En 2019, leí un artículo sobre Larry Summers y Harvard que cambió la forma en que veo el mundo. El autor, que escribía bajo el seudónimo de “J. Stone”, sostenía que el día en que Larry Summers dimitió como presidente de la Universidad de Harvard marcó un punto de inflexión en nuestra cultura. Toda la era woke podía extrapolarse a partir de ese momento, de los detalles de cómo Summers fue objeto de cancelación y, sobre todo, de quiénes lo cancelaron: las mujeres.
Los hechos básicos del caso Summers me eran conocidos. El 14 de enero de 2005, durante una conferencia sobre la “Diversificación del personal en Ciencia e Ingeniería”, Larry Summers pronunció una charla que se suponía no debía hacerse pública. En ella afirmó que la subrepresentación femenina en las ciencias duras se debía en parte a “una diferente disponibilidad de aptitud en los niveles más altos”, así como a diferencias de inclinación entre hombres y mujeres “no atribuibles a la socialización”. Algunas profesoras presentes se sintieron ofendidas y filtraron sus palabras a un periodista, desobedeciendo la norma de confidencialidad. El escándalo resultante llevó al claustro de Harvard a emitir un voto de censura y, finalmente, a la dimisión de Summers.
El ensayo sostenía que no se trataba solo de que unas mujeres hubieran hecho dimitir al presidente de Harvard, sino de que lo habían hecho de un modo muy femenino. Recurrieron a apelaciones emocionales en lugar de a argumentos lógicos. “Cuando empezó a hablar de diferencias innatas de aptitud entre hombres y mujeres, simplemente no podía respirar, porque ese tipo de prejuicio me produce malestar físico”, dijo Nancy Hopkins, bióloga del MIT. Summers emitió una declaración pública para aclarar sus palabras, y luego otra, y después una tercera, cada vez con un tono más insistente en la disculpa. Varios expertos intervinieron para afirmar que todo lo que Summers había dicho sobre las diferencias sexuales se situaba dentro del consenso científico. Pero aquellas apelaciones racionales no surtieron efecto alguno frente a la histeria colectiva.
Esa cancelación fue femenina, sostenía el ensayo, porque todas las cancelaciones lo son. La cultura de la cancelación es, sencillamente, lo que hacen las mujeres cuando llegan a ser suficientes en una organización o un campo determinado. Esa es la tesis de la gran feminización, que el mismo autor desarrolló después en un libro: todo lo que entendemos por woke no es más que un epifenómeno de la feminización demográfica.
El poder explicativo de esta tesis tan simple era asombroso. Realmente parecía revelar los secretos de la época en que vivimos. El woke no sería una nueva ideología, ni una derivación del marxismo, ni una consecuencia del desencanto posterior a Obama. Sería, simplemente, la aplicación de patrones de comportamiento femeninos a instituciones donde hasta hace poco las mujeres eran minoría. ¿Cómo no lo había visto antes?
Posiblemente porque, como la mayoría de la gente, pienso en la feminización como algo que ocurrió en el pasado, antes de mi nacimiento. Cuando pensamos en las mujeres dentro de la profesión jurídica, por ejemplo, recordamos a la primera mujer que asistió a una facultad de Derecho (1869), la primera que defendió un caso ante el Tribunal Supremo (1880) o la primera jueza del Supremo (1981).
Pero un punto de inflexión mucho más importante es cuando las facultades de Derecho pasaron a tener mayoría femenina, lo que ocurrió en 2016, o cuando las abogadas asociadas en los despachos superaron en número a los hombres, lo que sucedió en 2023. Cuando Sandra Day O’Connor fue nombrada para el alto tribunal, solo el 5% de los jueces eran mujeres. Hoy las mujeres representan el 33% de los jueces en Estados Unidos y el 63% de los designados por el presidente Joe Biden.
