El Uber avanzaba lentísimo en mi App. Se movía, se paraba, daba una vuelta en redondo en el mapita de mi teléfono móvil, y otra vez echaba a rodar hacia mí, sólo que un poco más lento que al principio, de ser eso posible. A ese ritmo más nunca iba a llegar al punto exacto desde donde yo lo llamaba.
Me desesperé con el inmigrante. Al carajo. Y le di “cancelar” al BMW Sedán negro del cabrón Muhammad. Debí de haberlo reportado a la compañía. Esa es la moda aquí: quejarse por todo y de todos, todo el tiempo. Ser una víctima del capitalismo. Bueno, ahora yo también era un sobreviviente de la demora traumatizante del musulmán Muhammad. ¿A ver qué me van a decir?
Con esa tardanza, por lo demás, ya él me estaba de hecho afectando en mi rendimiento académico en Washington University de Saint Louis. Lo que a su vez me iba a limitar en los posibles puestos de trabajo a los que yo pudiera aplicar cuando me graduase del doctorado. Con PhD y desempleado por culpa de aquel incapaz.
Lo menos que yo debía de hacer ahora era demandar al árabe, y lo digo sin ningún prejuicio, por perjuicios económicos en mi contra y contra la estabilidad de mi familia entera dejada allá atrás, allá abajo, allá lejos, allá dónde pero cúando, cómo, allá en Cuba.
En fin, que el tipo del turbante era demasiado lento para vivir en el Oeste. En este caso, en el Medio-Oeste. Una zona de los Estados Unidos antiguamente llamada el Cinturón de la Biblia, que pronto será rebautizada, supongo, como el Cinturón del Corán. Rebautizada, no: remahomizada.
Mejor así. Tanto lío con la Primera Enmienda y la libertad de culto y, total, para qué. ¿Para practicar el oscurantismo? En fin, lo repito, los tiquitiquis y tacatacas de los Estados Unidos no son en absoluto mi maletín. Que se jodan los americanos. USA Akbar.
Pedí otro taxi Uber en mi App. Me respondió de nuevo el mismo Muhammad con su BMW Sedán negro. Esta vez el iconito del carro venía que jodía en el mapa de mi teléfono celular. El inmigrante islámico manejaba que se mataba hacia el punto exacto desde donde yo lo llamaba por segunda vez.
Juro que sentí miedo, sentí espanto. Ganas de pedirle perdón pagano al pobre creyente. Pero lo que hice fue que me eché a correr, lo digo sin jodederas, a correr internándome en las veredas de bicicletas y scooters del Forest Park. Le ronca la pinga esto, compañeros: ¡venir desde Cuba para seguir siendo un perseguido perpetuo!
En cualquier caso, esta vez ni siquiera le di “cancelar” al taxi del tipo. No valía la pena, igual ya me tenía localizado y bien localizadito. Colimado como a un rascacielos. Así que desinstalé directamente el App de Uber y apagué el puto teléfono, quitándole las baterías hasta saberme seguro bien lejos de allí.
Nunca se sabe. Uber avisado no mata cubano.
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