La verdadera historia de la libertad de expresión: de ideal supremo a arma política

Hace unas semanas, mientras su administración iniciaba una purga en el gobierno de EE. UU. que evocaba los despidos masivos y las inquisiciones de los años cincuenta, el vicepresidente estadounidense, J.D. Vance, se tomó un momento para explicar a los europeos que, en realidad, eran ellos quienes tenían un problema con la diversidad ideológica. “En el Reino Unido y en toda Europa,” les reprendió, “la libertad de expresión, me temo, está en retroceso”.

El mensaje era claro: ningún gobierno debería participar en “censura digital”, vigilar las comunicaciones “odiosas” o prohibir la “supuesta desinformación”. Su amigo, la persona más rica del mundo, Elon Musk, un autoproclamado “absolutista de la libertad de expresión”, ahora controla el megáfono personal más grande del mundo, cuyo algoritmo parece amplificar su propia voz sobre la de los demás. Jeff Bezos, otro magnate de los medios, ha prohibido que The Washington Post publique artículos de opinión que contradigan su propia celebración de la “libertad personal y los mercados libres”.

Detrás de ellos se perfila el actual presidente, quien recientemente declaró que había “acabado con toda censura gubernamental y restablecido la libertad de expresión en América”. Mientras tanto, su administración está atacando universidades y la investigación académica, acosando a medios de comunicación y desmantelando la fuerza laboral federal para suprimir voces e ideas que no le gustan: críticas a Israel, referencias a la crisis climática, apoyo a los derechos trans, o incluso el uso del término “Golfo de México” en lugar de “Golfo de América”.

Entonces, ¿qué entendemos exactamente por libertad de expresión?, y, ¿deberían existir límites para ella? En las democracias, celebramos la libre expresión por razones de peso y arduamente conquistadas. La libertad de conciencia es superior a la teocracia impuesta. El derecho a expresar opiniones sin ser perseguido es un sello distintivo de las sociedades libres, en contraste con las autocracias; lo mismo ocurre con la creación de arte y literatura provocadores. Sea cual sea tu verdad, la libertad de expresión es un ideal valioso e inspirador.

Pero eso no significa que sus principios sean evidentes o absolutos. A menudo asumimos que fueron establecidos con claridad por grandes pensadores del pasado, desde Milton hasta James Madison o George Orwell, y que solo en la actualidad hemos perdido el rumbo. Sin embargo, la verdadera historia de la libertad de expresión es mucho más interesante y arroja luz sobre nuestras actuales contradicciones de manera sorprendentemente directa.



Las ideas modernas sobre la libertad de expresión son relativamente recientes. Durante milenios, las sociedades pensaron de manera diferente sobre las palabras, las acciones y la libertad. En lugar de valorar la libre expresión, su principal preocupación era limitarla. Como eran profundamente conscientes del poder de las palabras y del peligro de las mentiras, calumnias y otros tipos de discursos dañinos, la regulación pública de estos asuntos fue una característica central de todas las sociedades premodernas en el mundo.

Por el contrario, la “libertad” de expresión era una excepción que adoptaba distintas formas: profecía divina, consejo franco a un gobernante, disputa religiosa o el intercambio de ideas dentro de la República de las Letras. Solo alrededor del año 1700 comenzó a surgir nuestra noción moderna de la libertad de expresión como un derecho general a pronunciarse sobre asuntos de interés público.

Una de las razones de este cambio fue el impacto desestabilizador de los nuevos medios de comunicación. En 1695, en medio de desacuerdos políticos y religiosos, el Parlamento inglés no logró renovar una ley que exigía la concesión de licencias previas a la publicación de libros. Esto provocó una explosión de nuevos formatos impresos y una creciente fascinación internacional por la “libertad de prensa” como motor de la ilustración.

Los dos modelos en competencia sobre la libertad de expresión que hemos heredado surgieron en este nuevo mundo mediático. El primer enfoque contrastaba la “libertad” de prensa (beneficiosa) con la “licenciosidad” (perjudicial): discurso responsable frente a irresponsable, derechos frente a deberes. Esta actitud de equilibrio sigue siendo la norma en la mayoría del mundo. Sin embargo, está constantemente bajo ataque, ya que es obviamente subjetiva y depende del contexto. Todos desearían que las normas sobre la expresión fueran más simples, claras y menos susceptibles a interpretaciones cambiantes.

