Oír, o intentar oír, la segunda de Mahler mientras el vecino avienta el reguetón de moda.
Percibir como el silencio que da paso al majestuoso coro del final, se llena con las sílabas impronunciables de Benito…, el muchachón puertorriqueño al que las chicas adoran como a un Rimbaud sacado de ultratumba.
El Conejito Malo que me jode la sinfonía con sus acostumbradas diatribas.
Analizar las rimas consonantes de Benito, abruptamente encabalgas para sugerir lo obsceno, en tanto que las asonantes se deslizan por mi oído interior, lubricándolo para asestar la palabrota eficaz, como fuga punzante en la libido.
Seguramente a Gustav le llovían los envidiosos en la Viena decimonónica, pero la explicitud es un sello de estilo que identifica al nuevo género. Bad Bunny, babies.
Vestir el Supreme que te hará supremo, una marca que lleva tantos años en el mercado como yo sobre la tierra. Así que llevo el jersey en la lectura de esta tarde.
El blanco sobre el rojo te da una sensación de movimiento, según Kandinsky, una velocidad vertiginosa en la tipografía inclinada del logo. Los oyentes me aguardan, supremo.
Leer, leer el cuento del eremita que compró un apartamento en New York City, desde donde divisó cada mañana de aquel año las maravillosas vistas del Central Park, en una de cuyas estatuas alcanzó el nirvana.
Ver la televisión encerrada en el multimueble, ese trasto que rige nuestras vidas en la provincia que es la isla. Más al norte hay como rellenar con todo tipo de artefactos ese espacio superfluo. Aquí es volverse al biscuit y al kitsch con un minimalismo de candonga.
Imaginar la sede de Sotheby’s en Cuba, repleta de mujeres en licras rimbombantes, sosteniendo en las manos las valiosas estatuillas de una época pasada, los búcaros de flores de un material indescifrable, y las ranas, las portentosas ranas boquiabiertas custodiando la fortuna de estos años.
Ver la televisión hasta alcanzar el nirvana del aburrimiento.
Hojear esas revistas glamurosas que siempre has detestado.
Las caras de la farándula te sonríen, te aprueban en un gesto de deliciosa falsedad.
Demasiado ser tú y no haber intentado nunca ser otro.
La fotografía es buena, piensas.
Crítica de la razón populista
Trump, como Pablo Iglesias, es fan de Juego de tronos.
También está el programa que le retoca el alma a un frasco de perfume.
Recordar la razón por la que compraste las revistas en tu último viaje.
Descubrir, en la página central, la integridad sexual de aquel rostro que alimentó tus ansias de estudiante.
Mirar, esa palabra que te obsesiona siempre, la otredad de aquel rostro.
Demasiado ser tú, piensas. Marcel Duchamp se adelantó con su heterónimo.
Tirarse el cuerpo de la rubia del barrio, otra vez el blanco móvil de la piel, bajo el dragón que le estampa la espalda. Perder el miedo a ese animal de tinta y carne que esconde los lunares de la infancia.
Al fin y al cabo es una niña, como pudieras serlo tú.
Un tanto vulgar, con la calavera de diamantes de su gorra, a lo Damien Hirst, y ese vestido que se abre sobre la pierna para mostrar el triunfo del gimnasio.
El triunfo de la voluntad para comerse el cuerpo ario de la joven, en una noche olímpica.
Fingir por una vez que se es valiente, y arrojarle la lanza en las escamas de la bestia.
Abrir el libro por la página del medio. El ejemplar que has robado segundos antes de la librería estatal como un acto de salvación para la literatura que te oxigena, esa que quieres salvar de la mediocridad de un comprador.
Los versos de la poetisa desinflada que ha intentado el porno versado o malversado en la era del hardcore. Parece que funciona.
O es algún fetichismo con los pies sucios de la poetisa, que al fin y al cabo es una niña, como pudieras serlo tú.
Alternar aquellos versos con la poesía francesa para pasar cual subterfugio esa blasfemia, ¡consolez vous!, entre los oídos adolescentes de tus alumnas, siempre dispuestas o escucharte.
Salir, salir del clóset metafísico, de cualquier clóset.
Martí, Rembrandt y la búsqueda de ‘El Dorador’
Ni Gonzalo de Quesada ni los editores posteriores pudieron rescatar “El Dorador de Rembrandt”, un artículo que José Martí quiso legar a la posteridad.
Ir al tea party, una fiesta incendiaria con los socios del gym.
Ser snob, hablar de aquello que pone el fuego en las hogueras, aquello que es lo último para quemarse en una noche.
Beber, fumar la pipa de la paz mientras se juega un juego snob.
Beber más y fumar más hasta que dejes de toser.
Beber para avivar la llama; ser en la escala de Kinsey el uno, el dos, el tres…y vomitar, desde luego vomitar, sobre los Vans de la mulata que te ha dicho que es queer, pero ha aceptado irse contigo a hacer la cama.
Dormir.
Soñar que estás en medio de la Nada, o que la Nada es el videoclip de aquella música infernal que escucha tu vecino, en su cuadrángulo de plasma que apenas da lugar a la quincalla.
Ahí encerrado con Benito, te repartes los cuerpos de las chicas y les gritas palabras obscenas.
Tú hubieras preferido mear hacia el crepúsculo con Arthur. Benito se percata y con la mano cubierta de anillos formidables inicia el agarre de lo tuyo, y el chorro cae con un estruendo de background sobre los heliotropos.
Descubrir que el Conejito Malo es un tres, o un tres mil, y tú que solo querías ser un dos con el francesito, como Verlaine, y te da por partirle la jeta al mayor artífice del trap.
Despertar con una energía erógena que te llama a la creación, una especie de compulsión de la sangre, o del oxígeno en la sangre, una erección.
Crear.
Reunir en una misma habitación al multimueble, las revistas, la gorra Damien Hirst, el jersey, el vestido, el dragón, la licra rimbombante, el libro de la poetisa y los Vans recién manchados por tu bilis.
Poner la música de fondo de la alimaña de tus sueños y repartir stickers por todos los postes de la ciudad y las paradas de la guagua.
Invitar a tus amigos, los snobs, que se quedan perplejos, supremos, observando aquel environment que has preparado para ellos, los representantes del new style, los espigadores de lo ultramoderno y lo banal, los mayores exponentes de su género.
Aceptar la cultura pop como un instinto de supervivencia.
Una tarde en el interior de un caballo muerto
La sala Charlot es el interior de un animal putrefacto. La temperatura es fría y huele mal. Como un caballo muerto.