10 películas pornográficas para ver y hacer el cuento

En el cine contemporáneo, la pornografía ha ido posicionándose como tópico, conflicto y contexto de no pocas películas cuyos discursos no buscan la exposición explícita del coito entre dos o varias personas con el objetivo de provocar placer erótico en las audiencias. 

Ya he dedicado una lista previa a este tipo de cintas. Asimismo, el sexo explícito, gran e indiscutido aporte de la pornografía al cine desde casi sus propios orígenes, ha sido utilizado por otro buen número de directores como dispositivo cardinal en películas “ordinarias”. También he publicado otra lista en este sentido.

Sin embargo, a pesar de esta “aceptación” por parte de fílmicas más legitimadas, el audiovisual pornográfico propiamente dicho continúa relegado a los márgenes del discurrir histórico, estético y discursivo del Séptimo Arte. Sigue evitando la luz, continúa habitando los rincones, es despreciado o abordado desde la simpatía conmiserativa. Sus signos han sido “secuestrados” por otras zonas de la creación cinematográfica sin que haya sido validado per se como un campo en toda regla, complejo. 

Su irrupción en escena aún activa los reflejos de la vergüenza inculcada en la sociedad occidental por más de dos milenios de adoctrinamiento en los valores judeo-cristianos, para los que el cuerpo desnudo y el placer sensual son anatemas. Hablar de sus cuestiones y maneras desde el campo intelectual sigue considerándose mayormente como una digresión, un desliz picarón de quienes se ocupan de temas más elevados y solo deciden relajarse un poco.  

La presente lista recoge diez películas que no abordan lo pornográfico de manera tangencial, sino como eje expresivo alrededor del cual entretejer otros discursos subordinados, articular estéticas que contribuyan a subrayar, a expandir la experiencia pornográfica. 

1.- Polissons et galipettes o The Good All Naughty Days (1905-1930) 

En 2002 se estrena esta antología de cortometrajes eróticos y —mayormente— pornográficos filmados entre 1905 (La coiffeuse) y 1930 (Massages) por realizadores y actores anónimos. El propósito original era exhibirlos en los burdeles para amenizar la espera de los clientes por las prostitutas o los prostitutos; pues uno de los primeros signos de estas películas es la notable diversidad sexual.

La docena de títulos que los directores Michel Reilhac y Cécile Babiole escogieron de entre unos trescientos filmes, no obedecen siempre la heteronormatividad que ha determinado gran parte de la industria pornográfica, sino que apuestan por una expresión más libre del placer sensual, que hubiera podido considerarse “rara” para esas épocas. 

Rodadas por completo al margen del cine, siguieron unos parámetros determinados por la variedad de preferencias que atendían estos establecimientos, donde todo o casi todo era lícito. 

Hombres, mujeres, transformistas o travestis y animales confluyen en los heterogéneos paisajes lujuriosos, con sus cuerpos como dispositivos de placer, más allá de los roles estereotipados que se manejaban en el cine no pornográfico. Esta es solo la primera razón que valoriza estas películas como significativamente aportadoras al entonces temprano arte cinematográfico.

En Deberes de vacaciones (Devoirs de vacances, 1920) y El abad Bitt en el convento (Mr. Abbot Bitt at Convent, 1925) se aprecian más específicos antecedentes del subgénero erótico de la nunsploitation, que tuvo su explosivo auge a partir del estreno de Los demonios (The Devils, Ken Russell, 1971); pero que, a la luz de estos cortos, pueden considerarse un atemperamiento de las muy previas —más de medio siglo— películas pornográficas protagonizadas por monjas y miembros masculinos del clero. 

La prematura presencia en el cine pornográfico de tales símbolos píos de la virtud católica, cimentada en la castidad y el celibato absolutos, se puede explicar cual continuidad de un desafío a la satanización de la sexualidad y el cuerpo impuesta por la ideología judeo-cristiana, que ya se manifestaba desde siglos previos tanto en la literatura erótica medieval del El Decamerón de Boccaccio o Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer, como en las propias misas satánicas. Estos cultos se proponían como antítesis evidentes de las ceremonias sacramentales cristianas y vindicaciones del paganismo sensual censurado por la Iglesia.

Los curas y monjas no son las únicas figuras de autoridad parodiadas y erotizadas en las películas de marras. Azotes en el colegio (La fesée à l´école, 1925) la emprende contra el profesor y las autoridades educativas. 

Además, esta y varias de las cintas presentan escenas y personajes abiertamente lésbicos, adelantándose por casi una década a la considerada primera película sáfica del cine: Muchachas en uniforme (Mädchen in Uniform, Leontine Sagan, 1931), desde una perspectiva que, más allá del posible desconocimiento de la existencia de este cine subterráneo y prostibulario, lo descartaba en absoluto como un no-cine o infra-cine. 

