La costosa herencia de Xi Jinping

En 1980, Xi Zhongxun, una figura destacada del Partido Comunista Chino y padre del actual dirigente Xi Jinping, visitó una de las principales atracciones turísticas del centro-este de Iowa: las colonias Amana, un enclave de herencia alemana fundado sobre principios comunitarios, hoy conocido por su cerveza y su artesanía. 

La experiencia lo conmovió profundamente. A sus 67 años, Xi encabezaba una delegación de gobernadores provinciales que viajaba a Estados Unidos. Era un momento histórico en la apertura de China a los negocios y la inversión occidentales. Como dirigente de la provincia meridional de Guangdong, Xi estaba a la vanguardia de ese proceso. Guangzhou, la capital provincial, acababa de inaugurar el primer consulado estadounidense fuera de Pekín. Xi también estaba poniendo en marcha las Zonas Económicas Especiales —áreas diseñadas para atraer empresas extranjeras— que simbolizarían la nueva relación de China con el mundo exterior.

Los estadounidenses del Comité Nacional de Relaciones Estados Unidos-China que acompañaron el viaje recuerdan a Xi como un hombre afable y carismático, del tipo que se aseguraba de que los traductores tuvieran un vaso de agua. Pero a veces se quedaba en silencio, como si estuviera absorto en sus pensamientos, y podía parecer distante y reservado.

Eso cambió en las colonias Amana. Según una persona presente, Xi quedó fascinado mientras escuchaba al guía. Su reacción fue tan intensa que, según un funcionario del servicio exterior estadounidense, parecía haberse “convertido en otra persona”.

Esa transformación probablemente se debió a que Xi vio en aquel lugar una posibilidad inquietante. Se trataba de una comunidad fundada sobre principios utópicos y colectivos que, 88 años después de su fundación, había decidido disolverse. En otras palabras, era la historia de cómo una sociedad comunista había acabado convertida en una atracción turística.



La lucha es real

El viejo Xi soportó sufrimientos extraordinarios por la causa, a manos tanto de los enemigos nacionalistas como de los propios comunistas. Sus tribulaciones revelan, al mismo tiempo, los peligros de tomarse la ideología demasiado en serio… y de no tomársela lo suficiente. Tras ser liberado de una prisión nacionalista cuando tenía 15 años, Xi no recuperó su entusiasmo por la revolución leyendo a Karl Marx. Como más tarde le contó a su hijo, lo que más lo inspiró fue una novela: El joven errante, de Jiang Guangci. Su protagonista encadena una desgracia tras otra y concluye que “cuanto más dolor me provocó esta sociedad malvada, con más fuerza creció mi resistencia”.

Xi, pues, era consciente de la importancia de los productos culturales para la causa comunista. En 1952, se convirtió en ministro de propaganda. Su tarea era educar a un país de cientos de millones de personas sobre el comunismo y explicarles por qué debían sacrificarse para construirlo.

Pero la ideología no solo motivaba a Xi y le servía para justificar la lealtad al partido. También estuvo a punto de costarle la vida. Cuando el partido lo persiguió —lo cual ocurrió en múltiples ocasiones— fue porque las diferencias de opinión se interpretaban como herejía ideológica. Por eso, aunque fue una novela la que inspiró a Xi a mantenerse en la revolución en 1928, fue otra novela, Liu Zhidan, la que provocó su purga en 1962. Mao concluyó que la decisión de Xi de permitir que una mujer militante escribiera el libro —una narración ficcionalizada de un destacado revolucionario del noroeste— era una manifestación de la “lucha de clases”. Xi fue entonces arrojado al desierto político durante 16 años.

Su caída anticipó una de las grandes tragedias de la historia china: la Revolución Cultural. Durante aquellos años frenéticos de las décadas de 1960 y 1970, las autoridades expulsaron a Xi de la capital y lo sometieron al aislamiento y a abusos físicos. Tras la muerte de Mao en 1976, los dirigentes reconocieron que la Revolución Cultural había sido un fracaso tal que el partido debía cambiar. Cuando Xi volvió a trabajar en Pekín en 1981, se enfrentó a una nueva pregunta: ¿cómo mantener el idealismo y la convicción cuando ya nadie podía explicar qué era realmente el comunismo? Una realidad que incluso Xi reconocía.

Xi sabía que alcanzar un mayor desarrollo económico daría al partido la legitimidad que tan desesperadamente necesitaba. Pero también temía lo que pudiera ocurrir si ese nuevo modelo económico llevaba a la gente a perder la fe en los compromisos ideológicos del partido. Le preocupaba cómo cambiaría China con la llegada de la inversión occidental, la introducción de mecanismos de mercado y el uso de incentivos materiales para fomentar el trabajo duro. 

Xi quería dar espacio a nuevas voces que justificaran la nueva dirección económica del partido o incluso que propusieran ideas sobre cómo avanzar hacia reformas políticas limitadas, pero temía el caos y deseaba que las críticas más ruidosas dejaran de generarle problemas. Siempre existía el riesgo de que lo asociaran con llamados más contundentes al cambio y se ganara la ira de sus superiores. Era una receta para la confusión y la disfunción. 

