Supervivencia vs. medio ambiente: La tala indiscriminada de árboles para poder comer

“No hay gas y son muchas horas de apagón; por eso tenemos que cocinar con leña”, relata una residente de Holguín en un reportaje publicado por Cubanet en mayo de este año. En el mismo texto, otros habitantes de la provincia confirman que esta situación se arrastra desde finales del año anterior. La profunda crisis energética que atraviesa el país, con apagones que alcanzan hasta 20 horas diarias y la suspensión prolongada del suministro de gas licuado, ha obligado a miles de familias a improvisar cocinas rústicas y recurrir a combustibles alternativos. 

Pero el precio de un saco de carbón supera incluso el monto de una pensión mínima, por lo que muchas personas optan por desarmar muebles antiguos o estructuras de marquetería en desuso para usarlos como leña. En zonas periurbanas y rurales, se ha incrementado además la tala de árboles como mecanismo de subsistencia. Reportes ciudadanos advierten que esta situación “está pelando las laderas” de zonas boscosas emblemáticas. 

Así, el drama de la inseguridad alimentaria en Cuba no repercute solamente en el ya precario presente de los hogares, sino que amenaza también la biodiversidad y los ecosistemas naturales, con consecuencias a largo plazo para la flora y la fauna del país. En medio del conflicto entre los impulsos más básicos por la supervivencia y la necesidad colectiva de proteger el patrimonio natural, emerge un debate ineludible sobre las implicaciones no éticas de una policrisis sistémica que se profundiza cada día.



El retroceso de la vida digna en Cuba

En un relato sobre la guerra en Chechenia, la escritora Masha Gessen aludía a las familias cocinando con grandes ollas colocadas en las calles de Grozni, su capital. Las escenas de cualquier ciudad cubana hoy no se distancian de esta estampa de guerra de los noventa. Cualquier breve paseo por una calle de la isla revela personas acarreando pedazos de madera vieja o vecinos reunidos en plena vía pública, concentrados en encender una fogata improvisada. Estas tampoco son escenas festivas, como alguien pudiera inferir por la olla colectiva, sino imágenes de una lucha diaria por alimentarse en medio de la ausencia de los mínimos recursos para ello.

El retorno indeseado a métodos de cocción arcaicos, contaminantes y potencialmente peligrosos para la vida humana no es nuevo, sino que su normalización empezó a insinuarse en años recientes. Ya en 2019, el diario oficial Granma exhortaba a los productores a usar leña como combustible, presentándolo como una solución patriótica ante la llamada “coyuntura energética”. Para ello se ponía de ejemplo a una fábrica de alimentos en Santiago de Cuba que funcionaba “a leña y carbón”, sin diésel ni electricidad. Cinco años después, lejos de haberse superado aquel escenario, las autoridades de la misma provincia descargaron troncos maderables desde camiones estatales como solución improvisada para los pobladores, que llevaban días sin poder cocinar durante uno de los apagones masivos que dejó a oscuras a todo el país. 

Lejos de ser una respuesta excepcional, la práctica de cocinar con leña ha marcado la experiencia nacional durante la última media década. Desde que FMP levanta La Acera de Enfrente, un blog fotográfico de los espacios de cocción domésticos a lo largo del país, ha visto multiplicarse cada año los hornos improvisados en terrazas y patios de tierra, las paredes de las viviendas teñirse del hollín negro. El observatorio también ha registrado varios accidentes domésticos ocurridos por encender fuegos improvisados en sitios no apropiados para ello.

Hoy la mayoría de las familias cubanas, urbanas o rurales, enfrentan la necesidad de improvisar cocinando con combustibles no limpios. Cada nuevo apagón prolongado supone fogatas humeantes en patios y aceras, ollas tiznadas, colas para conseguir carbón y un retroceso de décadas en la calidad de vida de los cubanos. Esta es también una solución desesperada que exige recolectar material para la combustión, administrar con precisión la llama para no echar a perder la comida, y cocinar solo lo justo, pues sin electricidad tampoco se puede refrigerar lo que sobra. La reorganización forzada del tiempo doméstico obliga a priorizar la cocción como actividad central del día, en detrimento de otras dimensiones de la vida. El esfuerzo físico que implica no solo marca pesos adicionales en la distribución del trabajo por género en el hogar, sino que restringe esta posibilidad para otras personas en condiciones de vulnerabilidad. 

Adicionalmente, existen otros riesgos menos inmediatos, pero de gran impacto para el ecosistema alimentario nacional. En las zonas rurales, donde hay mayor acceso a áreas boscosas y terreno para encender fuego, la cocción con leña se ha vuelto aún más habitual. Junto al impacto humano de la crisis energética, se deja una huella sobre la fauna y la flora cubana. Food Monitor Program ya ha alertado sobre las consecuencias de la inseguridad alimentaria en la preservación natural y el derecho animal. Por ejemplo, otras prácticas no éticas relacionadas con la crisis multifactorial en el país han revelado que, conforme empeora el desabastecimiento, los cubanos retornan a la caza de jutías, cangrejos, tortugas, iguanas y otros animales silvestres que, si bien formaban parte de la dieta de los primeros habitantes de la Isla, actualmente se encuentran bajo protección patrimonial. Ahora la reserva forestal cubana enfrenta la misma amenaza.



