La líder opositora bielorrusa Svetlana Tijanóvskaya protesta contra los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 en Berlín, octubre de 2020.
Bielorrusia —encajada entre la Unión Europea, Ucrania y Rusia— ha sido durante mucho tiempo pasada por alto y subestimada por los observadores externos, que a menudo la ven como poco más que una extensión de Rusia. Esta percepción se debe en gran medida al control del dictador del país, Alexander Lukashenko. Desde 1994, ha transformado Bielorrusia en un Estado represivo, marcado por elecciones fraudulentas, violencia sistemática y una creciente dependencia de Moscú y Pekín.
Pero hace cinco años, los bielorrusos dejaron claro que no quieren vivir en una autocracia beligerante, aislada del resto de Europa y del mundo. En 2020, me presenté a las elecciones presidenciales de Bielorrusia para impedir que Lukashenko reclamara un sexto mandato. No esperaba ganar; Lukashenko había manipulado todos los comicios anteriores. Pero mi mensaje —liberar a los presos políticos del país, poner fin a la represión, celebrar elecciones reales y restablecer el Estado de derecho— tocó una fibra sensible. Según observadores independientes, la mayoría de los bielorrusos votó por mí. Cuando Lukashenko se autoproclamó ganador de todos modos, el país estalló en el mayor levantamiento pacífico de su historia moderna. Hasta 1,5 millones de personas inundaron las calles de las ciudades bielorrusas exigiendo un cambio.
No tenía intención de entrar en política. Era profesora de inglés y luego madre a tiempo completo, dedicada a ayudar a mi hijo con discapacidad auditiva. Mi marido, Siarhei Tsikhanouski, era el político: un empresario cuyo blog denunciaba las humillaciones diarias de la vida bajo la dictadura. Sus palabras inspiraban a miles. Cuando anunció su candidatura en mayo de 2020, el régimen lo arrestó pocos días después. Decidí postularme en su lugar, no por ambición, sino por amor.
La respuesta a las protestas fue brutal. Para despejar las calles, el régimen llevó a cabo oleadas de arrestos masivos, recurrió a la tortura generalizada y aterrorizó a la población en general. Detuvo a decenas de miles de personas y golpeó a cientos más. Me vi obligada a exiliarme, junto con muchos otros. Aun así, el levantamiento sacudió al régimen hasta sus cimientos. Las manifestaciones podrían haber triunfado de no ser por el presidente ruso, Vladímir Putin. Para preparar su invasión de Ucrania en febrero de 2022, Putin necesitaba a Bielorrusia como plataforma de lanzamiento. Así, apuntaló a Lukashenko enviando asesores de seguridad y otros tipos de operativos, prestando asistencia financiera y mostrando su disposición a intervenir más intensamente, salvando así el gobierno de Lukashenko a cambio de obediencia y la sumisión de Bielorrusia. Hoy, mi país sigue bajo ocupación rusa de facto. Nueve millones de personas están siendo mantenidas como rehenes por un régimen que no les rinde cuentas a ellas, sino al Kremlin.
Aunque Lukashenko logró detener las protestas, los bielorrusos siguen anhelando libertad. Desde fuera del país, mis colegas y yo trabajamos para liberar nuestra patria. Hemos establecido un gobierno en el exilio, integrado por activistas bielorrusos y desertores del régimen, preparados para asumir la reconstrucción del país. Hemos formalizado vínculos con funcionarios estadounidenses y europeos. Muchos países me consideran ahora la líder legítima de Bielorrusia. Incluso hemos tendido puentes con miembros del régimen dispuestos al cambio.
En otras palabras, el espíritu de resistencia perdura. Y con él, también la posibilidad de una democracia bielorrusa.
Listos para actuar
Bielorrusia es una nación europea. Tiene su propio idioma, historia e identidad. Cuenta con una larga tradición de aspiraciones democráticas y de apoyo a sus vecinos occidentales. Pese a la censura y la represión, las encuestas muestran de forma consistente que los bielorrusos rechazan la guerra de Rusia contra Ucrania, se oponen a la tiranía y apoyan la democracia. Solo un 4% está a favor de la unificación con Rusia. Más del 60% se opone al despliegue de armas nucleares de Putin en suelo bielorruso.
