Este no es otro de mis Uber Cuba. O, de serlo, entonces no es literatura cubana. Esto me acaba de pasar. Como casi siempre, tarde en la noche. Cuando las avenidas de Saint Louis son un cementerio silente, siniestro, un conglomerado de negros y blancos recelándose mutuamente incluso después de la muerte. Con mucho más odio especialmente después de la muerte. Tarde en la noche, como casi siempre. Me acaba de pasar esto. No es literatura cubana. O, de serlo, entonces este es otro de mis Uber Cuba.
Por detrás del Buzz Westfall Justice Center, en el multimillonario distrito de Clayton que tanto me recuerda a mi adorado Washington D.C. (donde en otra vida fui triste y solo y amante y feliz), exactamente en la esquina de las avenidas Carondelet y Bemiston, paró mi taxi José Daniel Ferrer en persona. Quiero decir, lo paró con la mano, no con el App de Uber.
El guajiro de Palmarito de Cauto, en la siempre inhóspita provincia de Santiago de Cuba, cuna del castrismo heroico más criminal, se plantó frente a mi Chevy Cruze prestado y me apuntó al parabrisas con ambas manos para obligarme a frenar. Portaba, José Daniel Ferrer, una metralleta semiautomática. El láser rojo colimado entre mi ceja y mi ceja, según el flashazo efímero que vi refulgir en el espejo retrovisor. Si no reacciono y meto un frenazo de película de acción, al seguro lo mato. De hecho, lo hubiera partido en dos. Tal vez hubiera sido preferible, pienso ahora. No porque yo desee asesinar a nadie (aunque sí he deseado a asesinar a alguien), sino porque hay historias que es mejor abandonarlas antes de que rebasen ese punto perverso en que se hacen ya imposibles de abandonar.
Cuando mi taxi de alquiler se detuvo por fin a medio centímetro de su cañón de asalto, José Daniel Ferrer disparó varias ráfagas contra los cristales del Buzz Westfall Justice Center, barriendo escandalosamente a esa hora con todos sus pisos más altos, donde reside la cárcel del condado o del Estado o ambas.
Cuando se le acabaron las balas o lo que fuera que disparaba aquel arma, el líder fundador de la UNPACU tiró la metralleta hacia atrás y comenzó a darle viandazos al capó de mi Chevy Cruze. Viandazos con su cabeza, con los huesos frontales de su cráneo taíno. Es decir, el opositor insignia de la disidencia cubana le cayó a cabezazos a un carro que ni siquiera era mío, sino prestado para resolver esa noche algún dinerito extra con los pasajeros de Uber. Lo abolló todo. Lo dejó hecho una etcétera. No supe qué pensar (nunca sé qué pensar: por eso vivo con la mente en blanco, blanqueada). Pero, en cualquier caso, llamar a la policía al 911 me sabía a traición, me sonaba a falta de patriotismo, me resultaba un acto de lesa complicidad con los Castros cadáveres y con los actuales Ramfis Castros que tenían a José Daniel Ferrer secuestrado en Cuba, torturándolo con un sadismo estrictamente hollywoodense.
José Daniel Ferrer, más conocido por el alias #FreeFerrer que devino etiqueta viral en Twitter, vino entonces hasta mi ventanilla y comenzó a tocar el vidrio con sus falanges de insania siboneyista. Temí que fuera a romperlo, como mismo había arruinado un minuto antes la carrocería. Le abrí. Me miró. Fijo, como los locos, sin pestañear. Sudaba a mares en medio del diciembre Missouri. Entonces me dijo:
―No lo publiques todavía―me dijo―, no quiero que mi familia se entere por nadie antes que yo.
Entonces lo miré. También fijo, también como los locos, sin pestañear. Tiritando por los cero grados Celsius que me entraban a través de la ventanilla abierta y desde más allá del torso de toro desnudo de José Daniel Ferrer.
―¿Publicar el qué…? ―le dije, y de verdad que no entendía nada de nada―. No entiendo nada de nada.
―Oye, cojone―se alteró, de ser posible alterarse por encima de su alteración―. Tú sabes bien lo que digo. Tú sabes de sobra lo que esta noche me pasó.
Y el último de los mártires cubanos comenzó a diluirse, a difuminarse en el recuadro cinematográfico de mi ventanilla. Como un espectro de éter, un fantasma de gas, una neblina que no encuentra nada lo suficientemente sólido a su alrededor para condensarse al estado líquido. Como quien machistamente no se puede permitir al morir la mariconería de rebajarse ni por un momento al estado de lágrima.
Uber Cuba 0106
Es ciertamente un alivio la condición congénita de no ser recordado. Es el único olvido contra el horror.