Limpieza de bajos (L´atelier faiminette, 1921), las antimonásticas Deberes… y El abad…, ¿La hora del té? (L´heure du thé…?, 1925) y Miss Butterfly (1925) exponen la sensualidad y la sexualidad lésbica, vinculada a veces a grupos orgiásticos pero con momentos de pura complacencia femenina. 

Lo propio para la homosexualidad masculina, que aparece en El abad…, ¿La hora… y Miss Butterfly. Esta última se propone, asimismo, como otro posible primer precursor, esta vez de una de las más llamativas tendencias del cine porno: la adaptación de clásicos del arte y la literatura tan conocidos como la ópera Madame Butterfly (1904) de Giacomo Puccini y su referente literario homónimo (1898) escrito por J. L. Long.  




2.- Garganta profunda (Deep Throat, Gerard Damiano aka Jerry Gerard, 1972)

La Linda Lovelace que interpreta Linda Lovelace en Garganta profunda es una mutante. Tiene el clítoris localizado donde debería estar la campanilla, o bien cerca de esta, característica que la hace particularmente insensible al sexo convencional. Su epicentro erógeno se ha desplazado a lo más recóndito de su garganta. La aparente frigidez de la que se queja al inicio de la película con su libertina madre Helen (Dolly Sharp) es más bien un enfoque errado de las estrategias lúbricas. Solo es cuestión de corregir la trayectoria. 

Sin embargo, sus prójimos no asumen la singularidad biológica en ningún momento como una rareza que termine marginándola de su círculo social y derive a otras comunidades segregadas. Lovelace es más bien una superheroína, una superdotada capaz de proporcionar placeres inéditos a muchos hombres. Su diferencia respecto al común de las mujeres es clave de su éxito, no su condena.

Lovelace consigue acomodar un pene erecto íntegro en su boca, sin vomitar ni ahogarse, exhibiendo una prodigiosa dilatación de su garganta y sus músculos faciales. Por breves momentos de la escena climática de la cinta, su rostro se retuerce hasta la más perturbadora monstruosidad. Durante estos segundos de máximo despliegue de su talento sobre el pene del Dr. Young (Harry Reems), se revela como una suerte de ventosa humana que acerca la película al territorio del body horror.

Más allá de gran apología del felatio que provocó la consecuente rejerarquización de esta práctica del sexo oral dentro de la industria pornográfica contemporánea, el relato de Garganta… puede leerse como una alegre alegoría camp a la diferencia; cual contrapartida de la trágica Freaks (1932) de Tod Browning o la Cat People (1943) de Jack Tourneur —vista esta última como una fábula sobre la represión sexual. Antes de la autosegregación, la película apuesta por la expansión. De ahí su elocuente póster, donde Lovelace florece hacia la plenitud. 

En vez de esconder la “deformidad” que desafía el canon biológico aceptado, Lovelace lo sublima en súper poder. Su “anormalidad” es su virtud. La aceptación plena de tal condición, el reconocimiento final de la mecánica de su cuerpo, la llevan a entregarse a dispensar goce a personas necesitadas, con alegre bondad terapéutica, al servicio de Young. Linda se convierte en una “enfermera sexy”, otro de los roles más populares de la pornografía, y por extensión de los juegos sexuales.

El temprano clímax de la cinta, concentrado en el hallazgo del máximo placer que le depara la felación, prácticamente arrincona la historia en un callejón sin salida. 

La segunda mitad del metraje resulta un prolongado y episódico epílogo. Las peripecias de Linda como dispensadora de placeres sensuales no hacen suficiente énfasis en su condición física. Su mutación pierde no poca relevancia, aunque recupera algo de su preeminencia en el plano final, concentrado en la boca sonriente de la actriz, la que junto a los labios fantasmagóricos que cantan durante la secuencia de créditos iniciales de The Rock Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975), han devenido dos de las bocas más sensuales del cine. 




3.- Detrás de la puerta verde (Behind the Green Door, Artie J. y James L. Mitchell, 1972)

Detrás de la puerta verde puede considerarse un equivalente pornográfico de filmes tan contemporáneamente polémicos como El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, David W. Griffith, 1915), dada la miríada de imperdonables “incorrecciones” reaccionarias, sexistas, racistas y violentas que contiene; mientras resulta, a la vez, una cinta insoslayable a la hora de escribir cualquier historia del cine.

