―Mis primeros discos de Silvio ―me dijo sin mirarme, la vista perdida por la ventanilla en el paisaje sin paisaje que es hoy Hialeah, la ciudad que progresa hacia ninguna parte―. Increíble, ¿no? ¿Quién me lo iba a decir? ¡Los discos viejos de Silvio! A la hora de salir de mi casa, mi barrio, mi Habana. A la hora de irme para el carajo de Cuba y no volver nunca más allí, lo único que me dio por coger fueron los discos de Silvio. No me podía alejar de ellos, no había forma humana de que los pudiera dejar abandonados allí. ¡Ni loco! Ni aunque me amarraran o amenazaran con matarme. No podía despedirme de esa música mal cantada y peor grabada a finales de los sesenta. Espero no me malinterpretes, espero no seas tú como son el resto de los cubanos. No soy, no fui, y nunca seré comunista. Tampoco he sido un nostálgico ni nada que se le parezca. Vivo en el presente y no extraño aquella mierda opresiva atestada de cubanos por los cuatro costados. No se trata de eso. Se trata de que aquella música sagrada había sido la banda sonora de mi juventud. Mi edad de oro, mis años de luz e ilusión. El único tiempo de toda mi vida en que yo fui capaz de sentir amor. Estaba vivo de remate. Vivo de la cabeza a los pies y hasta el fin de la eternidad. ¿Qué más quieres que te diga? ¿No te basta con que aún sea capaz de recuperar en un taxi Uber esas dos palabras perdidas: vida, amor, amor, vida? Son, por lo demás, canciones que nadie conoce como tal. Un Silvio que el propio Silvio olvidó. Un Silvio secreto, hecho de huesos y corazón, a pesar del Silvio zoquete y socialistón. Una poesía pura, prístina, de cosmos a punto de renacer. Parezco un místico, lo sé. Y lo soy. Porque todos los fuimos entonces, de manera fácil e inmediata. Pero lo olvidamos, nos envilecimos cobardemente tan pronto como ocurrió la primera traición y la primera complicidad con una vida pasada que no se suponía fuera nuestra vida en el porvenir. Y, por cierto, esta sería la tercera palabra perdida que he recuperado en un taxi Uber para ti: porvenir. Aquellas, no sé, cien o doscientas primeras canciones de Silvio eran como un milagro, compadre ―decía sin mirarme nunca, su vista siempre extraviada ventanilla afuera, por donde pasaba raudo y veloz un exilio de imitación, escenario de tramoya, vaciado de sentido, intraducible de remate―, créeme que la suya fue una palabra inesperada y, de hecho, yo diría que impensable, en medio de todo el ruido y toda la retórica ripiosa de la Revolución. La de Silvio fue una rabia salvadora. Y en este punto me da lo mismo si me malinterpretan o no. ¡Allá ustedes los cubanos que quedaron después del holocastro! Yo no, yo ya me estoy yendo en paz. Y me voy musitando el mantra de estos versos del evangelio invisible de mi juventud, que son en definitiva las leyendas de águila y los funerales de insecto de mi generación, la última generación de cubanos que vivió a Cuba con amor:
No quiero el despertar de abrir un puño y ver que en la palma quedó sólo sal, sólo sal, sólo sal. Quiero no ser juguete de voces negras y viejas, quiero sentarme quieto en la noche nueva y bella. Pues si la muerte es lo que viene, hay que ocupar esa distancia en la que va a llegar. Déjame decir para siempre por última vez y regresar sólo con mis buenos días y el adiós regresar. Después, quizás perdida en las memorias, no habrá quien cuente un día nuestra historia. Pero mientras tanto, ay, pero mientras tanto, yo tengo que hablar, tengo que vivir, tengo que decir lo que he de pensar: cantar y gritar la vida, el amor, la guerra, el dolor. Y más tarde guardaré la voz. No hay nada aquí: sólo unos días que se aprestan a pasar, sólo una tarde en que se puede respirar. Un diminuto instante inmenso en el vivir. Después mirar la realidad y nada más…