Estas cifras no son una anomalía, sino una prueba de una profunda orientación proindependencia y proeuropea que el régimen no logra extinguir. Han complicado los intentos de Putin de actuar a su antojo en Bielorrusia, pese a su tiranía y la de Lukashenko. Putin, por ejemplo, no logró arrastrar al ejército bielorruso a su guerra. De hecho, ferroviarios bielorrusos sabotearon la logística militar rusa desde las primeras semanas de la invasión. Muchos bielorrusos incluso se han unido a la defensa de Ucrania, formando el Regimiento Kalinouski: la mayor unidad extranjera de voluntarios del ejército ucraniano.
A causa de la represión, la resistencia a Lukashenko se ha desplazado a la clandestinidad y al exilio. Pero incluso desde fuera, la oposición bielorrusa ha construido algo poco común: una alternativa unificada, creíble y lista frente a la dictadura. Hemos formado el Gabinete de Transición Unificado y el Consejo de Coordinación, en los que los representantes son elegidos mediante herramientas digitales. Estos órganos representan la voluntad democrática del pueblo bielorruso y prestan apoyo práctico tanto a quienes siguen en el país como a más de medio millón de bielorrusos exiliados. Son una estructura de gobierno viable: un gobierno en espera.
Además de este gabinete y consejo, nuestro movimiento incluye una red de organizaciones de la sociedad civil, grupos de la diáspora, medios independientes, servicios educativos y jurídicos, y proveedores de ayuda humanitaria que asisten a los represaliados y sus familias. Trabajamos con comunidades religiosas, pequeñas empresas y sindicatos para mantener la solidaridad social, defender los derechos laborales y preservar la identidad y la vida cívica bielorrusa, a pesar de la dictadura. Nuestras plataformas mediáticas siguen llegando a millones de personas dentro de Bielorrusia, a pesar de las restricciones a la prensa.
Nuestro movimiento está cumpliendo sus compromisos. Inspirados en el paso dado por el gobierno estonio en el exilio formado en la década de 1940 para oponerse a la ocupación soviética, hemos introducido un nuevo pasaporte bielorruso para exiliados y redactado una nueva constitución. Hemos formalizado la cooperación con la Unión Europea y el Consejo de Europa. Y mantenemos un diálogo estratégico con el Departamento de Estado de EE. UU. para aumentar la presión sobre el régimen, respaldar nuestro movimiento por la libertad y garantizar que Bielorrusia permanezca en la agenda internacional y en las conversaciones sobre la arquitectura de seguridad europea. Estas medidas contribuirán a que, cuando Bielorrusia tenga su próxima oportunidad política, podamos actuar con rapidez y orientar al país hacia la democracia.
Hoy, esa oportunidad puede parecer improbable. Pero la historia demuestra que las dictaduras suelen derrumbarse de forma inesperada, a causa de choques internos o externos. Lukashenko, por ejemplo, está envejeciendo, y en los círculos más altos del régimen ya han comenzado las discusiones sobre la inevitable transición de poder. Desgraciadamente para ellos, el sistema que construyó está totalmente centrado en su persona y carece de un mecanismo legítimo o estable de sucesión. A diferencia de otros autócratas, Lukashenko tampoco tiene un heredero viable. Eso hace que su sistema sea frágil. Nosotros trabajamos para que, cuando se produzca un vacío de poder, Bielorrusia pase a nuestras manos y no a las de Putin.
Para ello, estamos enviando un mensaje claro a las élites del régimen: existe una posibilidad de transición negociada y pacífica. Proponemos un diálogo en mesa redonda entre representantes de las fuerzas democráticas y aquellos dentro del régimen dispuestos a hablar de cambio. El objetivo es lograr la reconciliación nacional y poner fin a la crisis política mediante una transición pacífica y negociada. Este modelo se inspira en la mesa redonda polaca de 1989 entre Solidaridad —el movimiento opositor del momento— y las autoridades, debilitadas por una Moscú menos poderosa y por las sanciones de EE. UU. y Europa. El resultado fue que Solidaridad asumió el poder.