La violación es estetizada como espectáculo. El hombre negro (John Keyes) es reducido a una objetualización estereotipada, como mito étnico de potencia sexual. Deviene una cuasi bestia salvaje que profanará el cuerpo de la bella Marilyn Chambers, inocente y narcotizada sin su consentimiento, que le es ofrenda en “sacrificio” para el disfrute de una audiencia muy selecta, de identidades embozadas. 

Basada en un relato anónimo que circuló de manera clandestina durante la puritana posguerra estadounidense de finales de los años 40 y 50, Detrás de la puerta verdereacomoda la pornografía dentro del panorama fílmico de este país, junto a títulos como la propia Garganta profunda; y la reformula desde el performance rocambolesco, el grand guignol y el arte circense. 

La Chambers es raptada por desconocidos —interpretados por los propios directores en perverso cameo— y resulta la estrella involuntaria de un elaborado espectáculo. Una gangbang lésbica “prepara” su cuerpo para el arribo de Keyes a través de una puerta verde colocada en una esquina del escenario. El hombre es el monstruo escondido en el closet, la pesadilla acechante, el placer prohibido, culposo y exótico que subyace bajo el rostro moral de los blancos, todo en un momento de doloroso auge de las luchas por la reivindicación racial.   

Ninguna de las dos “estrellas” de la cinta, ni el exboxeador Keyes ni la exmodelo Chambers, hablan más allá de los gemidos guturales de placer que emiten durante las diferentes fases del coito. Bella y Bestia son meras marionetas que catalizan la orgía en la que se enfrascan todos los presentes como colofón del espectáculo. El negro y la  mujer son entes subordinados, sometidos por el heteropatriarcado hegemónico, puritano, y sobre todo sediento del erotismo prohibido por sus propios postulados. 

Ante la mirada racista, la violación coreografiada parece frisar la zoofilia, aunque la película contribuyera a quebrar las barreras raciales que condicionaban la incipiente industria pornográfica. El sexo “interracial” se legitimó hasta el presente como modalidad apreciada dentro del gran campo taxonómico de la pornografía, los fetiches y las parafilias. Continúa resonando como atávico eco racista —que, además, alerta sobre la naturalizada permanencia de este prejuicio y los mitos fálicos asociados. 

Tras la primera intervención de Keyes, la joven pasa a ejecutar un complejo acto entre lo gimnástico, el equilibrismo y el trapecio. Pende de un arnés y goza de manera simultánea a varios hombres sostenidos también por cordajes. La pornografía es hipérbole, estilización, fantasía y hasta absurdo. La secuencia es una de las grandes reafirmaciones de esta naturaleza irreal y surreal.    

Luego de este número, se quiebra la “cuarta pared” diegética. Artistas y público se mezclan en un final paroxismo colectivo que pudiera haber inspirado las secuencias claves de la bizarra Alta sociedad (Society, Brian Yuzna, 1989) y la provocativa Ojos bien cerrados(Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick, 1999). Ambas películas como alegorías de la gran hipocresía que sostiene la hegemonía cultural occidental.




4.- Sucedió en Hollywood (It Happened in Hollywood, Peter Locke, 1973)

Sucedió en Hollywood es una extravagante sátira en lozana clave pornográfica, que a golpe de humor absurdo y surrealista —muy cercano al estilo desarrollado años después por Mel Brooks y el trío Z.A.Z (Zucker, Abrahams, Zucker)— ridiculiza tanto la industria cinematográfica estadounidense como su idealizado sistema de estrellas.  

Felicity Split (Melissa Hall) es una joven proactiva y desinhibida que desea triunfar en el cine para adultos y se lanza a conquistar a quien pueda facilitarle el acceso a sus producciones. Antes de ser siquiera invitada a hacerlo, se desnuda y se lanza a devorar con su vagina y su boca a todos los hombres sobre los que ascender hacia el triunfo. De paso, detona secuencias de sexo explícito de parejas o grupos para cumplir con el propósito primero de toda cinta pornográfica. 

Una vez finalizados estos segmentos de rigor, la cinta continúa su trepidante discurrir para cumplimentar los que resultarían sus verdaderos propósitos como comedia alocada, que allanaría el camino, ya no solo para el humor de Brooks y Z.A.Z, sino para otras excentricidades fílmicas como Caddyshack (Harold Ramis, 1980), en estrecho diálogo con el humor británico del programa Monty Python´s Flying Circus (1969) y el largometraje And Now for Something Completely Different (1971).

Con la más agria y malintencionada irreverencia, Sucedió… banaliza de un manotazo el ascenso al estrellato hollywoodense, reduciéndolo todo a la efectiva simpleza de a girl and a pussy, en vez de la conocida y sexista fórmula a girl and a gun, que garantizó más de un éxito fílmico. Felicity Split solo tiene que hacer honor a su apellido —que puede traducirse como “abrir”, en este caso las piernas— para que todas las cerraduras se abran bajo el empuje de los penes erectos. 

