Lo reconocí tan pronto como lo vi parado en la esquina de la ONU, en la 1raAvenida y la 43 Calle del Este de Manhattan. Era el general fusilado Arnaldo Ochoa.
Lucía igualito que en los televisores en blanco y negro de Cuba, si acaso un poco más prieto y avejentado. La misma piel cetrina, incolora. La misma pose medio afeminada de su esqueleto como una vara de tumbar gatos. Las mismas maneras mortíferas de quien mata o se hace matar, pero sin renunciar nunca a la debida diplomacia militar.
Se montó en mi taxi Uber sin mirarme y me pidió de palabra que lo llevara hasta la Misión Permanente cubana, en el 315 de Lexington, entre la 38 y la 39.
Arnaldo Ochoa no puso la dirección de destino en el App de Uber, supongo que por cuestiones de estricta seguridad personal. Los cubanos no cambian, ni muertos. El general fusilado simplemente me dijo en un inglés sin acento, en esa lengua neutra tan típica de todo alto oficial de la Inteligencia o Contrainteligencia internacional:
―315 Lexington Avenue, please, corner of 38th or 39th Street.
Y lo dijo, por lo cierto, sin mirarme nunca a los ojos. Como si se hubiera dado cuenta al instante de que yo sabía muy bien quién era él. O quién había sido él antes de que lo mataran, si es que por fin lo habían matado en el verano vil de 1989 en la Isla.
De la mole modernista de la ONU al edificio siniestro de la Misión Permanente cubana va sólo una carrerita súper corta, de menos de una milla probablemente. Conozco de sobra esa área, gracias a la enorme densidad de clientes en otra aplicación digital: Tinder.
Puse en marcha mi Chaika negro alquilado a un negociante ruso. Había un tráfico tremendo. Me tomó casi media hora dejar a mi pasajero en la puerta del búnker castrista de Nueva York. Allí donde, se comenta desde hace décadas, los agentes del Ministerio del Interior han secuestrado, torturado, e incluso matado a presuntos desertores del régimen.
Pensé en lo irónico que resultaría que Arnaldo Ochoa estuviese cumpliendo ahora precisamente esa misión. Un fantasma asesino que recorre el corazón capitalista del Imperialismo norteamericano.
No cruzamos ni media palabra durante nuestro larguísimo y a la vez mínimo recorrido.
Al bajarse, me clavó su mirada sin compasión. Era una advertencia muda, de omertà comunista. Yo sé que tú sabes que yo sé: cuídate, sobre todo si eres cubano.
Ya no había lugar a dudas. Tenía que ser él, un verdugo nato verde oliva, a pesar de la ropita de civil de boutique de lujo carísima. Con aquellos ojos claros tras sus espejuelotes: pupilas perdidas en el espacio, como de iguana enmarihuanada. Los mismos ojos que nunca he podido olvidar tras el juicio televisivo donde Fidel Castro llamó a su portador degradado “hijo de puta” y lo sentenció a muerte por paredón.
General Arnaldo Ochoa, pensé, tú no tienes ningún problema con el G-2.
Mientras exista la Revolución cubana, no pienso volver a manejar un Uber en Nueva York. Mientras exista la Revolución cubana, nosotros sabemos que ellos saben que nosotros sabemos.