El régimen bielorruso, como el polaco de entonces, es mucho menos monolítico de lo que parece. En ministerios, servicios de seguridad e incluso medios estatales, hay funcionarios desilusionados. Algunos ya nos filtran información valiosa, incluida la relativa a cómo Minsk elude las sanciones. Estos informantes pueden ser cruciales cuando se abra la ventana para el cambio. Por eso mantenemos líneas de comunicación discretas pero activas con ellos. Saben que el cambio es inevitable y que su futuro depende de ser parte de él. Nuestra tarea es ampliar estos contactos mientras conservamos el apoyo de los bielorrusos y mantenemos el sentimiento proeuropeo. Trabajamos para impedir que la propaganda rusa envenene a la sociedad bielorrusa.
También defendemos lo que queda de la independencia de Bielorrusia. Durante décadas, Lukashenko intentó jugar a Europa y Rusia la una contra la otra, pero hoy depende por completo de esta última. Mientras siga en el poder, Minsk se alineará cada vez más con Moscú, hasta el punto de que Bielorrusia podría convertirse en poco más que un puesto militar ruso.
El poder de la presión
Dada la fuerte dependencia del régimen respecto al Kremlin, una Bielorrusia democrática no solo responde al interés de los bielorrusos, sino también al de Estados Unidos y la Unión Europea. Si Bielorrusia fuera libre, Rusia perdería su actual “balcón militar” en Europa, lo que reduciría la presión sobre el flanco oriental de la OTAN y abarataría los costes de defensa del bloque. De hecho, una Bielorrusia libre podría convertirse en una fuente de estabilidad regional y en un verdadero socio de seguridad para Ucrania. Una Bielorrusia democrática contribuiría a la innovación digital —el país cuenta con un sector informático de primer nivel—, apoyaría la diversificación energética y facilitaría el comercio. A diferencia de Lukashenko, reforzaría la seguridad fronteriza en lugar de instrumentalizar la migración para provocar inestabilidad en Europa.
Para ser claros, no pedimos a otros que cambien nuestro país por nosotros. Esa es nuestra labor, nuestra misión y nuestra responsabilidad. Pero sí pedimos ayuda para hacer posible esa transformación.
Estados Unidos y la Unión Europea ya han dado pasos esenciales y útiles. Tras el robo de las elecciones bielorrusas en 2020, adoptaron una estrategia de tres frentes para apoyar al pueblo: debilitar el régimen de Lukashenko, respaldar las aspiraciones prolibertad y proeuropeas, y asistir en una eventual transición. Con ese fin, ambos impusieron sanciones al régimen. Lituania y Polonia acogieron a cientos de miles de bielorrusos, y Washington y la UE brindaron apoyo a medios independientes, activistas y proyectos destinados a preservar la identidad nacional. La UE incluso ha prometido más de 3.000 millones de dólares para apoyar a Bielorrusia durante su transición democrática, una señal contundente de que el país pertenece a Europa. Han seguido trazando una línea clara entre el pueblo bielorruso y el régimen, incluso después de que este ayudara a Moscú a avanzar hacia Kiev. Esa distinción es uno de los logros clave de nuestro movimiento.
Apertura de una urna para el recuento de votos durante las elecciones presidenciales bielorrusas, Minsk, Bielorrusia, enero de 2025.
Este enfoque debe continuar. En ocasiones, escucho a analistas que piden volver a trabajar con Lukashenko como forma de aislar al Kremlin, como si ambos pudieran separarse. En cambio, Estados Unidos y Europa deben redoblar su apoyo al pueblo bielorruso mediante asistencia técnica a la sociedad civil, medios independientes, activistas de derechos humanos, organizaciones culturales, herramientas de seguridad digital y redes de la diáspora. Ellos son el oxígeno de la resistencia. Ese apoyo debe extenderse a los exiliados y a nuestras instituciones. Rusia está inyectando cientos de millones de dólares para apuntalar el régimen de Lukashenko. Estados Unidos y Europa deben garantizar que podamos seguir construyendo una alternativa fuerte y resiliente.
