Roldán es nombre de cabrón

¿Cómo se llama tu sombra? ¿Qué nombre de malparido lleva el tipo que te “atiende”?

Yo estaba escribiendo mi segunda novela cuando al lado mío se aparece una sombra con el nombre ficticio del Roldán. Lo vi, se llama Roldán y a todo el mundo le dice compañero.

Pero el compañero Roldán está desmemoriado a los cuarenta años y escupe y tiene un tic nervioso que le hace cerrar un ojo cada veinticinco milésimas de segundo, digo yo. No las puedo contar.

No se puede acordar de mí por más que haya hurgado en los archivos cancerosos de la Seguridad del Estado.

Es de tarde en Cuba, es una tarde linda. Estoy saliendo desde la ciudad para mi pueblo a unos treinta y ocho kilómetros de terraplén y es Roldán que como un caballero del medioevo se me aparece, abre la puerta de auto Lada, ruso, de los años 90. Al lado de los otros carros, el cacharro de Roldán es un Ferrari.

Que suba, me dice amable, y no lo quiero contrariar.

No lo reconocí a la primera ojeada, pero enseguida caí en la cuenta de que es aquel muchacho tímido que dejábamos botado en medio del campo de naranjas, y me sirve para la novela que estoy escribiendo donde un muchacho tímido pide ayuda porque no quiere fajarse en la beca, no se tira pedos en la noche, no le gusta mentar madres ni pajearse cuando las muchachas pasan por debajo de nuestro piso y les miramos las pocas tetas que ahora enseñan.

Roldán se ruboriza y me pide el único libro sobre las estadísticas de la pelota que hay en la escuela. Lo tengo yo. Me lo robé de la biblioteca y ahora alardeo de las marcas de Miñoso, Dihigo, el General Sagua y las bolas rompecostillas que lanzaba Braudilio Vinent, El Meteoro de La Maya.

Le presto el libro, Roldán asiente y se aleja de nosotros, los pajizos de la beca. Roldán, el pobre, Roldán el rico.

En algún lugar de la memoria los dejé a los dos: al chico y al libro. Pero casi veinte años después lo vi uniformado, con grados de capitán y monograma negro bordado sobre el bolsillo verdeolivo que decía Ministerio del Interior. Este tipo tiene que ser el tipo de la beca, le dije a uno de mis personajes.

Pero no me creyeron y el tipo al que le perdí el nombre se apareció entonces con que se llama Roldán. Un tipo pobre que escupe y parpadea incesantemente y en la unidad policial en donde vamos a buscar al Pony le preguntamos a la mujer de la recepción y nos dice que lo van a soltar con una multa, que lo aconsejemos porque es muy joven para estar hablando esas mierdas del gobierno revolucionario y cuando la rubia tetona nos está dando el final del discurso, cuando parece que el uniforme azul le va a estallar sobre las tetas pulposas, se aparece Roldán y nos dice compañeros a todos y nos explica.

Lo que dice nos entra por un oído y nos sale por el otro.

Que ya estamos grandecitos, que esta vez es una multa y la próxima le vamos a partir los cojones y nos pregunta si escuchamos bien y decimos que sí.

Todo el mundo dice que sí cuando un oficial se te para delante y te pregunta.

Tú dices que sí, yo digo que sí, nos decimos todos.

Nos parten los cojones, Pony, nos parten los cojones, Alberto, nos parten los cojones, María, nos parten los cojones a todos antes de que suelten al enano cabezón.

Y sueltan al Pony, estrujado, con la boca partida, el pulóver de Pink Floyd hecho mierda, enviado desde New Jersey por su hermano mayor.

Y nos vamos y entonces pasan como diez años y a mí me da tiempo a hacerme el escritor, o el comemierda, y ponerme a publicar libros y a que me lo crean y no veo más a Roldán, o al que dice ser Roldán y abrir la puerta del auto y ofrecerme un aventón y virar en U en la carretera y parquear cerca de una zanja y prender un cigarro y hacerse entonces el tipo de la película, el que te recuerda a cada instante que te van a partir los cojones.

En Cuba no te sancionan, eso no existe. En esta isla de mierda o te parten los cojones o te parten el culo, pero la justicia es tan cabrona que no necesita demostrar nada más allá de que tú eres el culpable.

Lo hacen así: aprietan un botón, la maquinita echa a andar poco a poco, renqueante, hasta que se estabiliza y te piden que pongas el primer testículo, y ¡zas!, te lo aplastan. Te piden el segundo y… ¡zas!, te lo aplastan, así debiera ser como te parten los cojones, pero lo hacen de otra forma.

