¿Puede un proceso real en la historia terminar concretado como una comunidad político-sentimental imaginada?
Los procesos colectivistas acuden a una resonancia emotiva con tal de envolver a las masas en una ideología dominante. El proceso que triunfó en Cuba, en 1959, se disolvió con celeridad en un mando autoritario que sacralizó ese instante como “una gloria única y permanente”.
La Revolución cubana bien entronca con esa aspiración antigua de fundir la deidad y el gobernante en uno, y que los célebres totalitarismos del siglo XX supieron explotar con efectividad en esa liturgia laica que hace de la política algo parecido a una religión. Los rasgos mesiánicos que nacen de la misma defunción de la Revolución cubana, cuando se declara socialista y de partido único, la hacen, paradójicamente, renacer como un eidolon ideológico para gravitar como consenso imaginado sobre una colectividad inoculada por la fascinación de su momento histórico.
Esta pretendida comunidad nueva —con “hombre nuevo” incluido—, no es más que la creación de un organismo sociológico de probeta que se presenta como un cuerpo sólido que avanza sostenidamente de un lado al otro de la historia; lo que Benedict Anderson llama la creación de un tiempo homogéneo y vacío; falsificación que intenta superponer el cuerpo autoritario sobre el cuerpo de la nación.
La Revolución cubana se tornó inmanente por su propia autorreferencialidad. Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución, nada. Visión edénica, teatro moralizante que recuerda el culto de la razón de Robespierre.
Es en la Revolución francesa donde se intenta de manera más apoteósica la creación de una genealogía que borre de un tirón el pasado mediante una abstracción deificada en forma política. Mirabeau escribía en 1792: “La declaración de los Derechos del Hombre se ha convertido en el Evangelio político y la Constitución francesa en religión por la que el pueblo está dispuesto a morir’”.
Todas las escenificaciones en el Campo de Marte consagraban una nueva liturgia para un nuevo Dios. La Revolución presentaba un cuerpo que no tomaría forma como templo, sino que abarcaría todo el espacio político y geográfico como una entelequia encarnada en un símbolo aglutinante: el Estado. Homogeneidad que llevó a cientos de municipios franceses a tomar los nuevos nombres de Libertad, Igualdad y Fraternidad. La genealogía modélica que se pretendía, y el terror resultante, se justificaban como sacrificio moral en pos de una supuesta sociedad perfecta en construcción. Una República unitaria que desprendía las cabezas de los inconformes. El Comité de Seguridad Pública lo planteaba de manera más arquetípica: “Despertaremos con esta coerción continua el amor ardiente a la Patria”.
La Revolución cubana, como evento real, abortó su ímpetu con rapidez y desapareció en la silueta barbuda de un hombre. Y esa ficticia transubstanciación le dio una permanencia netamente biológica como doble, como ilusión. De una Revolución de hechos se pasó a una definida por el lenguaje y de ahí a una finalmente hipostasiada, que recicla sus desechos como formas museables.
Todo movimiento político, sobre todo si intenta abolir el pasado, termina fabricándose un linaje. Por esta vía apócrifa, legitimada en la violencia, permanece en el poder una degeneración histórica. Por lo que la Revolución cubana resulta un cenotafio político, una tumba sin cuerpo.
© Imagen de portada: Mike Newbry
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia
La orden de combate del gobierno cubano el 11 de juliose ejecutó con mayor rigor contra los que el propio Miguel Díaz-Canel llamó “marginales”, que no son más que aquellos más humildes.