Tenía un tatuaje en el bollo y un tumor en la cabeza, me dijo sin quitar la vista del expressway.
Tenía, también, unas ganas enormes de matarse en la próxima curva cósmica de la carretera. Y ganas de llevarse a alguien lindo con ella. Y noble. No una de esas alimañas humanas de las que tanto abundan por los exilios cubanos. Sobre todo en el exilio de Miami.
Morirse solo es una especie de maldición sobre la maldición de haber nacidos en este mundo. De suerte que ella quería morirse junto alguien que fuera lindo y noble, alguien que mereciera la pena si no de estar vivo, al menos sí de morirse junto a él. O junto a ella.
Bajo el semáforo de Le Jeune y la Calle 8, me miró muy seriamente. Entonces me preguntó si por casualidad esa persona perfecta no podría por un momento ser yo.
Estuve tentado de decirle que sí. Dale, princesa, pisa de una puta vez la pinga esa de acelerador. Métele hasta el fondo tus pies y vámonos de cabeza bajo el trailer de un buen rastrón. ¡Chas! Decapitados de pronto sin saber qué pasó, como insectos. Sin dolor y sin tener que pasar por el trance traumatizante de decir y que nos digan adiós.
Lo cierto fue que no le respondí nada. Si acaso, una sonrisita nerviosa. Pendeja, apendejada.
Pensé en tirarme del taxi a tiempo, ahora que el Uber estaba parado bajo la luz roja y el sol radiactivo de Miami. Agosto ardía.
Como todo sobreviviente, yo también le demostré ser un cobarde por estar vivo y no saber hasta cuándo.
Me miró con verdadera compasión. Se daba cuenta de que yo estaba mucho peor que ella. Mi destino era indescriptible: yo tendría que vivir cien años así. Ver el fin de todo y de todos. Habitar en una época donde nunca habrá ocurrido la Revolución cubana. Y adaptarme amargamente a la idea de que Fidel Castro fue apenas un sueño de siesta individual, ni siquiera una pesadillesca alucinación colectiva.
Me di lástima yo mismo, iluminado bajo su mirada de mujer que ha mirado larga y largamente de frente a la muerte, sin ningún tipo de mariconada filosófica ni conceptual.
Le pedí perdón:
―Perdóname ―le pedí.
Y me dejó en mi efficiency de alquiler un poco más abajo. En la avenida Madeira, la callecita cuqui que conozco bien desde Cuba, porque ahí radica el cuartel general de CubaNet. Y porque desde ahí escribe sus queridas lluvias una muchacha cubana que yo amé (de hechos, fui muchas noches el padre de su bebé).
Nunca le vi tumor alguno en la cabeza a la taxista del Uber. Lo tendría escondido por dentro, no sé. El tatuaje del bollo, sin embargo, sí que me lo enseñó cuando me bajé. Al menos la parte de arriba, no completo. Era una palabra en forma de bóveda o vitral.
Me prometió que no se la revelaría a nadie.
―Nadie es nadie ―me pidió.
Y si hay una mujer en el mundo a la que nunca voy a traicionar, es a ella. Te lo juro. También a ella se lo juré.
Ojalá ya estés muerta y no lo sepas, mi amor.