Matemáticas de la precariedad



Mucha gente proclama que no les gustan las matemáticas. 

Con orgullo ilógico y casi asnal, se ufanan de no necesitar ni entender ni el cálculo diferencial ni la geometría analítica. Como si esa confesa ignorancia los volviera personas más auténticas y sinceras, mejores cuanto más alejadas de esos extraños brujos que manejan abstracciones tan esotéricas como la teoría de conjuntos y el teorema de la incompletitud de Gödel.

Cierto que muchos matemáticos no ayudan: con altanero espíritu de élite, cada vez que tienen ocasión declaran que su disciplina no describe estrictamente la realidad. 

En la realidad no existen absurdos tales como los números deslizantes, entre los que 2 más 2 es 4 sólo como un caso más, entre otras muchas posibles soluciones. Con lo que, supongo, pretenden envolver su campo de estudio en un manto de misterio todavía más oscuro y tupido que el que, para la mayoría de los mortales, ya lo arropa.

Allá ellos…

Sin embargo, incluso los que no entienden el teorema de Pitágoras o la trascendencia del número Pi reverencian la rama más “mundana” de esta ciencia: la aritmética.

Pues, aunque los vendedores y analistas puedan hacer hábil uso de la estadística, con su media y mediana (que ¡cuidado! no son lo mismo) sin duda alguna el campo en el que mejor se mueve el ciudadano común son las cuatro operaciones básicas. O cinco, si se incluye, además, la más básica y no por ello menos importante: contar.

Pues todos contamos y sacamos cuentas, y hasta alardeamos de hacerlo rápida y exactamente… cuando se trata de dinero.

¡Ah, el vil metal! Aunque ya casi ninguna moneda del mundo siga basándose en el viejo y confiable patrón oro… empezando por el peso cubano ¡y ay del que se crea todavía eso que dicen nuestros billetes!

Todos aspiramos a sumar y multiplicar el contenido de nuestras billeteras, y sólo aceptamos restarlo y dividirlo a regañadientes.

Por cierto, ¿ha notado alguien lo obsoletas que se han quedado las billeteras cubanas en estos tiempos? Y, desgraciadamente, no porque la bancarización haya logrado su tan proclamado objetivo: reducir el circulante en aras de una cada día más completa digitalización de las operaciones. Sino, sobre todo, porque, diseñadas para tiempos en que nuestra moneda valía bastante más que ahora, en estos días parecen las ropas de alguien que hubiera engordado de golpe muchos kilos: simplemente, ya no logran contenerlo.

Se le llame inflación, hiperinflación o estanflación, lo cierto es que el dinero de los cubanos vale cada vez menos. Los salarios se han estancado desde hace años y, sin embargo, los precios no paran de subir. Hay quien dice que vivimos en el peor de ambos mundos: con los sueldos del socialismo, pero los costos de la vida del capitalismo.

Lo más irónico es que, con el auge de las Mypimes (esos miniconsorcios privados que, en su mayoría, se limitan a importar de dondequiera que les vendan al contado los mismos productos que la gestión estatal, a quien nadie ofrece crédito), en la Cuba de hoy se ven toda clase de artículos y de casi todas las marcas. 

Parece Jauja. Hay de todo y para elegir. Y sólo un problema: que la aplastante mayoría de los cubanos no puede pagarlo.

Quizás valga la pena sacar algunas cuentas.

Por ejemplo: la pensión de mi madre, fallecida a sus 87 años el pasado diciembre, y que fuera actriz de teatro y dentista durante décadas, ascendía, ¡eh, es una figura retórica! (¿se puede decir “descendía”?) a 1700 pesos.

Y no era de las más bajas, que conste.

Parecería una suma apropiada, a primera vista, si se considera que, desde finales de los 70, “la pura” era propietaria del apartamento en que vivía, como siguió siéndolo de los dos por los que permutó, sucesivamente, y ampliándose cada vez. Así que nada de pagar alquiler.

Súmesele que los costos de la electricidad, el agua, el teléfono fijo y el gas que pagaba rara vez pasaban, todos sumados, de 300 pesos. ¡Así de austera era mi progenitora! ¡Ni aire acondicionado quiso tener nunca! Servicios subsidiados, es el término clave. Un auténtico regalo de un Estado generoso a sus fieles y honestos ciudadanos.

Pero, a partir de ahí, la cuenta se complica. Y de qué manera. 

Los “mandados”, esos comestibles y suministros básicos vendidos por la nunca bien ponderada Libreta de Abastecimientos (cada vez más escueta en su oferta asignada, y que ya nuestros preclaros y sacrificados dirigentes han anunciado que desaparecerá pronto, ¡horror!), costaba casi el doble comprarlos, cada vez. O sea, unos 600 pesos. 

Y eso que no “sacábamos” nunca los cigarros, o los regalábamos a alguna vecina: en mi familia, excepción hecha de mi padre, ninguno ha fumado nunca. 

Súmense esos 600 a los 300 anteriores, y ya vamos por 900.

Entonces, cada mes le quedaban, a la buena autora de mis días, unos 800 pesos… para todo lo demás. 

