Nunca habrá un Estado palestino. ¿Y ahora qué?

A finales de este mes, y con un exquisito sentido del calendario para hacerla coincidir con Rosh Hashaná, la Asamblea General de las Naciones Unidas se reunirá y, al dirigirse a ella, el presidente de Francia reconocerá a “Palestina” como Estado. Francia será el país número 148 (según la mayoría de los recuentos) en reconocer un Estado que no existe ni existirá nunca: un “Estado” sin fronteras, sin gobierno, sin economía y sin control sobre el territorio que reclama. Noruega, España, Irlanda y Eslovenia reconocieron a Palestina en mayo de 2024, en una clara recompensa por la ofensiva terrorista de Hamás en octubre de 2023. El Reino Unido, Canadá y Australia se unirán a los franceses, y quizá también una docena o más de países adicionales. Estos actos de “reconocimiento” no ayudan en absoluto a los palestinos. Su efecto —y su objetivo habitual— es perjudicar a Israel, tanto culpándolo por la guerra de Gaza como dificultando el fin de ese conflicto. Como declaró el secretario de Estado Marco Rubio en agosto, “las negociaciones con Hamás se vinieron abajo el día en que Macron tomó la decisión unilateral de reconocer al Estado palestino”.

La medida del presidente Emmanuel Macron, y las de los primeros ministros Keir Starmer del Reino Unido y Anthony Albanese de Australia, son en gran medida asuntos de política interna: respuestas a bajos índices de aprobación y a la presión de poblaciones musulmanas numerosas. Parece habérseles pasado por alto que están contribuyendo a que los palestinos lleguen a la conclusión de que solo la violencia brutal puede abrirles un camino hacia adelante. En un intento de defenderse de tales críticas, Macron afirmó que “no hay alternativa” a la creación de un Estado palestino y anunció en julio que, “a la luz de los compromisos asumidos ante mí por el presidente de la Autoridad Palestina, le he escrito para expresarle mi determinación de avanzar”.

¿Cuáles fueron esos solemnes compromisos de la Autoridad Palestina ante el presidente de Francia? “Cumplir con todas sus responsabilidades de gobernanza en todos los territorios palestinos, incluida Gaza; emprender una reforma profunda; y organizar elecciones presidenciales y generales en 2026 con el fin de reforzar su credibilidad y su autoridad sobre el futuro Estado palestino”. El primer ministro canadiense, Mark Carney, declaró a CNN que “Canadá tiene la intención de reconocer al Estado de Palestina […] porque la Autoridad Palestina se ha comprometido a liderar las reformas tan necesarias”. Albanese habló de “nuevos compromisos importantes de la Autoridad Palestina” y proclamó que “el presidente de la Autoridad Palestina ha reafirmado estos compromisos directamente ante el Gobierno australiano”. Del mismo modo, la llamada “Declaración de Nueva York”, adoptada el 30 de julio por toda la Liga Árabe, la Unión Europea y más de una docena de países, condena acertadamente los ataques del 7 de octubre y pide la destitución de Hamás, pero también reclama un Estado palestino bajo una Autoridad Palestina “reformada”, que “seguirá aplicando su agenda creíble de reformas”.

Es difícil no reírse ante todos esos “compromisos” con una “agenda creíble de reformas” por parte del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, quien los ha formulado —como tantos otros similares— una y otra vez durante casi veinte años al frente de Fatah, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y la propia Autoridad Palestina. La AP no está hoy más cerca de gobernar Gaza que en junio de 2007, cuando fue expulsada de allí por Hamás, ni tampoco más cerca de emprender una reforma fundamental. Macron declaró además que “debemos construir el Estado de Palestina (y) garantizar su viabilidad”, y aparentemente nunca se le ocurrió sugerir que fueran los propios palestinos quienes debieran “construir el Estado de Palestina y garantizar su viabilidad”.

