· “Mi regreso a Cuba va a significar una emancipación para el país y para su gente” (Orlando Luis Pardo Lazo conversa con Jorge Enrique Lage)
El negro me miró a los ojos. Abrió su boca de casi setenta resingados años. Una boca que era puro cuatro-colmillos. Como un tigre sin dientes ni molares. Como un gato arrabalero que se había escapado de Cuba por la sacrosantísima bahía del Mariel: venerable vagina que abortó de un solo pujo a 150 mil cubanos, 20 mil de ellos exquisitos cadáveres (carne carcomida por los escualos).
El negro comía melocotón y tenía los ojos azules. ¿En dónde repinga encontrar sentido? El taxi Uber era un ojo con alas, con música de violín mariachi a la medianoche. Estábamos en La Crosse, Wisconsin, y matábamos el tiempo dando vueltas por la madrugada de la ciudad. Mientras el negro me contaba su historia de escoria y yo soñaba con conejos muertos que humeaban en la nieve norteamericana una gotica de sangre, ¿hacia dónde vas?
Íbamos camino al río Mississippi y después al lago Michigan, ambos cubiertos por el hielo sucio de un cojonal de cometas caídos sobre la Tierra, milenios antes de la Revolución cubana. Sólo al amanecer, entonces, partiríamos hacia el aeropuerto para yo regresar de nuevo otra vez a Saint Louis, Missouri, al campito de concentración de mi universidad: retórica reiterativa, retorcida como un alambre de púas metido por el culo sobreviviente de un marielito desaparecido.
El negro escupió ventanilla afuera los ripios del melocotón y sus ojos recobraron su color hepático. Era obvio que aquel negro era un negro cubano. Era obvio que ya era muy tarde para seguir siendo un negro y que el negro cubano se estaba muriendo y no tenía a otro negro cubano a quién confesárselo.
Decidí ser un negro cubano para él. Decidí confesarlo en el nombre compasivo y misericordioso de la Revolución cubana. El castrismo es grande.
―Negro ―le dije―, cuéntame lo que te pasa.
La noche era hermosa como una papaya abierta de parte a parte, partida por la suculenta mitad, la leche de dios derramada a medio camino de la labia láctea de mi compatriota sin patria.
―No te calles nada, negro, por tu madre ―le dije―, cuéntanos lo que nos pasa.
El negro me miró a los ojos. Cerró su boca de casi setenta resingados años. Su condición de colmillos cuaternarios de pronto desapareció. De pronto ya no parecía tan viejo aquel viejo marielito que me había roto el corazón con que vivo, con que vivimos.
Cubanos desaparecidos, cubanos sobremurientes que a nadie debíamos nuestra sobremuerte. Esa misma tarde me había llegado un mensajito en WhatsApp desde La Habana: Roberto Fernández Retamar ha muerto esta tarde, preguntando patéticamente por su padre, ¿Y Fernández?
―Yo soy de la escoria ―me dijo, como si dijera yo soy el hijo pródigo que nunca retornará ni al coño de su madre―. Nosotros no tenemos derecho a contar nada.
Y entonces, a la vista de la luna menos veinte grados Fahrenheit del Estado Tejón, me dijo:
―Prométeme que tú sí vas a escribir sobre mí. Prométeme que vas a hablar de nosotros como sólo saben hablar los blancos.
Palabras de paria. Palabras de un cubano que en Cuba bien pudo haberse templado a mi madre. Palabras de pobre progenitor sin progenie, este negro cubano como un tejón dormido sobre la nieve tan blanca. Como un tejón adolorido: lo prometido es deuda, mi padre.
Espantado de todo me refugio en Trump
El libro más reciente de Orlando Luis Pardo Lazo.
“El escritor cubano más audaz, el más incorrecto, el más sincero. Un libro que no te puedes perder”.