Crisis energética, pobreza multifactorial y explotación maderera

El patrón de explotación indiscriminada a causa de la pobreza multifactorial no es exclusivo de Cuba y ha sido documentado en otros países sufriendo crisis energéticas, con devastadores efectos ambientales y sociales.  El ejemplo más cercano es Venezuela, un país rico en petróleo y gas cuyos habitantes, tras años de colapso, debieron comenzar a talar árboles para poder cocinar. Tanto la prensa como ONG ambientalistas documentaron cómo en los estados de Bolívar, Anzoátegui, Táchira, entre otros, bosques de eucaliptos, pinos e incluso áreas de cuencas hidrográficas fueron arrasados para vender leña en el período más crítico de la crisis energética en ese país. En una de esas emergencias el propio régimen venezolano terminó organizando operativos militares, como el comando de Los Andes, para repartir leña, y Caracas terminó por simular un conjunto de chimeneas de humo, provenientes de los balcones que usaban estos materiales. Luego, con más incidencia de organismos revisores, se pudo constatar en el país la consecuente deforestación disgregada pero extendida, y de difícil reversión a mediano plazo. 

La dependencia de la leña para sobrevivir sigue siendo una realidad en países empobrecidos, recordándonos los peligros del círculo vicioso entre pobreza energética y devastación ambiental. Desde América Latina, África y Asia el patrón global es similar:  cuando falla el suministro moderno de energía, las sociedades recurren a la naturaleza inmediata, entonces los bosques, ríos y animales suplen las necesidades más urgentes. En Cuba, si bien no hay aún un estudio público sobre este impacto, se apunta a riesgos reales en un ecosistema ya frágil por sus altas tasas de endemismo en su flora y fauna. Entre los principales efectos no deseados se encuentran: la pérdida de biodiversidad, la erosión de los suelos, la profundización de la sequía, y el aumento de emisiones contaminantes. Para un ecosistema alimentario ya colapsado, la pérdida de fricciones naturales que eviten el desplazamiento de tierras y provoquen inundaciones es un golpe de gracia a la ya casi inexistente producción agroalimentaria.



Ética cívica y responsabilidad política

Ante el panorama descrito, FMP considera valioso volver al debate entre el avance de la criminalidad vinculada a la inseguridad alimentaria, el peso excesivo en la tipificación de delitos sin atacar la raíz del problema, y la necesidad de infringir las leyes en orden de la pura sobrevivencia. Partimos del principio que la “criminalidad por hambre” evidencia el colapso de los mecanismos formales de distribución de alimentos y deja a las claras un dilema ético: ¿Cómo exigir a una familia que no tale un árbol para cocinar si la alternativa es no comer? ¿Cómo balancear el derecho humano a la alimentación con el deber de proteger la naturaleza para las futuras generaciones?

La crisis energética en Cuba encierra una lección más amplia sobre la relación entre sociedad y medio ambiente: Cuando un modelo económico falla la naturaleza se convierte en el último sostén, pero también en la última víctima. Abordar éticamente esta situación requiere tanto de empatía hacia quienes hoy talan un árbol por necesidad, como de pragmatismo para implementar soluciones que eviten la explotación natural.

Si bien, ni la pobreza ni las emergencias económicas deben utilizarse como justificación para la destrucción irreversible de los ecosistemas, ambos fenómenos constituyen un llamado urgente al Gobierno cubano a intervenir con políticas que atiendan de forma simultánea la emergencia humana y la crisis ecológica. Es responsabilidad del Estado cubano generar las condiciones para que la ciudadanía no se vea obligada a recurrir a prácticas ilegales para suplir necesidades básicas que el propio Estado no garantiza y cuyo aparato legal condena.

Sin embargo, existe un pésimo precedente político e histórico para esta demanda. Si bien, el Gobierno cubano ha promulgado leyes y discursos de protección medioambiental durante décadas, su inacción y pésimas políticas han contribuido al deterioro actual. Según medios como Diario de Cuba,  el Estado cubano es el principal responsable del daño medioambiental en el país, tanto por razones de índole política como económica. Esto ha sido abordado igualmente por FMP, al analizar las decisiones improvisadas sobre la explotación de fauna y flora, que han estado marcadas por una lógica instrumentalista y por un elevado personalismo político. Sirvan de ejemplo los planes de Fidel Castro para desecación de la Ciénaga de Zapata, los experimentos en la genética del ganado cubano o las persecuciones a proyectos campesinos de valía como la biogranja El Infierno (Viñales) de la familia Urquiola.

FMP urge a trazar una conexión urgente entre la inseguridad alimentaria y la devastación ambiental como dinámica estructural. La tala indiscriminada responde a lógicas de urgencia y crisis energética, pero remite también a estructuras de desigualdad y olvido institucional. El observatorio llama a recuperar en la política del país los principios éticos que garanticen el compromiso con el cuidado ambiental, la justicia alimentaria y la dignidad ante la adversidad.

FMP advierte, además, la necesidad de diseñar e implementar un suministro energético sostenible, así como programas de reforestación y conservación con participación comunitaria. Se exige mayor responsabilidad estatal en el aseguramiento de suministro de gas y electricidad y demás servicios básicos que garantizan la vida moderna. También aboga por el apoyo a las comunidades en condiciones de vulnerabilidad ante este contexto específico. Es tiempo de transitar colectivamente hacia soluciones que reconcilien el derecho a comer con el derecho a la vida de los ecosistemas. Una sociedad que come a expensas de su propio entorno erosiona las bases de su futuro.



* Artículo firmado por persona protegida y publicado en colaboración con el Food Monitor Program.






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