Acaban de cumplirse ochenta años de los bombardeos atómicos a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, que vinieron a ser la coda pavorosa de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de eso que, desde entonces, llamamos era atómica, cuyo símbolo es el hongo gigantesco que se alza amenazante sobre el horizonte. Era el arma de destrucción masiva más poderosa y aterradora que jamás hubiesen inventado los hombres y, a partir de la cual, el mundo ya no sería el mismo.
El cambio más elemental se produjo en el campo de la semántica. Hasta la detonación de la Bomba A, la palabra atómico se asociaba tan solo —como derivativo de la física nuclear— a fracciones pequeñísimas de materia y a su dispersión.
Se hablaba de atomizar y, corrientemente, se les llamaba atomizadores a los vaporizadores. Lo atómico era entonces, propiamente, lo diminuto, lo infinitesimal. Después de la Bomba (así, con mayúscula), lo atómico se convertiría en sinónimo de lo gigantesco y arrasador, de la demolición y la celeridad a un tiempo.
Un tipo dinámico y eficaz podía ser apodado “el atómico” (nombre que poco antes hubiera sugerido, más bien, una suerte de enanito invisible y disperso), como atómico podía ser también un automóvil de carreras o la presencia súbita de una suegra mandona.
Entre los rasgos notables de una cabaretera podía incluirse el de “cintura atómica”, no precisamente por pequeña y discreta. La gente común, que no tenía la menor idea de quien había sido Demócrito —de los primeros en hablar del átomo en Occidente— usaban el adjetivo atómico para todo: trámites, sustancias y utensilios domésticos: “tengo una olla de presión atómica”.
Si un tinte de pelo le evanescía las canas al segundo, también tenía que ver con la desgracia de Hiroshima y Nagasaki.
Pero las bombas que cayeron sobre las dos ciudades japonesas el 6 y el 9 de agosto de 1945 demolieron a un tiempo las convenciones de la diplomacia y de la guerra. Las armas más poderosas y terribles de un día antes se convertían, por comparación, en poco menos que juguetes. Cuando en un pestañazo se podía barrer una ciudad entera (o un ejército), el valor absoluto de las armas tradicionales se tornaba “convencional” y, por contraste, menos ofensivo.
Todavía se debate hoy si Estados Unidos debió lanzar o no las bombas contra Japón, si ciertamente lo llevó a ello el deseo de salvar decenas, si no cientos, de miles de vidas norteamericanas, o más bien, como aducen los críticos, un alarde de prepotencia para asustar al mundo.
Ambas motivaciones no se excluyen: los estrategas de Washington tal vez pensaron que la detonación atómica era un convincente disuasivo para implantar la pax americana —una larga, fecunda y lucrativa era de bonanza a escala global— cuando, a la vuelta de la esquina, y gracias a la traición de algunos científicos y a la colaboración entusiasta de algunos espías, nos esperaba a todos la carrera armamentista y el chantaje nuclear de la Guerra Fría.
El mundo se ha librado de la Tercera Guerra Mundial gracias a las armas atómicas, diría un apologista; pero también es cierto que el totalitarismo comunista se amparó en esa détente para mantenerse en Rusia y extenderse por medio mundo.
El régimen de Fidel Castro pudo sobrevivir gracias a los riesgos de la confrontación nuclear. Para muchos en Occidente, la única alternativa frente a la expansión soviética era la aniquilación o la capitulación, actitud que el pensador británico Bertrand Russell resumió con su célebre frase “better red than dead” (“mejor ser rojos que estar muertos”) que fue la divisa del colaboracionismo de izquierda por casi medio siglo.
Sin embargo, la amenaza del holocausto nuclear no ha desaparecido con el fin de la Guerra Fría. Antes bien, el desplome y fragmentación de la Unión Soviética ha puesto el mayor arsenal atómico del mundo más al alcance de terroristas y especuladores.
De momento, hay estados, como Irán y Corea del Norte, francamente hostiles a la convivencia civilizada, que ya poseen o andan en busca de tecnología nuclear (so pretexto de emplearla con fines pacíficos). El fin del mundo bipolar ha reducido el nivel de restricciones en este tipo de tecnología. Los empeños en pro de la no proliferación de armas nucleares nunca han sido más vulnerables que en la actualidad.
Justo es reconocer que la Bomba Atómica no sólo nos puso en peligro de extinción colectiva, sino que abrió para la humanidad un vastísimo horizonte en el campo de la investigación científica y del consecuente desarrollo tecnológico.
Afirmando el carácter paradójico de todo hito histórico, la fisión atómica, que llevó a decir a Robert Oppenheimer (uno de los físicos que desarrolló la Bomba A) “me he convertido en la muerte”, ha sido responsable también de insólitos adelantos en el campo de las comunicaciones, de la medicina, de la química, que han contribuido decisivamente a hacer más placentera y más larga la vida humana.
Así pues —mientras prosigue el debate entre los defensores y los críticos del bombardeo atómico a Japón— ya no es posible regresar a la era que antecedió a la erupción del hongo gigantesco que, hace ochenta años, inauguró una nueva manera de morir y vivir en la Tierra.

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