Calle Rimbaud

1.

El exilio es mi calle Rimbaud y es la imposibilidad de recuperar nada. De alguna manera, me provoca un asiento de silencios, un enmudecer. Me he ido llenando de libros y aparatos. Pero me ha vuelto a su manera mudo. O lo fui durante años, poco antes de salir de la Isla. Ahora soy un hombre libre, pero mudo. Un mudo acaso bilingüe. Un hombre que en silencio maneja por unas carreteras entre montañas que me reciben como intactas, desde un mutismo de noche ancestral. Por laderas y colinas, todo ruido parece provenir de un astro cavernoso y húmedo. Y la mudez es un desaparecer. Así, el exilio es mi otra fatalité, es mi desierto y su oasis, la culminación de todos mis viajes.

Mi calle Rimbaud no es aquella de la que pueda tener alguna memoria. No me trae de la infancia ni me lleva a ella. No es una que yo pueda archivar o volver a trazar. No me lleva a la escuela ni me regresa a tiempo para un almuerzo familiar. Cuando miro atrás no queda sino el deseo de no pertenecer. De modo que mi exilio son ahora estas montañas de Arkansas entre cuyas laderas pastan las vacas y acaso yacen los restos de algún héroe confederado. ¿O deberé decir antihéroe por puro acomodo de la corrección política?

2.

En el reverso de una señal de tráfico, en pleno campus, la siguiente inscripción: “Banished men should never speak their native tongue”. La obligación de expresarnos en otra lengua nos recuerda que no pertenecemos, que somos parte de un afuera, que estamos de paso aunque se adquieran los permisos, los nuevos pasaportes y hasta el dominio de esa lengua ajena. Vila-Matas, para definir su calle Rimbaud, empieza citando a Kafka y rápido se le cruza la “secreta granada salvaje” de Lezama con aquel verso de Rimbaud, “tiene que ser el fin del mundo si avanzamos”, que el propio Lezama menciona en traducción quizás menos exacta pero más iluminadora. Francés, alemán, castellano.

Así, la calle Rimbaud no es más paisaje, mapa de ciudades y ruinas, sino idioma propio, uno en el que descifrar un trayecto que comienza en un pequeño pueblo de autos y trenes que pasan siempre hacia otro destino, y acaba en cualquier lugar donde la lengua puede llegar a ser negada, también desterrada, a su modo formando parte de la caverna del exiliado. Entonces, Cioran: “Son mis defectos de elocución, mis balbuceos, mi manera entrecortada de hablar, mi arte de farfullar, es mi voz y mis erres de la otra punta de Europa lo que me ha empujado, por reacción, a cuidar un poco lo que escribo y a hacerme más o menos digno de un idioma que maltrato cada vez que abro la boca”.

3.

Trato de situarme en el lugar de un cubano que una noche prendió su televisor y vio al presidente de Estados Unidos sentado con humoristas no “a la mesa del café” piñeriana, sino en una mesa de dominó, chapurreando palabras de un idioma ajeno, extraño por muchas razones. La democracia y su soporte, el lenguaje, como baratijas, como espectáculos low cost. Así, la política reivindica apenas un modo de reír en el país de los gobernantes más rígidos y adustos. Si Obama pone a reír cubanos en un programa humorístico, ¿cómo no va el régimen cubano a devolver el guante mandando aparatchicks a pasear por la calle 8 de un Miami irreconocible y por eso mismo menos nuestro?

Miami no es más la capital del norte cubiche, eso hemos querido creer por años. Miami es una ciudad desprendida de todo centro y asidero: cada vez menos cubana, menos americana, menos diferente. ¿No es ese uno de los “territorios de la experiencia” que Said antepone a los que el imaginario de una literatura exiliada delineó? ¿Dónde han quedado las tensiones inherentes a la condición exiliada? Miami nos sitúa en un punto de nuestra realidad que nos aterra porque nos descubre, nos revela tal cual somos: nuestra norma no es Martí, sino Heredia, esto es, lo herédico, aspirar al perdón del poderoso para poder medrar o regresar, la negociación ya como negación de toda tensión, de todo exilio.