A lo largo de los años ochenta, el partido lanzó campañas represivas que avivaban el temor de una nueva Revolución Cultural y luego las frenaba bruscamente cuando amenazaban con frenar el crecimiento económico.

Finalmente, hubo consecuencias también para la élite del partido. En 1987, tras unas protestas estudiantiles, Deng purgó al secretario general Hu Yaobang de la dirección. El partido acusó a Hu de “liberalismo burgués”. Según Yang Shangkun, miembro del Politburó, Xi —cercano a Hu— “había ido aún más lejos”. Xi odiaba esas acusaciones. Sabía que Hu nunca se había opuesto a Deng. El verdadero problema era que equilibrar la reforma y la apertura con los principios conservadores se había vuelto una tarea casi imposible. Y cuando la contradicción se hizo demasiado evidente, Hu y Xi fueron los señalados.

Xi Jinping se enfrenta al mismo dilema de conciliar el crecimiento con la ideología que enfrentó su padre, pero ha optado por su propio enfoque para resolverlo. El hijo se preocupa claramente por el desarrollo económico. Pero también está obsesionado con infundir un sentido de idealismo y convicción tanto en el partido como en la población china. Cree que el partido debe evitar el extremismo de la era Mao, pero también necesita revitalizar a sus miembros con un llamado a la lucha y la vigilancia. Ha intentado evitar los giros dramáticos que marcaron la era Deng, al tiempo que ha sido flexible en cuanto a correcciones parciales de rumbo.

El problema para él es que la “lucha” que exige a su pueblo es una noción inherentemente ambigua. Demasiado o demasiado poco puede resultar peligroso. A medida que la economía se desacelera, el reto de satisfacer las necesidades materiales de la población china sin abandonar los objetivos estratégicos e ideológicos se volverá cada vez más grave. El enfoque del “camino medio” de Xi Jinping podría lograr lo mejor de ambos mundos —usar el crecimiento para facilitar una mayor seguridad y estabilidad, y viceversa— o podría ser, simplemente, una receta para ir tirando.



Cuanto más alto subes

Los líderes del partido podrían haber manejado mejor los espinosos debates ideológicos si hubieran evaluado los distintos enfoques con desapasionamiento. Pero el problema era que la ideología se mezclaba con otro asunto: el más explosivo en toda la historia del partido, la política de sucesión.

Y nadie presenció más de cerca las patologías y los peligros de esa política que Xi Zhongxun. Xi trabajó junto al primer ministro Zhou Enlai en los años cincuenta y principios de los sesenta, y luego con el secretario general Hu Yaobang durante los años ochenta. Es decir, fue testigo directo de las relaciones entre los líderes supremos chinos Mao Zedong y Deng Xiaoping y sus principales colaboradores.

Xi habría visto cómo la política interna del partido, en sus más altas esferas, implicaba mucho más que ejecutar los deseos del líder. A los encargados de aplicar las directrices se les pedía que persiguieran múltiples objetivos al mismo tiempo, sin una guía clara sobre cuáles eran prioritarios o cómo lograr resultados. Las órdenes solían incluir dos directrices contradictorias separadas por un “pero”: había que asegurarse de que la campaña fuera exhaustiva, pero sin ir demasiado lejos ni demasiado rápido. Si se inclinaban demasiado en una dirección —ya fuera hacia la “izquierda” (excesivamente radical) o hacia la “derecha” (demasiado cautelosa)— podían ser acusados de herejía ideológica. Un paso en falso podía significar perder la autoridad en manos de otro.

Como líderes supremos, tanto Mao como Deng eran con frecuencia distantes, ambiguos, volubles y desconfiados. Si un subordinado les informaba demasiado, podían sentirse sobrepasados y abrumados por los detalles. Pero si no les informaban lo suficiente, sospechaban que sus subordinados estaban intentando gobernar por su cuenta. Las reuniones privadas y francas entre líderes y sus lugartenientes eran extremadamente raras y, aun en esos casos, no había garantía de que alcanzaran un entendimiento duradero. Cuando los subordinados se equivocaban, sus jefes los despojaban del poder… o algo peor.

Era una situación casi imposible de manejar para los segundos al mando. Xi fue testigo de cómo Mao humillaba regularmente a Zhou Enlai. En una ocasión, en 1958, tras una dolorosa autocrítica que duró varias horas, Zhou admitió con pesar ante Xi que Mao lo había reprendido de nuevo. Xi prometió compartir la culpa con Zhou. Se sintió conmocionado al ver que incluso alguien tan experimentado como Zhou —que entendía a Mao mejor que la mayoría— podía sufrir reveses tan devastadores.