La misma trayectoria puede observarse en muchas profesiones: una generación pionera de mujeres en los años sesenta y setenta; un aumento progresivo de la representación femenina durante los ochenta y noventa; y, finalmente, la paridad de género, al menos entre las generaciones más jóvenes, en la década de 2010 o de 2020. En 1974, solo el 10% de los periodistas de The New York Times eran mujeres. La plantilla del Times pasó a ser mayoritariamente femenina en 2018, y hoy las mujeres representan el 55%.
Las facultades de Medicina alcanzaron la mayoría femenina en 2019. Ese mismo año, las mujeres se convirtieron en mayoría dentro de la fuerza laboral con estudios universitarios en todo el país. En 2023, también pasaron a ser mayoría entre el profesorado universitario. Todavía no son mayoría entre los cargos directivos en Estados Unidos, pero podrían serlo pronto, ya que actualmente representan el 46%. Así que el calendario encaja: el fenómeno woke surgió aproximadamente en el mismo periodo en que muchas instituciones importantes pasaron demográficamente de ser mayoritariamente masculinas a mayoritariamente femeninas.
El contenido también encaja. Todo lo que se asocia con el woke implica dar prioridad a lo femenino sobre lo masculino: la empatía sobre la racionalidad, la seguridad sobre el riesgo, la cohesión sobre la competencia. Otros autores que han formulado sus propias versiones de la tesis de la gran feminización —como Noah Carl o Bo Winegard y Cory Clark, que han analizado sus efectos en el ámbito académico— aportan datos de encuestas que muestran diferencias de género en los valores políticos. En una de ellas, por ejemplo, el 71% de los hombres afirmó que proteger la libertad de expresión era más importante que preservar una sociedad cohesionada, mientras que el 59% de las mujeres opinó lo contrario.
Las diferencias más relevantes no se dan entre individuos, sino entre grupos. En mi experiencia, los individuos son únicos y a diario uno se encuentra con excepciones que desafían los estereotipos, pero los grupos de hombres y mujeres muestran diferencias consistentes. Lo cual tiene sentido si se piensa estadísticamente: una mujer al azar puede ser más alta que un hombre al azar, pero es muy poco probable que un grupo de diez mujeres elegidas al azar tenga una altura media superior a la de un grupo de diez hombres. Cuanto mayor sea el grupo, más tenderá a ajustarse a los promedios estadísticos.
Las dinámicas grupales femeninas tienden a favorecer el consenso y la cooperación. Los hombres se dan órdenes entre sí, pero las mujeres solo pueden sugerir y persuadir. Cualquier crítica o sentimiento negativo, si es absolutamente necesario expresarlo, debe ir envuelto en capas de cumplidos. El resultado de una discusión importa menos que el simple hecho de que haya tenido lugar y que todas hayan participado en ella. La diferencia más importante entre los sexos en la dinámica de grupo es la actitud hacia el conflicto. En resumen: los hombres libran el conflicto abiertamente, mientras que las mujeres socavan o aíslan a sus enemigos de manera encubierta.
Bari Weiss, en su carta de renuncia a The New York Times, describió cómo sus colegas se referían a ella en mensajes internos de Slack como racista, nazi y fanática y —esta es la parte más femenina— “los compañeros percibidos como amistosos conmigo eran acosados por otros colegas”. Weiss contó que en una ocasión pidió a una periodista del equipo de opinión del Times que tomaran un café juntas. La periodista, una mujer mestiza que escribía con frecuencia sobre cuestiones raciales, se negó a reunirse con ella. Evidentemente, se trataba de una falta de profesionalidad básica. Pero también, según el autor, de una actitud muy femenina.
