Uber Cuba 0083


· Uber Cuba 0082


Una madrugada, bastante temprano, o acaso todavía muy tarde, llamé a un Uber taxi para ir desde mi hotel de Boston hasta algún cafecito insomne de Cambridge, en la República Popular Democrática de Massachusetts. 

Tan pronto como vi su carrito acercarse al lobby, tuve una especie de deja-vu. En efecto, el chofer era el mismísimo cardenal católico cubano en persona: Jaime Lucas Ortega y Alamino, arzobispo de la Arquidiócesis de La Habana. No se me despinta su pinta, ni disfrazado de obrerito exiliado digital.

Me llamó la atención que en el App de Uber su sacrosanto nombre de varón fuera otro: decía “Jorge Domínguez, PhD”, al parecer un cubano también. Como todos los choferes en los Estados Unidos últimamente. 

El cardenal, por lo demás, no vestía sus hábitos de cardenal al volante, sino una especie de tuxedo púrpura y una pantaloneta lila. Llevaba los ojos (es decir, las ojeras) pintados con una sombrita violentamente violeta que relumbraba diabólicamente en el espejo retrovisor. 

Escondeos, no importa: la historia os reconocerá. Es sabido que objects in the mirror look closer than they appear.

Esa risa beatífica suya es inconfundible, inescondible. Y me temo que me acompañará por los viajes de mis viajes, hasta el fin de Cuba y de la compañía Uber que Cuba nunca tendrá. 

Desde mi confesionario en el asiento de atrás, recordé entonces lo que el cardenal había venido a hacer a los Estados Unidos. Por órdenes de La Habana, un profesor castrista lo había invitado a impartir una conferencia magistral en la Universidad de Harvard, no muy lejos de aquí. El tema sería, como se cae de la mata, “La iglesia y la comunidad: el rol de la iglesia católica en Cuba”. Porque, ¿de qué otra cosa podría hablar un cardenal cubano en una universidad de corte comunistón?

Con la Iglesia Castrólica hemos topado, Sancho. Y también con una academia norteamericana saturada de castrodémicos por concepto y por corazón, ese órgano de bioseguridad que no por gusto se ubica al lado izquierdo de la patria del pecho.

Yo iba en el carro con una tembona medio árabe, recién ligada gracias a Alá y a su misericordia erotómana a través de otra compañía digital, Tinder. Los dos íbamos un poco tomados ya, así que no pude evitar que la musulmana me siguiera besando y besando a sus anchas, por encima de su burka porno a medio ripiar.

El cardenal nos contemplaba casi templar, envidioso. Lascivioso, como todo clero esclerótico. Finalmente nos dejó en nuestro destino, un discretico café a un costado precisamente de la Universidad de Harvard, a donde entramos muy modositos y sin tocarnos, tal como lo exige la corrección política Made in CNN y en The New York Times. De hecho, como si los dos, aunque acabábamos de conocernos en aquella primera cita, recién hubiéramos recibido nuestros respectivos votos de castidad de las manos malvas del purpurado. Malvadas.

Recordé que el cardenal cubano en Harvard había dicho que los disidentes cubanos son una partida de delincuentes. Y que la sociedad civil y opositora de la Isla es pagada desde Miami y, para colmo, que recibe sus órdenes desde el exilio gracias a su abundancia de teléfonos celulares. Joyitas así. 

Y en cada una de sus sentencias al muy cabroncito no le faltaba razón. Más sabe el diablo por cardenal que por diablo. Pero más sabe el cardenal por camarada que por cardenal.

No le dejé propina al jerarca católico en el App de Uber. O sí, sí se la dejé. Pero no se la di, sino que se la propiné. 

Con toda mi rabia retórica, con todo mi resentimiento de clase, con toda la irreverencundia de ser yo el mejor escritor vivo dentro y fuera de nuestra cárcel insular, le puse en negritas (técnicamente, en rojitas), justo ahí donde más le dolería a él en tanto chofer contratado por el tal “Jorge Domínguez”, acaso para que Su Eminencia regresara a la Isla con unos quilitos cobarde de más: Viva Cuba sin Castros, HdP.