“Marianela”, así, huerfanita sin apellidos. Que primero fue una novela de Benito Pérez Galdós, ese incontinente verbal del siglo XIX. Y que después fue una película cursi, por supuesto española, que vi en blanco y negro a mis siete años en los años setenta en Cuba, y que nunca pude olvidar, sin saber todavía quién era la diva Rocío Durcal ni mucho menos el galán francés Pierre Orcel.
Y ahora, de pronto, otra vez: “Marianela”, así, pasajera sin apellidos, parpadeando en el App de Uber de mi iPhone X, a la espera de que yo fuera a recogerla al casino que está al otro lado del río Missouri, ya en el estado pro-cannabis y pro-aborto de Illinois.
Traía una pucha de flores rojas, por Navidad, y me ofreció una al montarse en mi Chevy Cruze: “Toma, chaval”, me dijo, “ten una flor sin pena, mira que las flores son las estrellas de la Tierra”.
Me reí ante su disparate poético, pero ella siguió: “Tal como las estrellas son las miradas de los que se han ido al cielo”. Me pareció una metáfora algo mejor. O acaso sea un símil. Espero que no una onomatopeya o algo por el estilo.
Y entonces, siguiendo un hilo lógico, Marianela remató: “Por eso las flores son las miradas de los que se han muerto y no han ido todavía al cielo. Venga, toma no una, sino dos, que nunca se sabe cuándo estamos en vísperas del juicio final”.
Me pareció una frase de mal agüero, sobre todo a esa hora pico en que las carreteras interestatales de Missouri se llenan de ambulancias y patrulleros. Pero no se lo dije. Era demasiado bella, demasiado bobita, demasiado brutal. Marianélame, orlándote.
En una de esas, confundió mi apellido cuando se lo dije. Entendió “Pablo” en lugar de “Pardo”, y entonces sus ojillos de mora traidora brillaron. Como estrellas en mi taxi. Es decir, incinerando el recuerdo de su amor muerto en mi asiento de atrás.
Poco importa que su nombre completo fuera María Manuela Téllez, y que esté muerta desde el 12 de octubre de mil ochocientos sesenta y tantos. Para mí, ella ha sido y será Marianela para siempre, lazarilla aniñada que a su vez llamaba “niño mío” todo el tiempo al tal Pablo en cuestión, aquel joven ciego a quien ella guiaba de una escena a otra del film, hasta que él recupera por fin la vista tras una operación, y entonces el azar ingrato separa la felicidad del nuevo vidente y el suicidio súbito de su eterna lazarilla enloquecida, despechada por otra chica más bruta pero más educada que ella, por lo que Marianela se tira de cabeza en la Trascava, una palabra que desde niño ignoro pero que igual aún me aterra.
Esta Marianela de Uber por suerte no se tiró de mi taxi en movimiento. Me pidió que la llevara del casino del río Mississippi hasta el casino del río Missouri. Al parecer, era un día de buena suerte para ella. En términos del azar monetario. Es sabido que, desafortunada en amores, afortunada en el juego…
Me gustaría ver aquella peliculita setentosa por segunda vez. Me gustaría ser por segunda vez el niño de siete años aquel. Me sentía tan seguro, tan en casa, tan a salvo, tan inmortal. Por entonces yo sabía que nada podía salirme mal, mucho menos el amor, cuando creciera un poco y llegara hasta mí el amor. No habría enfermedades, no habría pérdidas, no habría miedo de estar vivos en esta realidad. Ni en ninguna. El tiempo, en aquella Cuba cársica de los Castros, todavía no se había convertido en el traidor interior que es hoy.
Todo bien. Nada que lamentar. Al menos volví a coincidir en libertad con Marianela, medio siglo después. En la Cuba del neocastrismo ese filme nunca se volverá a exhibir por televisión.
Puedes matarte por última vez con confianza, Marianela. Estás ante un antiguo aliado tuyo y de tu supuesta minusvalía física e intelectual. Yo, Pardo y no Pablo, ciego o vidente, nunca te voy a abandonar, niña mía. Orlándote, marianélate.
Librería
Mis felicitaciones a este bloguero ripioso sin ningún talento, el Gran O, por el tan cacareado lanzamiento de su nuevo libro…
Donald J. Trump, @realDonaldTrump
Uber Cuba 0107
Por detrás del Buzz Westfall Justice Center, en el multimillonario distrito de Clayton que tanto me recuerda a mi adorado Washington D.C., exactamente en la esquina de las avenidas Carondelet y Bemiston, paró mi taxi José Daniel Ferrer en persona.