Los hombres tienden a ser mejores que las mujeres a la hora de compartimentar, y el fenómeno wokefue, en muchos sentidos, un fracaso social generalizado de esa capacidad de compartimentación. Tradicionalmente, un médico podía tener sus propias opiniones sobre los temas políticos del momento, pero consideraba un deber profesional mantenerlas fuera de la consulta. Ahora que la medicina se ha feminizado, los médicos llevan chapas y cordones que expresan posturas sobre cuestiones polémicas, desde los derechos de los homosexuales hasta Gaza. Incluso ponen el prestigio de su profesión al servicio de modas políticas, como cuando algunos médicos declararon que las protestas de Black Lives Matter podían continuar a pesar del confinamiento por la Covid, porque el racismo constituía una “emergencia de salud pública”.
Un libro que me ayudó a encajar todas las piezas fue Warriors and Worriers: The Survival of the Sexes, de la profesora de psicología Joyce Benenson. Su tesis es que los hombres desarrollaron dinámicas grupales optimizadas para la guerra, mientras que las mujeres desarrollaron dinámicas optimizadas para la protección de sus crías. Estos hábitos, formados en la niebla de la prehistoria, explican por qué, según un estudio citado por Benenson, cuando se asigna una tarea a un grupo de hombres en un laboratorio de psicología moderna, estos “compiten por el turno de palabra, discrepan en voz alta” y luego “transmiten alegremente una solución al experimentador”. En cambio, un grupo de mujeres ante la misma tarea “pregunta educadamente por los antecedentes personales y las relaciones de las demás, con abundante contacto visual, sonrisas y turnos de intervención”, prestando “poca atención a la tarea planteada por el experimentador”.
El propósito de la guerra es resolver disputas entre dos tribus, pero solo funciona si, una vez resuelta la disputa, se restablece la paz. Por eso los hombres desarrollaron métodos para reconciliarse con sus oponentes y aprender a convivir en paz con quienes el día anterior combatían. Las hembras, incluso entre especies de primates, son más lentas para reconciliarse que los machos. Ello se debe a que los conflictos femeninos eran tradicionalmente internos, dentro de la propia tribu, por recursos escasos; se resolvían no mediante enfrentamientos abiertos, sino mediante la competencia encubierta con las rivales, sin un desenlace claro.
Todas estas observaciones coincidían con mis propias percepciones sobre el fenómeno woke, pero la satisfacción inicial de descubrir una nueva teoría pronto dio paso a una sensación de desasosiego. Si el wokismo es realmente el resultado de la Gran Feminización, entonces la erupción de locura de 2020 fue solo un anticipo de lo que está por venir. Imaginemos qué ocurrirá cuando los hombres que aún quedan en las profesiones que moldean la sociedad envejezcan y las generaciones más jóvenes, más feminizadas, asuman el control total.
La amenaza que representa el wokismo puede ser mayor o menor según el ámbito. Es triste que los departamentos de Filología inglesa estén ahora completamente feminizados, pero la vida cotidiana de la mayoría de la gente no se ve afectada por ello. Otros campos, en cambio, importan mucho más. Puede que uno no sea periodista, pero vive en un país donde lo que publica The New York Times determina qué se acepta públicamente como verdad. Si el Times se convierte en un lugar donde el consenso interno puede suprimir hechos impopulares (más de lo que ya lo hace), eso afecta a todos los ciudadanos.
El ámbito que más me preocupa es el del Derecho. Todos dependemos de un sistema judicial que funcione y, dicho sin rodeos, el Estado de derecho no sobrevivirá a una profesión jurídica de mayoría femenina. El Estado de derecho no consiste solo en redactar normas: significa cumplirlas incluso cuando el resultado nos conmueve o contradice nuestra intuición sobre cuál de las partes resulta más digna de compasión.
Un sistema judicial feminizado podría parecerse a los tribunales del Título IX para casos de agresión sexual en los campus universitarios, instaurados en 2011 bajo la presidencia de Obama. Esos procedimientos estaban regidos por normas escritas y, en sentido técnico, podían considerarse parte del Estado de derecho. Pero carecían de muchas de las garantías que nuestro sistema judicial considera sagradas, como el derecho a confrontar al acusador, el derecho a conocer de qué se te acusa y el principio fundamental de que la culpabilidad debe basarse en hechos objetivos conocidos por ambas partes, no en cómo una de ellas se siente a posteriori. Estas protecciones se eliminaron porque quienes establecieron las reglas simpatizaban con las denunciantes —en su mayoría mujeres— y no con los acusados, que eran en su mayoría hombres.