La pornografía es el dispositivo más extremo al que pudo echar mano su director y guionista Peter Locke para sajar años de Código Hays y la consecuente represión de los impulsos erógenos que provocó durante unas tres décadas de cine mainstreamestadounidense —al que se le oponían hasta cierto punto las producciones alternativas del cine de explotación. 

Este proceso, consolidado por los directores del “nuevo Hollywood” renacido en los 60 y 70, es significativamente acelerado de una manera impensable para los filmes no pornográficos, por muy radicales que fueran. 

Para penetrar bien hondo en el corazón de la “meca del cine”, Locke arremete finalmente contra el núcleo más sacro de Hollywood: el pantagruélico y conservador cine bíblico de Cecil B. DeMille (El rey de reyes, Los diez mandamientos).

Se apropia específicamente del mito de Sansón y Dalila, una de cuyas más conocidas versiones dirigió DeMille en 1949. Tampoco pierde oportunidad para referenciar paródicamente la famosa secuencia erótica de la cena de mariscos de Tom Jones (Tony Richardson, 1963), o la espectacularidad circense de El mayor espectáculo del mundo(1952), también dirigida por DeMille. 

Esta última parodia influye en la secuencia más estrambótica de toda la película, protagonizada por una pareja cuyo número consiste en que la mujer caiga de un gran salto en el pene artificial amarrado a la ingle de su compañero. En el segundo acto, él se lanza sobre ella impulsado por un trapecio y la penetra a toda velocidad. 

Con este momento solo compite el literalmente telúrico acto sexual entre Felicity que interpreta a Dalila y el Sansón de turno, que en esta versión porno del mito concentra su fuerza sobrehumana en unos testículos inexpugnables, en vez de la clásica cabellera.




5.- Una colección particular (Une collection particulière, Walerian Borowczyk, 1973)

En este breve documental, el director polaco Walerian Borowczyk (Cuentos inmorales, La bestia, Interior de un convento) propone un recorrido por su colección personal de juguetes, fotos y pinturas eróticas del siglo XIX o de inicios del XX, entre los que se incluyen dispositivos precinematográficos como cajas ópticas y linternas mágicas con diapositivas y siluetas picantes; lo que convierte a Una colección… en un prólogo inconsciente de Polissons et galipettes con su compilación de temprana pornografía fílmica.

El gabinete de las maravillas lúbricas de Borowczyk es una sucinta antología del arsenal erógeno con que siempre se pertrechó el ser humano en su resistencia clandestina contra la represión decretada por las religiones monoteístas sobre todas las formas de expresión del deseo sexual. Es una crónica de la búsqueda pertinaz del placer y el goce carnal como constantes humanas, como sublimación de lo humano, a lo que también contribuyó el propio Borowczyk con su filmografía erótica, “inmoral”, viciosa. 

Dado el cariz abiertamente pornográfico de muchas de las imágenes y objetos mostrados en este documental de esencia ensayística, Una colección… viene a resultar finalmente la película más explícita realizada por el polaco y se suscribe orgánicamente en el campo de marras. 

La mayoría de las piezas son catalizadores visuales de la lujuria, por lo que la colección enfatiza en la relevancia del sentido óptico en la estimulación y exaltación del deseo. De una manera más específica, subraya la preeminencia que ha tenido y tiene el voyerismo y el onanismo en la sociedad occidental, sobre todo en los últimos dos siglos. 

De hecho, la pornografía responde fundamentalmente a las demandas de la autogestión del placer sexual, de la masturbación como último recurso del erotómano clandestino que no se logra desprender nunca del sentido de la culpa y la vergüenza, inculcados por la frigidez judeo-cristiana.

De un juguete en particular se sirve Borowczyk como leitmotiv: un police de moeurs(policía moral) de rasgos toscos, enmarcado, a manera de cabina, en un cajón de madera o metal, parece vigilar celosamente al anfitrión anónimo que muestra los tesoros coleccionados, explica el funcionamiento de varios y hasta detalla la forma correcta de utilizar un curioso dildo de madera bien tersa, en cuyo extremo más grueso se coloca la foto del amante de turno que inspire el desfogue erógeno de la afortunada.

El uso de esta hierática y sobria figurilla vigilante —simbólica figura de autoridad que resume toda la esencia represiva del sistema ideopolítico occidental, allende incluso de sus variaciones diestras o siniestras— consolida la naturaleza cine-ensayística de la película, sin entrar en conflicto con sus propósitos pornográficos. 