Por ejemplo, transporte. El público sigue siendo barato, en teoría: las guaguas, aunque hayan quintuplicado su precio, incluso ahora cuestan sólo 2 pesos. Podría haber tomado unas 400 cada mes. ¡Más de 10 al día! 

Y nadie se mueve tanto… Sobre todo, porque la frecuencia de los ómnibus, como lógica consecuencia de su cantidad cada vez menor, se ha vuelto patética. Hay rutas que tienen uno o dos carros… y ya. 

Como resultado, según la capitalista e inexorable ley de la oferta y la demanda, los transportistas privados han incrementado también sus precios: un viaje en almendrón dentro del Vedado cuesta, mínimo, 100 pesos.

Oh, la cosa se complica: imposible, entonces, hacer más de cuatro viajes de ida y vuelta al mes. Hay que caminar…

Quizás por eso era que mi madre, en sus últimos años, apenas caminaba. Y tampoco salía. ¿O sería sólo por sus piernas, cada vez más débiles?

Eh, ¿y lo demás? ¿Ropa, zapatos, bombillos para las lámparas de la casa? ¿Libros, que tan baratos fueron durante tantos años en la mayor de las Antillas, conformando un pueblo culto y bien informado? ¿Salir a un restaurante a comer, comprar un cake para celebrar un cumpleaños? ¿Comida para un perrito o una cotorra que alegren la vida?

Imposible. La cuenta no da.

El precio del más simple y humilde plato fuerte, en los pocos restaurantes que le quedan al Estado funcionando, rara vez baja de los 700 pesos. Una visita a tal establecimiento desbalancearía inevitablemente el presupuesto del mes del cubano promedio.

Y si se trata de paladares o restaurantes privados, resulta aún peor: hay muchos platos, como la langosta, que cuestan más de lo que cobraba al mes mi querida mamá.

Visitar las tiendas es aún más desolador: un par de zapatos no baja de 3000 pesos. ¡Tendría que comprarse un mes el derecho y al mes siguiente el izquierdo! La camiseta o top de mujer más simple: 1500 pesos.

Y caer enfermo… Uh, pesadilla. Muchos médicos, de forma más o menos explícita, hoy exigen regalos para prestar el servicio que en teoría debería ser gratis. ¿Y quién puede culparlos? La cosa está dura, la jugada esta apretada.

Las medicinas ¿por culpa del bloqueo? también escasean. Pero se pueden encontrar en las redes: 1800 pesos, un tubo de pomada Aciclovir.

O sea, que no ya las pensiones de quienes dejaron atrás la edad laboral, oreciendo sus mejores años a la misma ingrata Revolución que ahora los deja desamparados, sino ni siquiera los sueldos de los que aún trabajan activamente bastan para vivir. 

Demostrarlo es fácil. Pura aritmética. Mi novia, diseñadora en un centro de estudios oficial, cobra 4000 al mes. Los profesores, médicos y policías, tal vez el doble de eso. Y sigue sin alcanzar.

¿Conclusión? Hoy es imposible vivir con un salario del Estado. Por eso son cada vez más los cubanos que se multiplican y/o dividen entre varios empleos o contratas. Ventajas del teletrabajo y el horario abierto, cada vez más populares desde la pandemia y el confinamiento. Don de la ubicuidad laboral en acción. 

Digamos que alguien tiene tres empleos. Lo que, en el mejor de los casos, significa unos 30000 pesos al mes. ¿Mucho dinero? ¡Qué va!

A la tasa extraoficial de El Toque y los avispados cambistas callejeros, ¡mejor ni acercarse a las CADECAS!, eso equivale apenas a unos 100 dólares. Una suma exorbitante, parece. Pero que a duras penas si alcanza para que una persona sobreviva un mes. Y eso, sin permitirse ninguna clase de lujos, sino autolimitándose con una austeridad casi de faquir: nada de jamón o queso (¡cuestan 650 la libra!) ni de yogurt o leche (¡350 el “pepino” de litro y medio!). 

¿Perfumes? ¿desodorantes? ¿champú? Por supuesto, nunca ha sido más variada la oferta. Tanto los particulares como las antiguas tiendas en divisas, ahora reducidas al MLC, tienen de todo eso.

Pero, ¿cómo accede un cubano a esa envidiable Moneda Libremente Convertible? ¿O a los dólares, lo único que se admite en sitios como el recientemente abierto súper mercado Mar Afuera, de 3ra y 70, donde, dado que ¡supremo absurdo! se les prohíbe entregar la misma moneda en la que cobran, le dan el vuelto… ¡en caramelos!?

Si no se trabaja para una embajada o firma foránea, directamente con el turismo internacional, o se viaja periódicamente fuera de la Isla, regresando con las codiciadas divisas, si no se tiene la suerte de estar casado con un ciudadano de otro país, ni se posee una boyante Mypime, paladar o casa de alquiler, sólo queda un medio: hace falta FE. Pero no en Dios o en Obbatalá. Me refiero a Familia en el Extranjero. 

