Ernesto Cardenal no era cardenal ni demasiado católico ni un carajo. Sólo en papeles era cura. Pero su relación más íntima con la Iglesia duró apenas medio minuto: fue en 1983, cuando el Papa Juan Pablo II le cantó las cuarenta en pleno aeropuerto de Nicaragua, por haber aceptado ser parte del gobierno de los sandinistas, con dinero soviético y de La Habana.
De todo lo que Cardenal dejó por escrito (y nunca ha parado de escribir), sólo su poesía es valiosa. Al menos para mí, a quien toda la poesía le parece siempre muy valiosa, como evidencia y recordatorio de lo que nunca nadie debe escribir: por risible, por ridícula, por revolucionaria. En fin, por resonancias retóricas de lesa poeticidad.
Cardenal, como todo habitante del planeta Latinoamérica, estaba fascinado con la Revolución Cubana. Léase, el célebre célibe marxista-cristianista vivía erotizado hasta las gónadas por el halo histórico del súpercomandante Fidel. Cada vez que iba a Cuba, Cardenal le confesaba al resto del mundo cositas así:
―Miles se han ido. Pero los que quedan se ven felices y son los dueños de todo.
―Nada codician y a nadie envidian.
―Esta es una ciudad que le tiene que gustar a un monje, a un contemplativo, a cualquiera que en el mundo capitalista se haya retirado del mundo.
―Los anuncios aquí siempre incitan al sacrificio, al heroísmo, al trabajo por la comunidad. En el capitalismo incitan al egoísmo, al interés personal, al goce individualista.
―Me gusta mucho esta escasez: yo soy monje. Ojalá nunca lleguen a tener demasiada abundancia.
―Cuba es el único lugar del mundo donde el catolicismo no tiene crisis de vocaciones.
―Ningún convento ni residencia religiosa se ha confiscado en Cuba.
―En Cuba el nuevo nombre de la Caridad es Revolución.
Permítanme no continuar.
La cara de Ernesto Cardenal por algún motivo siempre me resulta indistinguible del rostro del poeta Oliverio en El lado oscuro del corazón. Entiéndase, el rostro del actor argentino Darío Grandinetti en ese fabuloso y fósil film, que nunca debió de tener una segunda parte.
La boinita de Ernesto Cardenal es, por supuesto, la boinita con estrella en la frente de su tocayo El Ché, pero eso es un dato sin importancia, excepto para las compañías de ropa de marca y moda del híper-capitalismo global.
Cuento todo esto, como pueden imaginarse, porque tuve que ser yo el que recogiera al nonagenario Ernesto Cardenal en el Aeropuerto Lambert de Saint Louis, a donde venía a leer sus monsergas materialistas a una universidad privada del estado exhibicionista de Missouri.
Fue a principios de este año, por el cumpleaños 93 del bardo nicaragüense. Cuando Cardenal notó que yo era cubano, se puso un tin nervioso con que yo fuera el chofer.
Enseguida me preguntó si yo era revolucionario. Le dije que no.
Entonces me preguntó si alguna vez yo había sido revolucionario. Le dije que no.
Sus expresiones faciales parecían de pronto un tanto desencajadas.
―Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica ―me fulminó, o intentó fulminarme.
Había comenzado a nevar gentilmente sobre el Mid-West norteamericano.
Me sentí tan lejos de los míos, tan lejos de mi lenguaje y hasta de mi propia experiencia. Yo no era más. Y el detonador de mi vahído (me ocurren cada vez con mayor frecuencia) esta vez había sido aquella frase de mierda en la boca con dentadura postiza del poeta invitado de honor de mi universidad. Era una frase que leí a punto de morir, con faltas de ortografía incluidas, en un inhóspito hospital de La Habana alguna vez llamado La Benéfica, ahora rebautizado con el nombre de un terrorista sin alma a sueldo de los Castros en Cuba: Miguel Enríquez.
―Cuando Salvador Allende soltó esa metáfora ―sonreí en el espejo retrovisor, tratando de aligerar cualquier residuo de tensión entre quien pudiera ser mi bisabuelo y yo―, ya estaba demasiado viejito para ni él mismo creérsela.
No creo que haya sido un buen chiste, pero Cardenal carcajeó. Ahora pienso que tal vez lo sorprendió que un cubano del exilio fuera capaz de citar a Allende, y que incluso conociera la palabra “metáfora”. Lo más probable es que el Ogro de Solentiname estuviera feliz de darse cuenta de que, quisiera yo o no lo quisiera, él me había demostrado que le asistía toda la razón de clase en esta batallita de ideas entre un pasajero de lujo y su post-proletario chofer: en efecto, compañeros y compañeras, yo era un producto criado y educado de manera gratuita por la Revolución.
No voy a negarlo. El mejor escritor vivo cubano es un producto endémico de la Revolución. Y voto por Donald Trump y todo, con mi educación socialista que es mil novecientas cincuenta y nueve veces mejor que el blablablá entre bruto y embobecido de la Washington University en Saint Louis.
Paré el carro en plena Interestatal 64. Ernesto Cardenal Martínez, el ex ministro de cultura comunista, pensó que yo le iba a hacer un atentado mortal en su cumpleaños número 93. Estilo Trujillo, estilo Somoza, estilo Pinochet. (¿Me pregunto por qué nadie nunca le ha disparado un chícharo a Fidel Castro desde ninguna distancia?)
El prelado poético intentó hacer una llamada telefónica con su móvil de modelo obsoleto, pero la tarjeta pinolera no le funcionaba aquí, en el corazón segregado de la segregación del corazón de los Estados Unidos de América.
Supongo que por un segundo imaginó los titulares del Saint Louis Post-Dispatch a la mañana siguiente: “Lo hallaron muerto en su carro con la mano en el teléfono. Y los detectives no supieron a quién iba a llamar.”
Abrí la puerta de atrás y le dije:
―Salga.
Y Ernesto Cardenal se recompuso ante la muerte y salió. Sin miedo, altivo. Juvenil, como desde hacía décadas yo no lo veía en fotos, estando como había estado tan reprimido y hecho un detrito humano por Daniel Ortega y su camarilla real-maravillosa de castristas sin Castros.
―Padre ―le dije―. Usted es el único testigo de mi infancia que he visto desde que me botaron de mi país. ¿Le puedo pedir algo, por favor?
El anciano sacro se recompuso aún más. Volvía a ser el curita verdadero graduado en 1965 en aquella Managua destartalada, cuando la Isla del Caribe era joven y revolucionaria y hasta biológica, más allá de contradicciones y contrarrevoluciones.
―Hijo ―me dijo―, di.
Me hinqué de rodillas sobre el asfalto del desarrollo y la nievecita de enero de un 2019 fuera de casa.
―Padre, no me deje solo con tanta Cuba por dentro. Deme su bendición, a ver si por una vez en la vida yo puedo volver a llorar.
Uber Cuba 0100
“Señor, hazme mártir de la Revolución o del Exilio o de lo que tú prefieras, pero no me hagas llegar a viejo así, por favor”.