El clímax del relato arriba con la sorpresiva erección mecánica que experimenta el policía tras la contemplación sostenida de los múltiples estimulantes de la libido. La moral que parecía salvaguardar sucumbe ante la pulsión erótica. El retablo hipócrita sobre el que desempañaba su pantomima censora se derrumba ante el desproporcionado ariete fálico que desenfunda. Bajo todo embozo moralista se halla un sujeto de placer, se esconde un cuerpo sensible al que la negación del goce para el que está destinado solo provocará su envilecimiento y atrofia.  




6.- Alicia en el país de las pornomaravillas (Alice in Wonderland: An X-Rated Musical Fantasy, Bud Townsend, 1976)

Las adaptaciones de clásicos literarios, escénicos y fílmicos es una línea del cine pornográfico surgida en etapas muy tempranas, casi siempre desde una perspectiva paródica, dado el matiz humorístico predominante en estas producciones. 

El cortometraje Miss Butterfly (1925), que se apropia de la ópera Madame Butterfly, compilado en Polissons et galipettes, pudiera ser considerado una de las primeras y más antiguas de estas versiones, varios de cuyos títulos han ganado celebridad autónoma. 

Previo a títulos “clásicos” como Las aventuras eróticas de Lolita (Leon Gucci, 1982) o Tarzan X: Shame of Jane (Joe D´Amato, 1994), se estrenó con gran éxito en 1976 la Alice in Wonderland de Townsend, que, tras engrosar una taquilla de 90 millones de dólares contra 500 000 de presupuesto como comedia erótica, fue reeditada con significativas añadiduras pornográficas. Pasó a ser retitulada An X-Rated Musical Fantasy. La influencia de ambas versiones se distinguen en películas no pornográficas —pero sí musicales, eróticas y bizarras— como Poultrygeist: Night of the Chiken Dead  (2006) del inefable Lloyd Kaufman. 

Al igual que Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, los libros originales de Lewis Carroll son sátiras sociopolíticas de corte surrealista que equívocamente han sido reducidas al territorio infanto juvenil. El relato de la curiosa Alicia que viaja al País de las Maravillas y al mundo tras el espejo alcanza su verdadera potencia en adaptaciones que vadean los minuciosos y escrupulosos —muchas veces kitsch— parámetros del cine dedicado a los públicos menores de edad.  

Mientras que la Alicia literaria es una niña a través de cuyos ojos desprejuiciados y agudos se puede advertir el mundo como maravilla, absurdo y horror, la Alicia que interpreta la debutante Kristine De Bell es una joven en pleno descubrimiento de su cuerpo como dispositivo de goce erógeno, sin abandonar la candidez de su referente original. La sátira política se convierte en pícara fábula sobre el despertar sexual, sobre el autorreconocimiento como receptora y dadora de placer, coronado todo por un epílogo muy triste con apariencia de felicidad.

Siempre tras el conejo blanco (Larry Gelman), Alicia penetra en un mundo tras el espejo, que compacta los relatos de ambos volúmenes. Consume la poción reductora de tamaño, y este acto deviene ritual iniciático donde se ve liberada de sus ropas cándidas, para ser luego ungida con ligeras vestiduras de sílfide curiosa. 

Sus peripecias la llevan a descubrir el masaje erótico —con los primeros “animalitos” del bosque que encuentra—, la felación —con el Sombrerero loco (Alan Novak) y Humpty Dumpty (Bucky Searles)—, el voyerismo y el incesto —con los hermanos Tweedledum (Bree Anthony) y Tweedledee (Tony Richards)—, y el sexo lésbico con la ninfómana Reina de Corazones (Juliet Graham). 

El juicio reverso al que es sometida muta en una orgía de naipes y servidores de la exuberante soberana, justo cuando la comenzaba a iniciar en los placeres sáficos y la sumisión. Alicia escapa del “peligro” de zambullirse en zonas más profundas del placer para regresar a los brazos de su prometido William (Ron Nelson), a quien se entrega, para terminar formando la familia más convencional del mundo. 

La dimensión mágica que se plantea como la “verdadera realidad” sucumbe bajo el abrumador peso de la vida común y corriente. Alicia abandona el sueño donde no existen límites para la imaginación y el placer, a favor de una dimensión donde debe jugar un papel prestablecido y más aburrido que un libro sin ilustraciones. 




7.- Tabú (Taboo, Kirdy Stevens, 1980)

Taboo es la reivindicación erótica del complejo de Edipo. Es casi un ritual purificador que lo despoja de toda su connotación culposa, sublimándolo a seductor fetiche y garantizando de paso el éxito de la película y sus más de veinte secuelas realizadas hasta bien entrado el siglo XXI. 