El modelo alternativo, absolutista, de la libertad de expresión fue inventado en Londres en 1721 por dos periodistas partidistas, John Trenchard y Thomas Gordon. Como descubrí, su objetivo principal era defender sus propias prácticas corruptas, y su teoría estaba llena de fallas. No obstante, los lemas de su popular columna “Cartas de Catón”, que proclamaban que la libertad de expresión era la base de toda libertad y que nunca debía ser restringida, pronto fueron adoptados en todo el mundo, incluidos los colonos rebeldes de América del Norte. Estos incorporaron sus formulaciones, torpes e imprecisas, en la Primera Enmienda de la Constitución de EE. UU.: “El Congreso no hará ninguna ley… que restrinja la libertad de expresión o de prensa”. Sin excepciones ni condiciones. En ningún otro país las leyes sobre la libertad de expresión han adoptado una forma tan absolutista.

La evolución de la actitud estadounidense hacia la libertad de expresión está llena de ironías poco apreciadas. Incluso antes de que la Primera Enmienda fuera ratificada en 1791, los estadounidenses abandonaron su enfoque original en favor del modelo de equilibrio popularizado por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de Francia en 1789. Hasta la década de 1910, la Primera Enmienda permaneció prácticamente inactiva; fueron los argumentos radicales —hoy olvidados— de socialistas y comunistas estadounidenses los que finalmente la resucitaron.

Los primeros teóricos de la libertad de expresión la concebían principalmente en términos de opinión pública, asumiendo que la libertad de expresión conduciría eventualmente a un consenso sobre todo. En 1859, el filósofo y administrador imperial John Stuart Mill fue el primero en teorizar la libertad de expresión como un derecho personal completamente secular, destinado a fomentar la madurez intelectual, aunque solo para los europeos avanzados, no para las culturas atrasadas de Oriente.

Mucho dependía de la identidad del hablante. En toda Asia, los colonizadores blancos interpretaron la libertad de expresión como la necesidad de imponer restricciones especiales contra la sedición nativa y el odio religioso; su legado pernicioso aún marca el mundo poscolonial. En las sociedades esclavistas de América, de manera similar, la ideología de la libertad de expresión estaba fuertemente racializada. También en Europa su forma específica adoptó múltiples variaciones. Y en todas partes, las voces de las mujeres fueron sistemáticamente excluidas.

Para finales del siglo XIX, también se hizo evidente que el propósito de los medios de comunicación modernos no era principalmente difundir la verdad o beneficiar al bien común, sino vender publicidad y aumentar la riqueza y el poder político de sus propietarios. Por esa razón, entre las décadas de 1940 y 1950, la libertad de prensa y de expresión comenzó a reinterpretarse como un derecho que debía incluir la facultad del público para recibir información veraz, no solo la libertad irrestricta de individuos y corporaciones para actuar a su antojo.

Las leyes y actitudes británicas y europeas, al igual que las del resto del mundo, han seguido basándose en estos principios. Sin embargo, a partir de la década de 1960, como parte de la reacción de la Guerra Fría contra las ideologías colectivistas, la interpretación de la Primera Enmienda en EE. UU. giró hacia su actual perspectiva libertaria.

Esto produjo una jurisprudencia estadounidense obsesionada con reglas claras y abstractas, que fue lograda gradualmente a costa de ignorar la difamación, la falsedad, el daño cívico, las responsabilidades de los medios y los problemas más complejos sobre cómo funciona realmente la comunicación en el mundo. Su interpretación simplista y antigubernamental ha sido cada vez más utilizada para invalidar leyes que regulan negocios, restringen el dinero en la política o buscan, de algún modo, preservar el bien común. Legalmente, las corporaciones son personas, y la Primera Enmienda prevalece sobre todo lo demás.



Esta situación solía ser solo un problema estadounidense. Pero hoy nos afecta a todos debido al extraordinario poder de las empresas estadounidenses que controlan los foros más importantes de expresión en línea a nivel mundial.

Nunca antes en la historia han existido canales mediáticos con tal dominio sobre la atención humana. Lo que no ha cambiado es que sus incentivos no están alineados con el bien común. Su modelo de negocio depende de mantener a los usuarios enganchados a sus plataformas, mostrarles anuncios y recopilar su información personal para monetizarla y bombardearlos con más publicidad y contenido diseñado para mantenerlos “comprometidos”. Actúan como editores, no solo como intermediarios neutrales, amplificando algorítmicamente ciertas comunicaciones y suprimiendo otras.

