El viejito lucía como de cien años, pero bastante bien conservado para lo enclenque que parecía. Todo encorvado, hacia delante y también un poco hacia su lado izquierdo. La piel de la cara la tenía como de paja, un patiñero de arrugas y verrugas. Le sobresalían de los poros ciertos restos arqueológicos de lo que debió de haber sido una barba. Los labios, hechos ya un culo de gallina. Pensé: “Señor, hazme mártir de la Revolución o del Exilio o de lo que tú prefieras, pero no me hagas llegar a viejo así, por favor”.
El adefesio a medio momificar se sentó a mi lado en el asiento de atrás del taxi. Olía a ácido fénico. Estos Uber Pool de Miami son lo peor de lo peor. Y, tan pronto como acomodó su tambaleante esqueleto, se puso a declamar bajito, como en una oración siniestra o un mantra sacado de quién sabe cuál manual de materialismo:
―Os voy a referir una historia. Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades: Presidente, Congreso, tribunales. Todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo.
El chofer se viró hacia atrás en la luz roja del semáforo de Flagler y la no sé qué calle o avenida. Iba a pedirle a su cliente que bajara la voz, pero en definitiva se arrepintió de hacerlo, pues lo cierto es que el anciano pasajero no hubiera podido hablar más bajito. Apenas susurraba su rosario de calamidades y nostalgias. Aunque, curiosamente, su voz tan temblorosa diríase que tronaba dentro de aquel carro de alquiler.
―Aquel pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver. Estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada. Sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro. ¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se despertó estremecida: a las sombras de la noche los espectros del pasado se habían conjurado mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada por las manos, por los pies y por el cuello.
Lo decía todo de memoria, sin equivocarse en una sola de las sílabas. Tal vez por eso daba la impresión de el señor prehistórico estaba leyendo su perorata de alguna parte. Acaso precisamente de su mente senil.
Y volvía a la carga, trastocando el orden de las oraciones, pero probablemente manteniendo intacto el sentido:
―El pueblo no satisfacía al gobierno, pero el gobierno podía cambiar de pueblo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo…
―¡Pobre pueblo! Todo su futuro estaba en la esperanza…
Cuando me bajé en Westchester, el centenario pasajero continuaba con sus ciclos de enumeración y sus estrafalarias evocaciones de un país putativo. Llegué a pensar que no había ninguna garantía de que el abuelo fuera en realidad cubano, dada la neutralidad ancestral de su acento. Además, nadie en Miami habla ya en cubano sino en su corrupción, sea por defecto o exceso o ambas taras de un totalitarismo más gramático que grosero.
Aún me sonaba en el oído su palabrería de pan y circo. Traté de hacer un esfuerzo antes de entrar en mi casa, pero fue en vano intentar recobrar en mi mente de dónde me sonaba tan familiar su discursiva. Fue por gusto. Fuera de Cuba, todo se parece a todo. De ahí que nada remita ya a nada. Hasta el lenguaje de los cubanos es ahora un eco hueco. La hecatombe, y no la historia, es la que nunca nos absolverá.
Uber Cuba 0099
No nos fuimos: nos extinguimos.
Exterminadores de toda belleza y verdad. Basura insular, basura exiliada. Una plaga que ninguna otra raza superior a nosotros será capaz de erradicar.