“Por favor, señores políticos: respeten”. Citando este reclamo de un estadounidense, que según Mauricio Vicent gozaba del puenteo musical entre Cuba y Estados Unidos, dicho periodista cierra su artículo sobre el reciente Festival Jazz Plaza de La Habana publicado en El País.
Vicent afirma que el evento cultural aconteció como “desafío” a las prohibiciones de vuelos y cruceros entre EE. UU. y Cuba establecidas por la administración de Donald Trump. Viajar a Cuba, introduce Vicent, se ha convertido en un “calvario legal y burocrático” para los estadounidenses.
Traigo esto a colación porque estoy aburrido de escuchar que, “si no fuera por Trump, ¡Cuba estaría mucho mejor!”.
Sea la sentencia de peregrinos políticos como Oliver Stone: “Trump es el responsable del congelamiento del deshielo entre Cuba y Estados Unidos”, sea la declaración de músicos famosos como los de Gente de Zona: “Trump es el culpable de la crisis que hay en mi país”, sea la confidencia de viajeros y gestores culturales estadounidenses: “Trump is a bad guy”, sea la afirmación del hijo del Ministro de Economía cubana: “Trump es el culpable del desabastecimiento que se sufre en la Isla”, o sea la queja de los artistas cubanos: “Trump nos ha jodido la jugada”, la exculpación para con el totalitarismo sigue siendo la misma.
Solamente a Manolo, revendedor de periódicos en el agromercado de 19 y 42, le he escuchado plantar cara a tal imaginario: “La cosa en Cuba no está mala por culpa de Trump, como se dice, él llegó a esta película hace poquito y cuando se vaya la cosa seguirá igual de jodida”.
En efecto, la cuestión no tiene que ver con el humor naranja del dirigente histórico Ricardo Alarcón: “No hay Trump que dure cien años ni mundo que lo soporte”.
Donald Trump tiene claro que solo puede embarcarse en dos legislaturas, que al término de ocho años el mundo no tendrá que soportar su mandato.
La pregunta es: ¿qué pueden significar, con respecto a la precariedad cubana, ocho años de presión trumpista frente a sesenta de condición totalitaria castrista?
Por supuesto que no estoy obviando la estela de política hostil estadounidense, ni “la mala onda de Trump” a la que se refiere Mauricio Vicent; pero sobre esto sabemos suficiente. Lo que sí no puedo descartar aquí es la hostilidad cubana, quiero decir la de los líderes históricos —vivos y muertos—, la burocracia política y la sociedad que la ha cimentado, que a día de hoy no solo sigue aconteciendo descaradamente en todas las formas de represión, sino que continúa limitando la pluralización y democratización simbólicas.
Lógicamente, al hablar de precariedad no me refiero al susodicho desabastecimiento ni a la crisis coyuntural, sino al carácter estructural de la misma: consecuencia de un déficit democrático y la disfuncionalidad económica que provoca, y cuya base radica en el sometimiento de sus movimientos al dogma ideológico.
Hablo de una precariedad que colma todos los ámbitos de la vida y que, discrepando del criterio peregrino del escritor Rubén Gallo, sí ha generado una cultura políticamente corregida: la comunista y su decadencia. ¿O no es corrección política el que no todos los cubanos puedan conectarse a Internet y que, de hacerlo, sea en un parque?
La tesis callejera de Manolo es a la queja de mis colegas del mundo del arte lo que el titular de Yotuel Romero: “Cuba no es Fidel, Cuba no es la Revolución”, es al adagio de Lee Lockwood: “Castro’s Cuba, Cuba’s Fidel”.
Dicho de otra manera: Manolo y Yotuel desautorizan el credo que resume Mauricio Vicent, que va más allá del antinorteamericanismo de la izquierda para asentarse en el justificacionismo intelectual sobre el que nos avisa Judith Butler.
Estamos, siguiendo el entendimiento ricoeuriano, ante un estadio de la teodicea. El cual suele manifestarse cuando el enunciado del problema del mal —en este caso, achacar a Donald Trump toda responsabilidad o culpa para con la precariedad estructural— se sostiene en representaciones unívocas.
Un estadio que se mantiene a través de argumentos apologéticos, que, aunque no se hacen tácitos en dicha univocidad, van implícitos en ella: la revolución, el partido, el gobierno, los líderes históricos y el pueblo, no son responsables de dicha precariedad en tanto mal. Esto pone en claro otro punto ricoeuriano: que el uso de la lógica de no contradicción del discurso es esencial para que exista dicho estadio.
Vale entonces relacionar estas ideas, aún enmarcada la teodicea entre cuestiones teológicas, con el binarismo mítico del bien y el mal, revolución versus imperialismo, Cuba contra Estados Unidos, o actualizando el antagonismo, la exculpación del castrismo contra la recriminación al trumpismo. Pues la fenomenología del mal —terminando con Paul Ricoeur— se revela en la hermenéutica del mito, cuya medialidad social, y por ende política, se da como lenguaje.