Algunos analistas de EE. UU. y la UE podrían preguntarse si el cambio de régimen es factible mientras Rusia esté tan decidida a mantener a Lukashenko. Moralmente, el futuro de Bielorrusia no le corresponde a Moscú decidir, pero, en la práctica, mucho dependerá de la fortaleza de Rusia en un momento de crisis y del desenlace de su guerra contra Ucrania. Si Rusia es débil y está contenida, Bielorrusia tendrá una oportunidad. Por ello, los responsables estadounidenses y europeos no pueden ignorar a Bielorrusia cuando empiecen a debatir sobre alto el fuego, Ucrania y una paz duradera en la región. Otros Estados deben garantizar que Moscú no interfiera cuando comience el cambio en Bielorrusia y que el país no se convierta en un premio de consolación para un Putin derrotado.
Mientras tanto, Washington y la UE pueden aumentar sus medidas punitivas hacia Minsk. Podrían, por ejemplo, aplicar más sanciones secundarias y restringir el comercio de mercancías a través de la frontera UE-Bielorrusia, una de las principales fuentes de ingresos del régimen. Incluso la amenaza de tales acciones podría marcar la diferencia para un gobierno necesitado de liquidez. Debemos elevar el coste de cada acto de represión y de cada crimen que cometa Minsk. Por eso también pedimos a otros países que respalden la iniciativa de Lituania ante la Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia para exigir responsabilidades al régimen por sus crímenes. Entendemos que acabar con el régimen de Lukashenko podría requerir algún tipo de acuerdo: si, por ejemplo, Lukashenko renunciara voluntariamente y aceptara celebrar elecciones libres y justas bajo supervisión internacional, otros Estados podrían plantearse concederle a él y a su familia garantías personales de seguridad. De hecho, propusimos esta posibilidad en 2020. Pero, en general, para poner fin a la impunidad del régimen, sus responsables deben rendir cuentas ante la justicia.
El arte del acuerdo
Lamentablemente, en los últimos cinco años he sentido a menudo que organizaciones internacionales como las Naciones Unidas y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa han tenido dificultades para responder de forma significativa a crisis como la de Bielorrusia. Demasiadas veces, sus acciones se quedan en palabras de condena. Carecen de herramientas o de voluntad política, o se ven paralizadas por normas que exigen consenso y por la obstrucción de miembros autoritarios.
Sin embargo, los líderes mundiales a título individual son otra historia. Al reunirme con presidentes y primeros ministros —en el G-7, la Asamblea General de la ONU y otras plataformas globales— he comprendido hasta qué punto la iniciativa personal es decisiva. He sido testigo de un liderazgo firme en el caso de Bielorrusia por parte de figuras como la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen; la vicepresidenta de la Comisión Europea, Kaja Kallas; el secretario general de la OTAN, Mark Rutte; la presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola; la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, y el primer ministro de Polonia, Donald Tusk.
Quizá lo más importante es que he visto ese mismo liderazgo en el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Fue durante su primera administración cuando Estados Unidos adoptó medidas decisivas contra Lukashenko, que en gran medida marcaron el enfoque transatlántico hacia Bielorrusia. Washington fue uno de los primeros gobiernos en reaccionar ante su brutal represión de 2020, imponiendo sanciones a su régimen. Trump nombró a Julie Fisher embajadora en Bielorrusia. El régimen le negó la entrada, pero más tarde ejerció con brillantez como enviada especial de EE. UU. para Bielorrusia hasta 2022 y actualmente se desempeña como encargada de negocios estadounidense en Kiev.