Se habrá creído Roldán que es el tipo de una novela de Milan Kundera y que yo soy el escritor de la novela que no terminé de leerme. Y me pregunta por qué me metí en esto de decir mentiras contra el gobierno.

De primera y pata pienso que habla de mis libros y me enfrío. Algún soplón fue con el chisme de mi libro que ya está en la sala de ediciones y han descubierto una línea, una oración, un capítulo donde le paso cuentas a la sarta de mentiras que dicen en la TV y se me arruina la impresión, la tirada fenomenal, la presentación de mi novela.

Se me jodió la habitación del hotel donde me hospedaría para el evento de presentación de mi novela. Un escritor de provincias es un semidiós por setenta y dos horas: puede beber algo de alcohol, comer a gusto en el restaurante de tercera categoría y pescar una jevita, una de las advenedizas que siempre caen por los conciertos de rock, las tertulias literarias o las obras de teatro.

Siempre al salir del teatro y decir buenas y me gustó tu obra y terminar enredados antes de que concluyan las setenta y dos horas de morbo literario, de provincia rancia sobre las letras.

Roldán me saca del letargo y me dice que me estoy entregando al enemigo y menciona la bandera de las barras y las estrellas y me pide nombres.

Me pide que le diga quién va a subvencionar la obra que intento poner en un local clandestino, cuándo la empecé a escribir, qué editorial extranjera me la va a publicar. Deja caer que lo sabe todo.

Lo sabe todo y escupe y parpadea como un niño atrofiado, pero no me pregunta por la novela que me encargaron y tenía trabada como en la página ciento setenta, y no sabe que es él la bujía que echó a andar esta maquinaria de escupir oraciones inconexas.

Yo necesitaba un personaje que fuera más necio que los inventados por mí, que dijera otras sandeces para reírme, hasta que apareció esta caricatura de oficial del G-2 vestido de civil, con camisa a cuadros, jean desgastado y un carné que blande como un sable.

Saca el carné, al vuelo leo las letras DSE que aluden al órgano represivo que más miedo ha metido entre los cubanos y a mí, por primera vez, no me da nada.

No siento nada, estoy como el pollito del cuento que se metió una raya de cocaína y empezó a decir que no sentía nada.

A estas alturas del interrogatorio no siento ni las piernas, ni el corazón ni el salto en el estómago, yo no siento nada.

El tipo que me interroga es un imbécil.

El tipo que escribe es un imbécil.

El lector que fui de Gustave Le Bon y su psicología de las multitudes… también es un imbécil.

Escribo esta novela bajo la idea tonta de que el chico que se perdió en Roldán no era un imbécil sino un resentido y tengo ganas de gritarle que soy yo, como si él no lo supiera o le hubieran extraviado mis señas personales en los archivos desguazados de la Seguridad del Estado.

Entonces le hablo de Miñoso, le hablo de aquel jonrón de Lázaro Junco en el Latino. Le pregunto si no recuerda cuando Cuevas jugaba y La Habana quedaba muda.

Pero el tipo que se robó mi libro de estadísticas está con la mente en blanco, intentando hacerme las preguntas que algún sesudo le dictó en las oficinas y no puede responderme ahora hasta que yo no responda las suyas.

El dominó se traba, le digo que me abra la puerta del Lada ruso, que me estoy ahogando, que tengo ganas de vomitar, de cagar o de aplaudir, o de las tres cosas a la vez, y el tipo entonces me ruega que le diga algo.

Se desploma, se desarma como personaje, pero se repone de su imagen de manos sudorosas, temblorosas, de su peste a grajo, reacciona, se recompone, ya es otro.

Me grita, escupe por la ventana del automóvil, el escupitajo cae sobre la yerba calcinada por el mes de agosto.

Y me doy cuenta de que Roldán sigue siendo aquel niño nervioso que hacía unas preguntas para no responderse otras.

Yo estoy terminando mi novela y ningún editor me espera.

Ya las muchachas no me esperan para que les firme libros y desnudarse, como una ofrenda a la mala literatura, a la mala vida que produce este país.

Ese maldito cuerpo policial se ha inventado un agente con el nombre de Roldán, un tipo triste que ha perdido la memoria de los batazos y los strikes en los mejores estadios de la isla.

Hace preguntas que nadie quiere responderle por temor o por ningunearlo y mejorarle la vida, y que se parezca más al tonto que nos gusta en la novela que al hijo de vecino que se pone un uniforme para meterle miedo a sus vecinos.

Me bajo del auto y veo la carretera larga, como una cinta brillante donde se pierde el auto del personaje literario, un tipo triste que ha perdido la memoria haciendo las preguntas de un imbécil.

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© Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017).