El incesto es quizás la práctica sexual más reprobada por las sociedades occidentales después de la pedofilia. Muchas veces se les asocia, dadas las edades tempranas en que los hijos, primos, sobrinos o hermanos tienden a desear eróticamente a figuras parentales o fraternales mayores. De todas las combinaciones incestuosas, la más insoportable es la relación entre un progenitor con un vástago, y sobre todo la de una madre con un hijo, dado el carácter sagrado de la maternidad. 

La influencia del cristianismo y su culto mariano ha despojado a la madre de todo atributo sensual, incluso de su propia condición de mujer, sometiéndola a una suerte de virginidad simbólica forzosa. Como la progenitora de Cristo nunca conoció del sexo, según el canon evangélico, todas las madres terminan siendo consecuentes e implícitas negaciones de todo lo relacionado con el erotismo.

La extendida idea patriarcal de la madre como sublimación de la feminidad se alimenta también de esta perspectiva. Así, la imagen de los padres, y sobre todo de las madres, como sujetos lúbricos provoca una instintiva repulsa en los hijos. Es un reflejo condicionado por milenios de hegemonía monoteísta.

Producida y escrita por una mujer, Helene Terrie, Taboo apuesta por proponer el incesto no como perversión imperdonable o vergüenza, sino como catalizador del autodescubrimiento y el empoderamiento femenino de la protagonista Bárbara Scott (Kay Parker), quien de paso trajo a las primeras líneas del panorama pornográfico la figura de la cougar —mujer madura que seduce a hombres mucho más jóvenes. Garantizó así la extensión de las carreras de muchas actrices porno que eran desechadas ante los primeros signos de envejecimiento. 

Barbara Scott (Kay Parker) es una madre de 36 años que ve quebrada su estabilidad matrimonial, de la cual dependía toda su vida y la de su hijo Paul (Mike Ranger). Su separación abrupta la obliga a reformularse como mujer. Su pasividad transmuta en proactividad. A la par, va descubriendo y aceptando el deseo carnal por su descendiente, que se halla en plena efervescencia sexual y añora el cuerpo de su joven madre.

El conflicto ético de Barbara pasa por desafiar la preconcepción atávica y enraizada de la relación entre hijos y padres —quizás anclada en determinantes biológicas que desaconsejan el cruce genético excesivo entre sujetos emparentados de manera cercana, so pena de debilitar la estirpe y por ende sus posibilidades de sobrevivencia— o acatar el atávico rol asignado de madre impoluta y asexuada. Al final, obedece a su naturaleza sensual y se entrega al goce más espléndido con Paul.

La liberación que experimenta Barbara le permite renacer con la misma potencia que Linda Lovelace descubre en Garganta profunda su anomalía física y la mejor forma de alcanzar el óptimo placer. Ambas mujeres experimentan un segundo nacimiento hacia una existencia emancipada, donde las riendas de sus vidas solo son manipuladas por sus propias manos. 




 8.- El mirón y la exhibicionista (Jesús Franco y Lina Romay, 1986)

Más allá de su intensa anécdota, El mirón y la exhibicionista resume la esencia de la pornografía como sublimación audiovisual del voyerismo parafílico; así como subraya la naturaleza contractual del propio campo pornográfico, basado en un pacto tácito entre quien mira y quien es mirado, y en el ideal de sentir placer por el hecho de ofrecer un espectáculo placentero al otro. 

Básicamente, esta es la razón última del cineasta: filmar por puro y compulsivo gusto, y luego regocijarse cuando la película resultante es mostrada ante disímiles desconocidos en los que provocará diversas emociones y placeres. El cine todo es un acto de exhibicionismo, de revelación de la intimidad a extraños.    

Aunque algunas tendencias extremas de la pornografía exploten escenas tomadas sin el consentimiento de sus protagonistas, los actores y actrices de la pornografía pensada como producto para el consumo tienen plena conciencia de ser observados. Coreografían sus actos sexuales para provocar el placer erótico en quienes los miran. 

Como relato, la cinta de Franco y Romay explora el pacto parafílico entre un hombre voyerista (J. M. García Marfa) y una mujer exhibicionista, encarnada por la Romay en una de las mejores interpretaciones del cine porno, con solidez y sensualidad dignas de ser notadas fuera de este campo. Separados por tanta distancia que el hombre necesita prismáticos para divisarla, ella encuentra igual satisfacción en mostrarse sin llegar nunca a conocerlo, tocarlo, siquiera respirar el mismo aire. 