Estas dos concepciones del Derecho chocaron de manera vívida durante las audiencias de confirmación de Brett Kavanaugh. La postura masculina sostenía que, si Christine Blasey Ford no podía aportar ninguna prueba concreta de que ella y Kavanaugh hubieran estado alguna vez en la misma habitación, sus acusaciones de violación no podían arruinarle la vida. La postura femenina, en cambio, consideraba que su reacción emocional evidente constituía en sí misma una forma de credibilidad que el comité del Senado debía respetar.
Si la profesión jurídica llega a ser mayoritariamente femenina, cabe esperar que el espíritu de los tribunales del Título IX y de las audiencias de Kavanaugh se extienda. Los jueces flexibilizarán las normas para ciertos grupos favorecidos y las aplicarán con rigor a los grupos desfavorecidos, algo que, de hecho, ya ocurre de forma preocupante. En 1970 aún se podía creer que la incorporación masiva de mujeres a la profesión jurídica tendría solo un efecto menor. Esa creencia ya no se sostiene. Los cambios serán enormes.
Curiosamente, ambos extremos del espectro político coinciden en prever esos cambios; solo discrepan sobre si serán positivos o negativos. Dahlia Lithwick abre su libro Lady Justice: Women, the Law, and the Battle to Save America con una escena en el Tribunal Supremo, en 2016, durante la vista oral sobre una ley texana del aborto. Las tres juezas —Ginsburg, Sotomayor y Kagan— “ignoraron los límites formales de tiempo y hablaron con entusiasmo por encima de sus colegas varones”. Lithwick celebró aquello como “una explosión de energía judicial femenina reprimida” que “ofrecía a Estados Unidos un atisbo de lo que la auténtica paridad de género —o casi paridad— podría significar para las futuras mujeres en las grandes instituciones jurídicas del país”.
Lithwick elogia a las mujeres por su actitud irreverente hacia las formalidades del Derecho, que —según ella— se originaron en una época de opresión y supremacía blanca. “El sistema jurídico estadounidense fue, en esencia, una máquina construida para privilegiar a los hombres blancos propietarios”, escribe. “Pero es lo único que tenemos, y hay que trabajar con ello”. Quienes consideran el Derecho un vestigio patriarcal tenderán a tratarlo de forma instrumental. Si esa visión llega a dominar todo el sistema judicial, las apariencias seguirán siendo las mismas, pero en realidad se habrá producido una revolución.
La Gran Feminización es, en verdad, algo sin precedentes. Otras civilizaciones concedieron a las mujeres el derecho al voto, les otorgaron derechos de propiedad o les permitieron heredar los tronos de imperios. Pero ninguna civilización en la historia humana ha experimentado con la idea de dejar que las mujeres controlen tantas instituciones vitales de la sociedad —desde los partidos políticos hasta las universidades y las grandes empresas—. Incluso allí donde no ocupan los cargos más altos, las mujeres marcan el tono de esas organizaciones, de modo que un director ejecutivo varón debe operar dentro de los límites fijados por su vicepresidenta de recursos humanos. Suponemos que esas instituciones seguirán funcionando bajo estas circunstancias completamente nuevas. Pero ¿en qué se basa realmente esa suposición?
El problema no es que las mujeres sean menos talentosas que los hombres ni que sus modos de interacción sean inferiores en un sentido objetivo. El problema es que esos modos femeninos de interacción no se adaptan bien a los objetivos de muchas de las principales instituciones. Se puede tener una academia mayoritariamente femenina, pero estará —como ya lo están muchos departamentos universitarios dominados por mujeres— orientada hacia metas distintas del debate abierto y la búsqueda libre de la verdad. Y si la academia no persigue la verdad, ¿para qué sirve? Si los periodistas dejan de ser individualistas incómodos a quienes no les importa incomodar a otros, ¿qué valor tienen? Si una empresa pierde su espíritu aventurero y se convierte en una burocracia feminizada y ensimismada, ¿no tenderá a estancarse?