Mientras tanto, les importa poco la propagación local y global de la desinformación, el abuso, la intolerancia y la incitación a la violencia. Las leyes estadounidenses los eximen de responsabilidad, mientras que el uso no regulado de la inteligencia artificial solo empeora las cosas. Por supuesto, la moderación de contenido a gran escala es un desafío complejo, pero en gran medida es un problema de dinero y actitud. Filtrar palabras e imágenes violentas o abusivas es un trabajo horrible que no puede automatizarse por completo, por lo que casi siempre se subcontrata a un número lamentablemente insuficiente de empleados mal pagados y sobrecargados.

Aún peor, el contenido engañoso y extremo es en realidad beneficioso para el negocio. Genera clics, entrena al algoritmo para ir más lejos y mantiene a las personas enganchadas con mayor eficacia que el contenido sensato y aburrido. Dado que este ecosistema también recompensa a los creadores de contenido que atraen seguidores, muchos ahora ganan grandes sumas de dinero difundiendo falsedades deliberadas en línea. Si quieres hacer dinero de verdad, tratar de prevenir el discurso dañino solo estorba.

La historia demuestra que la regulación funciona, tanto de manera directa como inhibiendo la expresión. Sin embargo, las leyes son herramientas lentas y torpes para aplicar a los actos de habla. Además, su uso puede tener el efecto contrario, al dar publicidad y una autoridad moral como mártires de la libertad de expresión a las mismas ideas y prácticas que intentan suprimir.

Por esta razón, es un error, al abordar la libertad de expresión, centrarse demasiado en los hablantes. Especialmente en nuestra era de medios virales 24/7, la cuestión crítica no es la expresión en sí misma, sino la responsabilidad sobre su amplificación. Es perfectamente razonable exigir que los medios privados —a través de los cuales se difunde y consume la mayor parte del discurso “público”, ya sea en formato impreso, televisado o digital— sean transparentes en sus prácticas y rindan cuentas ante la sociedad en la que operan. Esto significa que deben estar a una distancia segura del control gubernamental directo, pero también que no basta con la mera fachada de la “autorregulación”.

Otro aspecto clave es que toda comunicación humana es profundamente situacional: su significado preciso siempre depende de quién habla, a quién, con qué propósito y en qué contexto. Nunca se trata solo de las palabras en sí mismas.

Por eso, no es útil reducir nuestras diferencias a la simplista pregunta “¿Estás a favor de la libertad de expresión?”. Tampoco tiene sentido elevar la libertad de expresión a un fin importante en sí mismo, y, mucho menos, convertirla en el ideal supremo. Estas son solo formas de evitar pensar demasiado en los problemas reales de la expresión, mientras se mantiene una sensación de superioridad moral.

Una pregunta mucho mejor para empezar sería: ¿Para qué se está invocando la libertad de expresión en este caso en particular? ¿Favoreces esos objetivos, te son indiferentes o los rechazas? Esto no significa que debas prohibir la expresión con cuyos fines no estás de acuerdo. La tolerancia hacia puntos de vista opuestos es una necesidad democrática, y cualquier cultura vibrante estará llena de falsedades y lenguaje ofensivo.

Pero también es perfectamente razonable oponerse a ciertas acciones —como el lucro desmedido de las grandes corporaciones a partir de mentiras, la interferencia electoral por parte de multimillonarios extranjeros o la difusión de falsedades peligrosas—, cuando se considera que son seriamente dañinas, y argumentar que no deberían ser justificadas bajo el principio de “libertad de expresión”.

Este enfoque, por desgracia, es una forma mucho más tediosa de vivir la vida que proclamar con orgullo ser un “absolutista de la libertad de expresión”. Porque responder a estas preguntas difíciles sobre motivos y propósitos obliga, una y otra vez, a confrontar los verdaderos problemas políticos subyacentes, en lugar de distraerse con debates estériles sobre la censura. Las definiciones de la libertad de expresión nunca pueden separarse de cuestiones más amplias sobre cómo debe organizarse la sociedad.

La libertad de expresión puede tener muchos fines, pero su justificación última es que permite avanzar en la búsqueda de la verdad: solo al poner ideas a prueba entre nosotros podemos determinar en qué creer, criticar lo que está mal y progresar hacia una mejor comprensión del mundo.