Primero apelan a las formas más elementales de exhibicionismo y voyerismo: ella se muestra desnuda a la mirada indiscreta del hombre. Luego la relación se va complejizando y sofisticando, en un crescendo dado por la exploración de zonas más elaboradas del voyerismo, como la alopelia: excitación al ver a otros teniendo sexo; a la que se corresponde la variante exhibicionista de la autagonistofilia: erotización por ser visto teniendo sexo.

La barrera invisible que ambos respetan, garantiza la excitación plena. El desconocimiento de las identidades consagra el juego de mirar a una desconocida y saberse mirada por un desconocido. Son perfectos extraños que mantienen una pureza lúbrica. Solo existen por y para el placer sexual, y en el justo momento del placer. 

Conocer otros detalles de sus vidas los “humanizaría”, daría pie a los afectos o a los desprecios. Los gustos, miedos, vicios, hábitos, solo serían estorbos para alcanzar la plenitud inmaculada de su pacto. Estos nunca son revelados ni en el plano diegético ni en el extradiegético. El espectador tampoco sabrá nunca siquiera los nombres de los personajes, cómo viven fuera de los momentos de exhibicionismo y masturbación. El misterio permanece impoluto para todos. Y con este, la ardiente seducción que ejerce la película. 

El empleo abundante de primeros planos al cuerpo y los genitales de la exhibicionista contrasta con las posibilidades ópticas reales del mirón, pero a la vez pudieran apelar más a lo imaginado por él que a lo ejecutado por ella en la “realidad”. 

Tal vez ella es una elaborada alucinación de él, una dríada onírica que existe solo para matizar la masturbación. Quizás él es solo una ilusión de ella, necesitada de sensaciones extras para alcanzar la plenitud erógena en sus propios momentos de masturbación e intercambios sexuales con mujeres y hombres. De hecho, el mirón solo aparece en primer plano, rodeado por las sombras de su apartamento, a la espera de que la mujer aparezca con una nueva iniciativa para motivarlo, mientras a ella se le ve en el mundo, entre las personas.    




9.- Entre pitos anda el juego (Jesús Franco y Lina Romay, 1986)

A diferencia del tenebrismo psico-erótico de El mirón y la exhibicionista, Entre pitos… se decanta por una ligera y desvergonzada comicidad que pudiera definirse como porno landismo posfranquista, pues mixtura el tono ligero, costumbrista y lleno de equívocos vecinales del conservador landismo, con el libertinaje sexual más desvergonzado y la pornografía.

Identificada aquí como Candy Coster, la Romay revela un contundente costado humorístico y ofrece una interpretación extrovertida, incontinente, expansiva, bien lejos de toda verosimilitud realista. Pues Entre pitos… es un sainete en todo rigor, una farsa; quizás hasta una parodia consciente del propio cine pornográfico, dada la abundancia de secuencias verdaderamente anticlimáticas que inducen la risa antes que la excitación erógena. 

En los anales de la comedia mayor puede inscribirse la disparatada secuencia en que ambas amigas —interpretadas por Romay aka Candy Coster y Mabel Escaño aka Sandra Pitosa— se deleitan felando a dos jóvenes como si de meros muñecos sexuales se tratara y no cesan de cotillear acerca de maridos, conocidas descocadas o el mal sabor que tienen los penes de la juventud a causa del consumo de drogas duras.

Los hombres son aquí sometidos a una objetualización fetichista comúnmente reservada para las mujeres en las películas pornográficas convencionales. Apenas dos penes ocasionales, accesorios. Más allá de sus dildos de carne y hueso, el resto del cuerpo es masa inerte, sobrante, y sobre todo obediente a todos los caprichos de las dos poderosas mujeres. Incluso, en escenas siguientes de corte lésbico y orgiástico, estas consiguen prescindir de la presencia masculina para obtener plenos placeres sexuales. 

Candy es víctima de un marido que la desprecia como sujeto lúbrico en nombre de un atávico “respeto” marital. Satisface su sed erótica con mujeres “inmorales” ergo libres, dueñas de sus deseos. Candy no logra tener una vida plena acorde estas lógicas monógamas y puritanas. Tras su rebelión ante tanta indiferencia, la Pitosa va develándole las infinitas posibilidades del sexo promiscuo, desmelenado, libre de los compromisos monógamos anclados en la moral católica de la reaccionaria sociedad española, recién liberada de una de las dictaduras más duraderas del siglo XX europeo. 

El país experimentaba en esos años la violenta sacudida del “destape”, rebelándose contra todos los modelos morales franquistas. El destape pornográfico fue la mejor manera en que el rey de la exploitation española y su scream queen favorita celebraron el fin del franquismo con todo su hatajo de puritanismos y censuras. Un jolgorioso desfile de genitales húmedos despidió los últimos restos de la tiranía en su camino hacia el Valle de los Caídos.