Si la Gran Feminización representa una amenaza para la civilización, la pregunta es si hay algo que podamos hacer al respecto. La respuesta depende de cómo se explique su origen. Hay quienes creen que la Gran Feminización es un fenómeno natural: que, cuando a las mujeres se les dio por fin la oportunidad de competir con los hombres, resultó que eran simplemente mejores. Por eso —sostienen— hay tantas mujeres en las redacciones, al frente de los partidos políticos y dirigiendo nuestras corporaciones.
Ross Douthat describió esta forma de pensar en una entrevista reciente con Jonathan Keeperman, conocido como “L0m3z”, un editor de derechas que ayudó a popularizar el término longhouse (“casa comunal”) como metáfora de la feminización. “Los hombres se quejan de que las mujeres los oprimen. ¿No es el longhouse simplemente un largo lamento masculino por su incapacidad para competir adecuadamente?”, preguntó Douthat. “¿No deberían aguantarse y competir de verdad en el terreno que tenemos en los Estados Unidos del siglo XXI?”.
Eso es lo que creen las feministas que ocurrió, pero —según el autor— se equivocan. La feminización no es el resultado natural de que las mujeres hayan superado a los hombres, sino un producto artificial de la ingeniería social, y si se retirara el pulgar que inclina la balanza, colapsaría en el plazo de una generación.
El factor más evidente que desequilibra la balanza es la legislación antidiscriminatoria. Es ilegal emplear “demasiado pocas” mujeres en una empresa. Si las mujeres están infrarrepresentadas, especialmente en los cargos directivos, la compañía se expone a una demanda segura. Como consecuencia, los empleadores contratan y ascienden a mujeres que, de otro modo, no habrían conseguido esos puestos, simplemente para mantener sus cifras dentro de los márgenes aceptables.
Actúan así de manera racional, porque las consecuencias de no hacerlo pueden ser graves. Texaco, Goldman Sachs, Novartis y Coca-Cola figuran entre las empresas que han pagado indemnizaciones de nueve cifras por demandas de discriminación de género en los procesos de contratación y promoción. Ningún directivo quiere ser la persona que le cueste a su empresa 200 millones de dólares por una demanda de ese tipo.
La legislación antidiscriminatoria exige que todo lugar de trabajo sea feminizado. Un fallo judicial histórico de 1991 determinó que los pósteres de mujeres en las paredes de un astillero constituían un entorno hostil para las trabajadoras, y ese principio se ha ampliado hasta abarcar muchas formas de conducta masculina. Decenas de empresas de Silicon Valley han sido demandadas por fomentar una “cultura de fraternidad universitaria” o una “cultura masculina tóxica”, y un bufete especializado en este tipo de litigios presume de haber logrado acuerdos que van desde los 450.000 hasta los 8 millones de dólares.
Las mujeres pueden demandar a sus jefes por dirigir un entorno laboral que se sienta como una casa de fraternidad, pero los hombres no pueden hacerlo cuando su oficina se asemeja a una guardería Montessori. Es natural, entonces, que los empleadores prefieran pecar por exceso de suavidad. Así que, si las mujeres prosperan más en el entorno laboral moderno, ¿es realmente porque superan a los hombres? ¿O porque las reglas del juego se han modificado para favorecerlas?
