por completo, y que cuando amenaza ciclón se dan gusto talando decenas de ramas que no necesitan ser cortadas, no se ocupan un poco más de todas esas que crecen sobre los inmuebles en mal estado? Sobre todo, cuando no hay huracanes a la vista, y aunque sea para practicar.

¿Será acaso que alguien, en las altas esferas, encuentra simpáticos a los jardines colgantes de Habanilonia?

¿Quién sabe? ¿Quién puede entender cómo piensa nuestro querido gobierno?

Al menos, esos vegetales aéreos resultan una tentación visual irresistible para cuanto turista con cámara fotográfica o iPhone pasa a su lado, mira hacia arriba, y las descubre, boquiabierto: ¡auténticas junglas, en plena ciudad! Fascinante esta Cuba, surrealismo puro.

O quizás sea que el Consejo de Estado sólo está preparando una gran exposición con todas esas instantáneas. Y cualquier día nos sorprenda, inaugurándola, por ejemplo, en las solemnes salas del memorial José Martí, en los bajos del obelisco de la Plaza de la Revolución. Allí donde, por supuesto, no se permite que crezca ni un gajito fuera de lugar. ¡Faltaría más!





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No me harán escuchar a Bad Bunny

Yoss

A veces, el socialismo parece ser sólo una larga lista de todo lo que no puede hacerse.