Xi consideraba que el culto a la personalidad de Mao durante la Revolución Cultural había sido un desastre. Por eso le decepcionó que Deng se convirtiera en otro déspota a lo largo de los años ochenta. Sugerió a Hu que hablara más con Deng para asegurarse de que se entendían. Pero Hu creía contar con la plena confianza de Deng. Se equivocaba. Cuando Deng dijo en 1986 que pensaba retirarse, Hu cometió un error fatal: estuvo de acuerdo en que debía hacerlo. Esto llevó a Deng a concluir que Hu quería apartarlo, y así fue como Hu fue expulsado. A Xi le quedó claro que el partido tenía menos interés en resolver los problemas estructurales de su sistema de liderazgo que en repetirlos.

Como Mao y Deng antes que él, Xi Jinping se ha arrogado un enorme poder. Su modelo de gobierno tiene cierto sentido si se consideran las experiencias de su padre. Si los celos y las inseguridades derivados de la política de sucesión son peligrosos, no sorprende que Xi no haya designado un sucesor. Un heredero visible podría generar más de un centro de poder dentro del partido, y Xi no quiere arriesgarse a la inestabilidad que podría derivarse de tener que purgar a esa figura. Si demasiada distancia entre el líder y sus subordinados es un problema, se comprende que Xi haya optado por concentrar el control en sus propias manos, como lo hizo al minar la autonomía del entonces primer ministro Li Keqiang para tomar decisiones económicas.

Sin embargo, esas son soluciones temporales. Tarde o temprano, Xi se verá tentado a designar y poner a prueba a un sucesor. A medida que envejezca, podría perder energía y desear concentrarse en los asuntos más importantes, lo que implicará delegar más autoridad en otros. Los mismos problemas que atormentaron a su padre podrían volver a aparecer.



Padre e hijo

Al final de su carrera, en 1990, apenas unos meses después de que el Ejército Popular de Liberación masacrara a muchos de los jóvenes manifestantes que pedían cambios en la plaza de Tiananmén, Xi Zhongxun asumió uno de sus últimos cargos: copresidir el Comité de Cuidado para la Próxima Generación. Fue un cierre apropiado para una vida marcada por una preocupación constante en torno a una cuestión existencial: ¿aceptarían las generaciones más jóvenes —y las futuras— la legitimidad continua del Partido Comunista Chino?

Para Xi, por supuesto, no era solo una preocupación profesional, sino también personal. Quería que sus hijos estuvieran igual de comprometidos con la causa que él. Les contaba historias de la revolución para inspirarlos y les imponía una disciplina férrea para inculcarles los valores colectivos.

Pero sus hijos también vieron otra cara. Vieron cómo el partido al que Xi servía ejecutaba políticas que trajeron tragedia al pueblo chino. Vieron la humillación, la persecución, el exilio y el encarcelamiento a los que el partido sometió a su padre. Y también vieron la culpa y la vergüenza que él experimentaba como víctima y victimario a la vez. Presenciaron la misma tragedia, pero vivieron vidas muy distintas. Uno de sus hijos, Heping, se suicidó durante la Revolución Cultural. Otro se vinculó con antiguos funcionarios e intelectuales reformistas. Algunos más hicieron mucho dinero en negocios.

Incluso Xi Jinping ha admitido que el tormento que sufrió de joven le provocó dudas sobre el Estado y el partido. De hecho, está convencido de que su calvario fue peor que el de muchos otros durante la Revolución Cultural, ya que era hijo de un dirigente purgado antes que la mayoría de los veteranos revolucionarios. No obstante, ha hablado con orgullo de la fortaleza que esas experiencias horribles le inculcaron. Y ha afirmado que sus ideales y convicciones son inquebrantables precisamente porque atravesó un periodo de confusión antes de reconocer que solo el camino del partido era el correcto.

En lugar de alejarlo del partido, esas experiencias parecen haberlo llevado a abrazar una causa por la que su padre sufrió tanto, y a buscar recuperar el orgullo y el legado de una familia humillada en repetidas ocasiones. Con ese objetivo, siguió los pasos de su padre en la política. Pero, ¿sentirán lo mismo las futuras generaciones? Xi cree que los adversarios occidentales de China quieren instigar a los jóvenes a exigir un cambio político radical. Para combatir ese peligro, espera inspirar a la juventud china con una misión de rejuvenecimiento nacional, de sacrificio, de “comer amarguras” por el bien común.

Algunos, inevitablemente, aceptarán con orgullo esa tarea. Pero otros podrían escuchar el llamado de Xi Jinping no como una arenga, sino como un eco agotado del pasado. Muchos jóvenes chinos podrían estar más interesados en vivir vidas menos fervientes de lo que Xi exige. La historia de la familia Xi plantea preguntas sobre cómo puede ganarse realmente a esos jóvenes. Un mensaje basado en el sufrimiento y la lucha puede tener sentido para algunos, pero para otros solo conducirá al distanciamiento.



* Sobre el autorJoseph Torigian es profesor asociado en la School of International Service de la American University y autor del libro The Party’s Interests Come First: The Life of Xi Zhongxun, Father of Xi Jinping.

* Artículo original: “Xi Jinping’s Costly Inheritance”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.






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Daniel B. Shapiro ha sido embajador de EE. UU. en Israel y director sénior para Oriente Medio y el Norte de África en el Consejo de Seguridad Nacional.