Trump ha mantenido este sólido historial durante su segundo mandato. El general retirado Keith Kellogg, enviado presidencial para Ucrania, logró la liberación de varios presos políticos bielorrusos, incluidos ciudadanos estadounidenses y mi marido, Siarhei, que había pasado cinco años en régimen de aislamiento. Siempre estaré agradecida a Trump y a su equipo por este avance. No fue solo una misión humanitaria, sino también una clara demostración de la capacidad de presión estadounidense. Lukashenko teme la imprevisibilidad de Trump, y por eso optó por liberar a Siarhei en lugar de arriesgarse a sanciones más severas u otras medidas que pudieran poner en peligro su permanencia en el poder. No obtuvo nada de Washington a cambio. Hoy instamos a Trump a ir aún más lejos y a utilizar ese mismo poder de negociación para lograr la liberación de los 1.150 presos políticos restantes. Lograrlo podría marcar el inicio de una desescalada entre el régimen bielorruso y las fuerzas democráticas. Si sus esfuerzos tienen éxito, Trump podría anotarse la mayor victoria humanitaria para Bielorrusia en la historia moderna.
Trump no debe temer las consecuencias de un compromiso más profundo. A diferencia de muchas crisis globales, Bielorrusia no está inmersa en una guerra civil, un conflicto étnico o divisiones ideológicas. Se trata de un pulso de décadas, basado en el férreo control de un solo hombre. Para Trump, es una oportunidad de bajo coste y gran impacto. Bielorrusia podría convertirse en su historia de éxito en política exterior, enviando un mensaje a otros regímenes autoritarios enquistados —incluidos los de Cuba, Irán y Venezuela— de que no están a salvo.
Para reforzar y coordinar estos esfuerzos, ha llegado el momento de nombrar de nuevo un enviado especial de EE. UU. para Bielorrusia, al igual que Kellogg fue designado para Ucrania. Este enviado podría trabajar estrechamente con los socios europeos de Washington y con nuestro movimiento en la liberación de presos políticos, la sincronización de las sanciones y el aseguramiento de que Bielorrusia avance en la senda de las reformas.
Estoy convencida de que el Congreso de EE. UU. apoyará este planteamiento. Bielorrusia sigue siendo una de las pocas cuestiones de política exterior que une a legisladores de ambos partidos. Tanto demócratas como republicanos, en la Cámara de Representantes y en el Senado, respaldan las medidas que he expuesto. Ya se está redactando una versión actualizada de la bipartidista Belarus Democracy Act, que históricamente ha autorizado el apoyo a la sociedad civil bielorrusa, a los medios independientes y a los presos políticos, al tiempo que imponía sanciones a funcionarios del régimen. Esta ley puede servir de hoja de ruta para la acción.
No detenerse ante nada
Suelo decir que la lucha por la libertad no es una carrera de velocidad, sino un maratón. Sin embargo, exige estar preparado en cualquier momento. Incluso las dictaduras más arraigadas pueden caer de forma repentina.
Por suerte, los bielorrusos están listos. Son pacíficos, pacientes y resistentes. Luchamos por su dignidad, por la justicia y por su derecho a vivir en paz en su propia tierra. Quieren lo que todo estadounidense y europeo ya disfruta: el derecho a expresarse libremente, a practicar su fe sin miedo, a elegir a sus representantes, a decidir su propio futuro y a vivir con dignidad. Son valores que nos unen a nuestros vecinos del oeste.
Son también los valores que me inspiran a seguir luchando, junto con las miles de familias que siguen esperando a sus seres queridos y los cientos de miles de bielorrusos que permanecen en el exilio. El régimen pudo creer que, al liberar a mi marido, lograría silenciarme. Pero solo ha reavivado mi determinación. Con Siarhei a mi lado y con la fuerza de nuestro pueblo, continuaré esta lucha con el doble de energía.
Algunos dirán que Bielorrusia es demasiado pequeña para importar. Pero formamos parte de la historia de Europa y hemos pagado un alto precio por la libertad del continente. No nos rendiremos. La cuestión no es si el cambio llegará a Bielorrusia, sino quién estará preparado cuando suceda.
* Artículo original: “How to Resist a Dictator”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

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