Además, nada más saturado de sacrificios, artificios y atributos teológicamente razonados para preservar sus omnipotencias que el totalitarismo: La Revolución, El Líder, La Patria, El Mártir, La Continuidad, El Partido…
El mito contagia a todos, pero más a quienes gozan de “voz autorizada”, portadora de confianza comunicacional a partir del “yo estuve allí y sé cómo funciona”. La conciencia peregrina, siempre propensa a observarse desde el lugar del otro, termina convirtiendo el mismo en su espacio identificatorio, relacional e histórico.
Le sucede a Lee Lockwood en la década del sesenta, a Mauricio Vicent desde hace treinta años y a Rubén Gallo desde el “deshielo” de 2014.
La política del People to People Program y sus variaciones, exclusiva para ciudadanos estadounidenses, guarda equivalencia con la de peregrinaje político destinada a los intelectuales de izquierda de todos los continentes.
La primera es producto de la Guerra Fría, la segunda, más proselitista y radical, surge antes que dicho término para instituirse como un laboratorio revolucionarista, con su adoctrinamiento ideológico, su teoría sobre el guerrillerismo e incondicionalidad para con la exportación de la revolución mundial.
Lo trascendental es que ambos tipos de viajes se deben a estrategias políticas cuya premisa para el gobierno cubano es convocar a los intelectuales de izquierda —más o menos militantes— a mitificar las antedichas omnipotencias. Como suele decirme un amigo académico, militante del Partido Socialista Suizo: “Nuestra misión ha sido importar vuestra revolución”.
Quienes han viajado a Cuba como parte de estas políticas siempre han corrido el riesgo de ser calificados como personas no gratas por el gobierno cubano en caso de ejercer una “crítica desmedida”. Actualmente, académicos, periodistas, artistas y gestores culturales evitan criticar el paraíso revolucionario evadiéndose en el paraíso cultural.
No obstante, de entregarse al exotismo militante, peregrinos y cubanistas ostentan titulares políticos como el de Mauricio Vicent, quien amaga denunciando a Trump, continúa hablando del desafío musical y termina absolviendo al gobierno cubano con respecto a la cancelación del Intercambio Cultural Cuba-Estados Unidos.
No, Vincent, con el cliché de “la música es un puente que une a los pueblos” no se puede solapar una política cultural autoritaria como la cubana. Pues si un artilugio ha servido a dicho gobierno para dictar hostilidad y separar a la sociedad, ya no de Estados Unidos y buena parte del llamado mundo occidental, sino de sí misma y entre sí misma, ha sido la música.
Harto conocidas son las censuras de géneros, autores e intérpretes musicales nacionales e internacionales; también sabemos de sobra que músicos cubanos exiliados nunca más han podido visitar Cuba ya no para actuar, sino para visitar a sus familiares.
Igualmente podemos mencionar géneros, autores e intérpretes que, en fórmula panfletaria, han funcionado para desacreditar y violentar, no solo desde el escenario, sino también en actos de repudio y marchas expulsatorias, a quienes han pensado o actuado diferente.
Para no hablar del actual enfado político —más que por el pago de sus derechos de autor— de Silvio Rodríguez con Orishas por citar sus versos en la canción Ojalá pase.
Basta mencionar, Vicent, las irregularidades normalizadas por el gobierno cubano para entender su aprovechamiento de la política de Intercambio Cultural: mientras los académicos y artistas cubanos recibían visas de cinco años para ingresar múltiples veces a los Estados Unidos, el gobierno cubano otorgaba a sus similares estadounidenses visas de solo sesenta días prorrogables a treinta más.
Y si deseas invitar a un colega, artista estadounidense de visita en La Habana, a hacer una presentación de su quehacer en alguna institución cultural, debes pedir autorización al Ministerio de Relaciones Internacionales.
Con lo cual, Vicent, parafraseándote, entras en “un calvario burocrático” en el que el proceso de dicha petición tiene una duración mínima de noventa días contra el visado de sesenta de tu colega. Da igual que comenzaras tal solicitud con antelación: como me contaron otros colegas de una universidad estadounidense en septiembre de 2016, su grupo, compuesto por profesores y estudiantes, llevaba desde enero esperando la autorización de dicho ministerio para viajar a Cuba. Nunca recibieron respuesta.
El calvario burocrático cubano se traduce en arbitrariedad, y esta engendra hostilidad. La misma hostilidad que causa la univocidad con que determinadas opiniones expían las culpas del gobierno cubano.
No se trata de que tal o más cuál productor de información o conocimiento tome lo que sucede en torno a Cuba para mimetizarse con el discurso del antiamericanismo. Se trata de aprender de Manolo y romper con el imaginario totalitario de que el mal viene de la otra orilla, en este caso enviado por Trump.
Refundar una dialéctica de las posibilidades democráticas exige frenar la hostilidad simbólica. De no ser así, seguiremos siendo animales totalitarios.
Y, como dice mi querida Juliana Rabelo: “el animal totalitario absuelve la estupidez y el despotismo; le echa la culpa a cualquiera menos al que le toca; come mierda por faisán”.