La dureza del faraón



El encuentro en Moscú de los enviados de Washington con Vladimir Putin puede certificarse como un fracaso pese a las débiles muestras de optimismo que expresaran las partes. El plan de paz de Estados Unidos, enmendado por Ucrania y sus aliados europeos, ha sido tácitamente rechazado por Rusia, que no renuncia ni a uno solo de sus objetivos para, de paso, poner en ridículo una vez más a los estadounidenses y, en particular, a Donald Trump.

Frente al manifiesto rechazo a sus propuestas de paz de parte del líder ruso y a sus propias frustraciones que ha ventilado en público, Trump ha seguido insistiendo en su papel de mediador y gestor de la paz entre Rusia y Ucrania. Acaso porque está empeñado en lograr una de sus promesas de campaña, aunque sea a costa de sacrificar la libertad y la soberanía de Ucrania, si con ello consigue, además, que le otorguen el Premio Nobel de la Paz.

Ese objetivo, que resalta su conocido narcisismo y pone a las claras su pequeñez de estadista, le ha llevado a pasar por alto todas las humillaciones que le ha infligido Putin a la vista del mundo, quien lo ha tratado con la amable condescendencia que se reserva para un niño majadero o un subnormal empecinado.  

“Apreciamos de veras su interés, señor presidente, en nuestro conflicto con Ucrania”, dice con estas u otras palabras semejantes el sonriente líder ruso, “pero entienda que no estamos dispuestos a aceptar nada menos que la capitulación del adversario”. 

Esto último tal vez no lo explicite tan sinceramente como lo escribo aquí, pero la reiterada opinión de Putin no tiene otro sentido. Cualquier arreglo diferente lo entendería como derrota —y tendría razón.

Porque cualquier paz duradera y decorosa conllevaría necesariamente la humillación de Rusia, su derrota, gracias a los altos raseros que ella misma se ha impuesto. Si hubiera aspirado a menos, tal vez habría conseguido más, pero sus exigencias hacen imposible a estas alturas cualquier arreglo, no importa cuánto se empeñe, por pura ambición de protagonismo, Trump y sus obsequiosos correveidiles.

No creo, pues, que haya ninguna paz a la vuelta de la esquina, ya que ninguna de las partes en pugna puede ceder. Rusos y ucranianos tendrán que seguir matando y muriendo por un buen tiempo todavía, y a los aliados de Ucrania les corresponde seguir ayudando al país agredido y contribuir, con todo su arsenal convencional disponible, a acentuar y acelerar la fatiga de Rusia, hasta que el coste de la guerra le resulte intolerable a esta última.

Entretanto, es de celebrar la renuencia de Putin (algún día lamentará no haber cedido a las propuestas de Trump). Pareciera que, al igual que en el relato del Éxodo, en que, según la Biblia, “Dios endurecía el corazón del faraón” para que no dejara salir al pueblo hebreo por mucho que Moisés insistiera, el líder ruso atiende a algún ímpetu o voz interior que le dicta no ceder para que, al final, su deshonra sea más estrepitosa y manifiesta. Una vez más se cumple aquí el viejo dictum de que “Dios confunde a los que quiere perder”.

Preparémonos para entrar en el quinto año de la guerra de Ucrania con todo el sufrimiento que ello conlleva para ucranianos y rusos, y lo mucho que le concierne al resto del mundo, sobre todo a los que vivimos en Europa. Cualquier amago de apaciguamiento debe recordarnos la torpeza fútil de Neville Chamberlain, cediéndole a Hitler los Sudetes checoslovacos por una paz precaria. En tanto la firme postura de Zelensky recuerda la desafiante actitud de Churchill ante el despiadado asalto alemán.