Sin embargo, la realidad curiosa es que, en todos los ámbitos de la vida dedicados a la búsqueda colectiva de la verdad, la mayor libertad de investigación va de la mano con reglas claras de expresión. Así ocurre, por ejemplo, con el buen periodismo de investigación, que depende de la acumulación de pruebas, la verificación de hechos, la supervisión editorial y la disposición a corregir errores. El hecho de que la verdad nunca sea definitiva no justifica inventarla o ignorarla.

No es de extrañar que los dueños de internet aprecien tan poco el periodismo de calidad, pues desprecian la “fricción”, ensalzan la “disrupción” y desdeñan la autoridad de los medios “tradicionales”. Después de todo, los mecanismos de control de calidad ralentizan los procesos, aumentan los costos y limitan la libertad de afirmar lo que a uno le plazca. Pero ese es precisamente el precio de hacer las cosas bien.

La investigación académica, ya sea dentro o fuera de las universidades, es el ámbito de la vida humana donde la búsqueda de la verdad ha sido más rigurosamente institucionalizada. Es, obviamente, un campo profundamente imperfecto: la vida académica está tan plagada de sesgos como las culturas más amplias en las que está inmersa, y sus procesos no están exentos de fraude o abuso. Pero sigue siendo el mejor ejemplo que tenemos de un modelo de expresión cuyo propósito primordial es el avance del conocimiento sobre cuestiones complejas y cuya eficacia ha sido demostrada.

Este modelo se basa en tres pilares. El primero es la libertad total de investigación. Pero el segundo exige que cualquier argumento pase por un sistema altamente regulado de control de calidad: evaluaciones de expertos, revisión doble ciega por pares, replicación experimental, revisiones posteriores a la publicación y otros métodos de verificación de hechos y afirmaciones por parte de autoridades especializadas. Debe sustentarse en pruebas sólidas y verificables, y cumplir con los estándares disciplinarios. En tercer lugar, su difusión debe seguir normas de expresión académica: incluso las ideas más repulsivas y los desacuerdos más acalorados deben expresarse en un lenguaje no abusivo.

Nada de esto es fácil o natural; todos estos protocolos han tenido que ser laboriosamente inventados, refinados y defendidos por generaciones de académicos. Pero ese es precisamente el punto. La confianza y la autoridad deben ganarse y revalidarse constantemente. Establecer hechos y avanzar en la búsqueda de la verdad no requiere solo esfuerzo individual, sino un conjunto de normas colectivas. En otras palabras, la aproximación más cercana a nuestro ideal popular del mercado de ideas como generador de verdad es la libertad académica de investigación y debate. Pero, cuando se observa de cerca, este modelo es lo opuesto al descontrolado, mercantilizado y sensacionalista espacio público de la actualidad. En lugar de una libertad absoluta de expresión, el verdadero mercado de la búsqueda de la verdad depende de una regulación estricta.

Esto puede parecer una paradoja, pero en realidad no lo es. Es el resultado lógico de reflexionar sobre el propósito de la libertad de investigación y cómo se puede perseguir de la mejor manera. Diferentes fines requieren diferentes medios. Las reglas adecuadas son constitutivas de la libre expresión: la canalizan hacia su objetivo. Por eso el conflicto sobre la libertad de expresión es inevitable. Si su propósito es establecer la verdad, requiere un conjunto de condiciones; si es fortalecer la democracia, otro; si es crear arte o generar entretenimiento, otro más. Se trata de un ideal inherentemente inestable y contradictorio, incluso antes de que entremos en nuestras propias diferencias de opinión.

Si, por el contrario, consideras la libertad de expresión no como un medio para un fin, sino como un fin en sí mismo, la elevas al ideal supremo: más importante que la verdad, la justicia, la equidad, la democracia o cualquier otro valor. Esto no solo es problemático desde el punto de vista lógico, sino que también implica que cualquier restricción es errónea. El efecto práctico de esta visión es agravar precisamente los problemas graves y antiguos que obsesionaban a las sociedades premodernas, y que todos los primeros teóricos de la libertad de expresión se esforzaron en evitar: un espacio público lleno de odio y calumnias, el veneno de la falsedad y la política de la demagogia. Bienvenidos a 2025.





* Artículo original: “The real history of free speech — from supreme ideal to poisonous politics”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

Sobre la autora: Fara Dabhoiwala enseña historia en la Universidad de Princeton. Su nuevo libro, What Is Free Speech? The History of a Dangerous Idea, es publicado por Allen Lane y Harvard University Press.





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