La victoria electoral de Donald Trump en las últimas elecciones —cuya legitimidad nadie cuestiona— ha dejado consternado a muchos que, desde distintas zonas del espectro político, lo denunciamos como un agitador con irreprimible vocación autoritaria, un demagogo casi en estado puro, un delincuente y, como diríamos los cubanos, un chusma (lo único que puede contener un poco la chusmería es la pobreza, de ahí que no haya nada peor que un chusma adinerado).
No obstante, Trump vuelve a la Casa Blanca con un respaldo significativamente mayor del que obtuvo en 2016 y eso nos enfrenta a la verdad de que hay un segmento notable de la ciudadanía que —independientemente de la ostensible debilidad de la propuesta electoral de los demócratas— ha votado por Trump porque se identifica con él: con su desfachatez, con sus torpes modales, con su matonismo bravucón, con su irrespeto por las instituciones y la tradición establecida (es decir el establishment), que es la piedra angular de cualquier proyecto político que se tenga por conservador.
Es cierto que hay personas decentes y honorables que votaron por Trump, pero no creo que su contribución haya resultado decisiva. Se trata de los conservadores ingenuos, para no decir tontos, que creen erróneamente que la agenda de Trump y de este Partido Republicano de nuevo cuño responden al conservadurismo tradicional. ¡No, no, no! Trump no sólo no es conservador, sino que ignora lo que eso significa.
Estamos, pues, a pocas semanas de que la canalla más desembozada tome el poder, del cual había estado lejos desde la fundación de la república. La política en Estados Unidos, en cualquiera de sus partidos, estaba concebida, articulada y propuesta por élites, una suerte de aristocracia que se congregaba en exclusivos country clubs y a la que se sumaban dócilmente los que venían de afuera, los outsiders.
De ahí por qué no había nada más parecido a un demócrata que un republicano: unos y otros adoptaban el mismo talante, el mismo estilo, aunque difirieran en algunos énfasis subalternos. Los electores sólo estaban llamados a aprobar o rechazar con su voto los programas que estas élites les proponían.
Esto ha cambiado, aunque no de súbito. Más bien ha venido cambiando a lo largo de los últimos treinta años, desde las elecciones que llevaron a Bill Clinton al poder por primera vez en 1992, cuando la intromisión de un millonario aventurero, Ross Perot, descarriló la reelección de George H. W. Bush (gracias a un sistema en que no tiene lugar la segunda vuelta).
Se trata, en último término, del fracaso del sistema presidencialista que tal vez era predecible desde el principio y que se ha hecho obvio en nuestros días: el asalto al liderazgo, a través de la agitación pública, de lo que bien podría llamarse acción revolucionaria, aunque no apele a la violencia armada.
En el modelo parlamentario, donde se alcanza la magistratura luego de una larga carrera partidaria, no tienen cabida estos improvisados. Cualquiera que sea su signo político, el convertirse en líder siempre es el resultado de la competencia, en el doble sentido de este término: puja y saber.
La debilidad del presidencialismo es que un individuo venido de fuera sea capaz de penetrar y subvertir a un partido, para convertirlo en un ariete en contra de la tradición establecida, que es precisamente lo que ha ocurrido con el fenómeno Donald Trump, sobre todo en estas últimas elecciones.
La democracia estadounidense, que ha funcionado como una maquinaria de relojería durante más de dos siglos, acaba de sufrir un quiebre gracias a un troglodita que logró movilizar en su favor a una muchedumbre cuya ignorancia a la hora de votar —en mi opinión— está fundada en el literalismo bíblico.
La democracia popular está por instalarse en Washington. Deseemos fervientemente que fracase.
El Reino, el Poder y la Gloria
Por Tim Alberta
Cómo los líderes evangélicos y sus seguidores se convirtieron en actores clave en el ascenso de Donald Trump.