Mucho puede deducirse del modo en que la feminización tiende a intensificarse con el tiempo. Una vez que una institución alcanza una proporción de 50-50, suele sobrepasar la paridad y volverse cada vez más femenina. Desde 2016, las facultades de Derecho han incrementado ligeramente cada año su porcentaje de alumnas; en 2024, las mujeres representaban ya el 56%. La psicología, antes un campo predominantemente masculino, es ahora abrumadoramente femenino, con un 75% de los doctorados concedidos a mujeres. Las instituciones parecen tener un punto de inflexión a partir del cual se feminizan progresivamente.
Eso no parece indicar que las mujeres estén superando a los hombres, sino más bien que los están alejando al imponer normas de comportamiento femeninas en instituciones que antes eran masculinas. ¿Qué hombre querría trabajar en un ámbito donde sus rasgos no son bienvenidos? ¿Qué estudiante de posgrado con un mínimo de autoestima querría dedicarse a la academia si sus compañeros lo van a marginar por expresar sus desacuerdos con demasiada franqueza o defender una opinión controvertida?
En septiembre, pronuncié un discurso en la conferencia National Conservatism en torno a los argumentos expuestos en este ensayo. Me sentía aprensiva ante la idea de presentar la tesis de la Gran Feminización en un foro público. Sigue siendo controvertido, incluso en los círculos conservadores, afirmar que hay demasiadas mujeres en determinados ámbitos o que su presencia masiva puede transformar las instituciones hasta volverlas irreconocibles, haciendo que dejen de funcionar correctamente. Me aseguré de exponer mi argumento del modo más neutral posible. Para mi sorpresa, la respuesta fue abrumadora. En pocas semanas, el vídeo del discurso superó las 100.000 visualizaciones en YouTube y se convirtió en una de las intervenciones más vistas en la historia de la conferencia.
Es positivo que la gente empiece a mostrarse receptiva a este planteamiento, porque la ventana de oportunidad para hacer algo respecto a la Gran Feminización se está cerrando. Existen indicadores adelantados y rezagados del proceso de feminización, y ahora nos encontramos en un punto intermedio: las facultades de Derecho son ya mayoritariamente femeninas, pero el poder judicial federal sigue siendo mayoritariamente masculino. En unas pocas décadas, el cambio de género habrá llegado a su conclusión natural. Muchos creen que la era woke ha terminado, desplazada por un cambio de clima cultural; pero si el wokismo es el resultado de la feminización demográfica, entonces no desaparecerá mientras esas mismas condiciones demográficas permanezcan intactas.
Como mujer, estoy agradecida por las oportunidades que he tenido para desarrollar una carrera en la escritura y la edición. Afortunadamente, no creo que resolver el problema de la feminización requiera cerrar ninguna puerta en la cara de las mujeres. Basta con restablecer reglas justas. En este momento tenemos un sistema nominalmente meritocrático en el que es ilegal que las mujeres pierdan. Hagamos que la contratación sea meritocrática en la práctica y no solo en el nombre, y veremos qué sucede. Que vuelva a ser legal tener una cultura de oficina masculina. Eliminemos el poder de veto de la responsable de recursos humanos. Creo que muchos se sorprenderán al descubrir hasta qué punto la feminización actual se debe a transformaciones institucionales —como la aparición de los departamentos de recursos humanos— que fueron consecuencia de cambios legales, y que esos mismos cambios legales podrían revertirse.
Porque, al fin y al cabo, no soy solo una mujer. También soy alguien con muchas opiniones poco complacientes, a quien le resultará difícil prosperar en una sociedad cada vez más adversa al conflicto y más orientada al consenso. Soy madre de hijos varones, que nunca alcanzarán todo su potencial si tienen que crecer en un mundo feminizado. Soy —somos todos— dependiente de instituciones como el sistema judicial, la investigación científica y la política democrática, que sostienen el modo de vida estadounidense, y todos sufriremos si dejan de cumplir las funciones para las que fueron creadas.
Sobre la autora:
Helen Andrews es autora de Boomers: The Men and Women Who Promised Freedom and Delivered Disaster.
* Artículo original: “The Great Feminization”. Traducción: Hypermedia Magazine.