O sea, a un miembro del núcleo familiar que, emigrado hace años, envíe remesas cada cierto tiempo para ayudar económicamente a sus parientes, aún rehenes del fracaso de ese utópico experimento social que nuestros líderes se empeñan en seguir calificando de socialismo, aunque cada vez tenga más de la ley de la selva capitalista.

Porque, sin acceso a la divisa, sin remesas, sin esposo extranjero, sin negocios… la cuenta no da. Cada cubano lo sabe.

Pero nuestros líderes siguen empeñados en negar las matemáticas. En hacernos mirar a otro lado, para no sacar la cuenta de que, en los últimos tres años, cada vez más gente abandona o sueña con abandonar el país. Un empeño que ya no es la fiebre del tigre, sino puro instinto de supervivencia: como el de las ratas que abandonan el barco que se hunde.

Y a todos esos gordos del Consejo de Ministros, ensoberbecidos en su retórica añeja, les debe encantar ese símil. Mientras ganan libras y reciben módulos de comestibles selectos y otros privilegios (¡porque todos seremos iguales, pero algunos sin duda son más iguales que otros!), disfrutan llenándose la boca con consignas de sacrificio, de todo o nada, de resistencia a toda costa y luchar hasta el último hombre. 

Estilo Sagunto y Numancia… O, más bien, Tortoló en Granada. 

Ah, la maldita memoria: ¿alguien recuerda todavía cómo nuestra TV, en 1983, proclamó que los últimos seis cubanos se habían inmolado abrazados a nuestra enseña patria, sin rendirse ante la invasión yanqui. ¿Y cómo luego mostró las decenas de sobrevivientes que bajaban del avión, cargados con los televisores, grabadoras y otros bienes comprados con los salarios merecidos durante su trabajo, construyendo aquel aeropuerto de la islita angloparlante caribeña? 

Aquella vez, la cuenta tampoco daba, pero nos dijeron que eran detalles. Y nos lo creímos, o fingimos creerlo. O tuvimos que hacer como que lo creíamos. Da igual.

Ahora, más de cuatro décadas después, la credulidad del pueblo cubano ya no es tan grande. Estamos saturados de mentiras y demagogia. Cansados de sacrificios que no mejoran nada. Al menos, no para nosotros. 

Estamos hasta las narices de que las cosas cada vez estén peor, pese a tanta noticia de optimismo triunfalista. Hastiados de esta precariedad que crece día a día, tan distinta del paraíso de abundancia socialista que Fidel prometía y que sus desangelados herederos siguen esgrimiendo, como la zanahoria mustia ante el hocico del asno agotado.

Los cubanos sabemos sacar cuentas, sí. Mas ellos tienen las armas. Han reformado la Constitución, para que sea delito oponérseles e ilegal cualquier intento de cambio. Mala cosa. Una ecuación difícil de resolver.

Pero no hay mal que dure 100 años, ni pueblo que lo resista. La URSS languideció largamente hasta que, a los 74 años de aquel octubre convulso en Petrogrado, Gorbachov tuvo que admitir públicamente que la cuenta tampoco daba y eran necesarios cambios. Perestroika, glasnost y adiós soviets, CAME y Pacto de Varsovia. Le doliera al que le doliera. 

China y Corea del Norte, con sus propios modelos de socialismo, quizás económicamente más abiertos, pero igual de asfixiantes y represivos en el ámbito de la política interior, están en la brecha desde 1945. O sea, cumplen 80 en este 2025. Pero ya se sabe que las cosas en Asia funcionan distintas, más verticales.

Lo cierto es que, muy eficiente a la hora de redistribuir la riqueza previamente creada, pero no tanto a la hora de crear la nueva, el socialismo en Cuba es un indiscutible fracaso económico hoy por hoy. 

Ni siquiera nos queda el consuelo simbólico de la salud pública y la educación gratuitas: ya no funcionan, en realidad. Colapsaron, aunque todavía no sea oficial. 

Enfermarse en Cuba hoy es ruinoso. Y sólo los hijos de la familias privilegiadas y pudientes pueden afrontar los gastos de la educación universitaria, que sigue siendo gratis. Sólo que la comida, los viajes, las laptops, las impresiones sí cuestan, y mucho. Cada vez más.

Un título no es para todos. Ni todos lo aprecian, tampoco. Porque no da dinero de por sí. No como vender pizzas, o tener una Mypime…

¿Entonces? ¿A qué resultado llevan estas matemáticas de la precariedad? De momento, a la fuga masiva. Aunque cueste miles de dólares y ahora Trump amenace con no admitir ni a un cubano más, entre a USA por donde entre. 

Tampoco nadie quiere, por manifestarse contra la situación actual, pasar preso 10 años. O hasta que lo canjeen por alguna migaja política para el mismo astuto gobierno que lo metió entre rejas. Es fácil sacar la cuenta de que Otaola y otros que quieren ver la Isla arder están muy seguros, a 90 millas de distancia, mientras exhortan a los que estamos aquí a poner el muerto para luego recoger ellos los frutos.

Igual la aritmética es inexorable. Tarde o temprano, todos, dentro y fuera, acabarán sacando una misma cuenta: si unos pocos hacen infelices a muchos, esos pocos sobran.

LQQD: esto era Lo Que Queríamos Demostrar.





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