El sexo desaforado siempre se ha pareado con la libertad de expresión, y siempre ha sido condenado junto con esta —aunque muchos regímenes de izquierda también lo hayan recriminado como signo de la decadencia burguesa, del vicio egoísta que impide obtener objetivos más nobles y colectivos. 

Entre pitos…, con su risueño erotismo, apuesta porque la liberación sea un gesto muy íntimo. Comienza por el entendimiento del estado de represión en que se halla el individuo y la comprensión de la necesidad de trascenderlo. Nunca debería ser un plegamiento superficial a flujos colectivos.




10.- I.K.U. (Shu Lea Cheang, 2000)

Allende sus escenas de sexo explícito y sus altas cotas eróticas, I.K.U. es extremadamente estimulante para la perversión taxonómica. La película, de fuerte pulsión videocreativa, es una orgía de referentes y provocaciones que van desde las referencias directas a Blade Runner (Ridley Scott, 1982), de la que se declara secuela —o spin off— no oficial, hasta las intensas y bizarras poéticas de cineastas como Nobuhiko Obayashi (House, 1977) y Shinya Tsukamoto (Tetsuo, 1989). 

Una deconstrucción más minuciosa de la película identifica secuencias tomadas de la distópica THX 1138 (George Lucas, 1971) y de la nostálgica Solaris (Andréi Tarkovski, 1972).  

La artista multimedia taiwanesa Shu Lea Cheang, considerada pionera y gran exponente de las corrientes xenofeministas y ciberfeministas, articula un discurso que también puede calificarse de porno-punk, durante un fin de milenio marcado por el auge comercial del cine ciberpunk, consagrado unas dos décadas atrás por Blade Runner, su primera —y todavía insuperable— gran obra maestra.

Además de la taquillera The Matrix (Lana y Lilly Washowski, 1999), largometrajes como Dark City (Alex Proyas, 1998), eXistenZ (David Cronenberg, 1999) confluyen en I.K.U. y se licúan en su fantasiosa y pansexual sopa de hormonas metálicas.

Hacia la segunda década del siglo XXI, la corporación Genom recicla a los replicantes caducos tras sus cuatro años reglamentarios de vida útil y los convierte en codificadores I.K.U. del Gen XXX, máquinas insaciables de sexo que se dedican a codificar el éxtasis de los seres humanos durante el sexo y a codificarlo como información que nutrirá el I.K.U. Chip. Este dispositivo proveerá a sus usuarios de placer erótico pleno sin necesidad del contacto carnal. 

La protagonista, Reiko, es una replicante de nueva generación con propiedades proteicas que le permiten adoptar siete apariencias distintas —interpretadas por siete actrices diferentes— que van sucediéndose a medida que desanda la ciudad en perturbado periplo.

Los momentos de mayor explicitud pornográfica están concebidos con VFX, cuya extrema y consciente rusticidad recuerda los paisajes virtuales de El cortador de césped (The Lawnmower Man, Brett Leonard, 1992), otra adelantada película ciberpunk concentrada en los horrores de lo poshumano y la posrealidad. Reiko es precisamente un ente pos o ultra humano que genera y vive una era posreal, localizada un kilómetro más allá de lo concreto. 

Aunque es una replicante fabricada con material biológico, los antebrazos de Reiko poseen propiedades semejantes a las del robot T-1000 de Terminator 2: el juicio final (Terminator 2: Final Judgment, James Cameron, 1992), construido con una “polialeación mimética” de posibilidades proteicas casi infinitas. Este descubrimiento representaría otro seguro y placentero orgasmo para el pervertido de las taxonomías o “taxonofílico”.

La codificadora practica un fisting a sus parejas sexuales y su puño se convierte en pene una vez que se halla dentro de las cavidades anales de los hombres, lo que la connota como un ser intersexual. Algo que confirma el final alternativo de la película, en el que adquiere por primera vez la forma masculina. Los genitales “realistas” son casi siempre velados, mientras que los genitales artificiales son subrayados con primerísimos planos. La validación constante de la imagen virtual sobre la física define al personaje y a la película. 

Reiko es un juguete sexual consciente que reafirma su realidad como ser sintiente, como los replicantes de Scott y como la muñeca del manga Air Doll (Kûki ningyô) de Yoshiie Gōda, publicado en el mismo año 2000 —y luego adaptado al cine por Hirokazu Koreeda en 2009—. Otro orgasmo taxonómico.




  © Imagen de portada: ‘Polissons et galipettes’ (fotograma).




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Antonio Enrique González Rojas

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