¿Por qué, después de ochenta años de intentos por dividir la Tierra Santa, nunca se ha creado un Estado palestino? ¿Por qué estoy convencido de que ese objetivo nunca se alcanzará? Desde la Segunda Guerra Mundial se han fundado decenas de nuevos países. ¿Qué tiene de particular la lucha por “Palestina” que la ha condenado al fracaso? ¿Y cuáles son las alternativas? Aunque mi atención se centra aquí en Cisjordania, la mayor parte del análisis que sigue se aplica igualmente a Gaza.



I.

La “solución de los dos Estados” es una derivación de la antigua idea de la partición: la división del Mandato de Palestina, administrado por el Reino Unido, en tierras judías y árabes. Transjordania —un mandato británico separado y hoy el Reino Hachemita de Jordania— se constituyó en 1946, y la Asamblea General de la ONU votó en noviembre de 1947 la creación de dos nuevos Estados, uno árabe y otro judío. Los judíos dijeron que sí y los árabes dijeron que no.

Se puede decir mucho más sobre el conflicto entre Israel y los palestinos, pero su esencia en 2025 sigue siendo la misma que en 1947: los árabes dijeron que no.

Daniel Pipes ha comentado esto en numerosas ocasiones, al referirse a lo que denomina el “rechazo genocida” de los palestinos. ¿Por qué no han prevalecido la paz ni la creación de un Estado palestino? En los primeros años, escribió Pipes, “la población local, a la que hoy llamamos palestinos, no los quería allí y les dijo que se marcharan. Y [los sionistas] respondieron diciendo que no, que eran occidentales modernos y que podían traer agua potable y electricidad. Pero los palestinos respondieron con rechazo y dijeron: ‘No, queremos mataros; vamos a echaros.’”

Hace más de un siglo, el líder sionista Vladímir Jabotinsky explicó que esa era precisamente la respuesta que los judíos debían esperar ante sus ofertas de progreso económico, aunque él creía que con el tiempo esa actitud cambiaría. Pero poco ha cambiado, como escribe Pipes:

No ha funcionado porque no puede funcionar. Si tu enemigo quiere eliminarte, decirle que le vas a proporcionar agua potable no lo convencerá de lo contrario. Lo más sorprendente es que los palestinos hayan conservado ese impulso genocida durante tanto tiempo. Diría, como historiador, que esto es algo único. Ningún otro pueblo ha mantenido un grado de hostilidad semejante durante un período tan prolongado.

Tales opiniones pueden ser —y a menudo han sido— atacadas como propias de un sionista y de un conservador. Pero la conclusión de Pipes ha recibido ahora el respaldo de una fuente inesperada: Hussein Agha y Robert Malley, autores de un libro titulado Tomorrow is Yesterday: Life, Death, and the Pursuit of Peace in Israel/Palestine, sobre sus décadas de esfuerzos, por separado y en conjunto, para promover la creación de un Estado palestino. Agha fue un confidente de confianza y un negociador clave de Yasir Arafat. Nacido en Beirut, hoy posee pasaporte británico (tras haber tenido antes ciudadanía libanesa e iraquí), miembro de Fatah desde 1968, formado en Oxford y vinculado durante veinticinco años al St. Antony’s College, el astuto y encantador Agha asesoró al liderazgo palestino y participó en negociaciones desde la Conferencia de Madrid en 1991 hasta las conversaciones con John Kerry en 2014.

Malley, hijo de un judío egipcio de extrema izquierda y antisionista, fue asistente especial del presidente para asuntos árabe-israelíes durante la administración Clinton y luego asesor y negociador clave sobre Oriente Medio en el gobierno de Barack Obama. Malley y Agha trabajaron juntos, cada uno desde su respectivo equipo, en la preparación de la cumbre de Camp David en el año 2000, y colaboraron después en un célebre artículo publicado en The New York Review of Books en agosto de 2001, en el que defendían a Arafat y rechazaban la interpretación —sostenida por el presidente Clinton y la mayoría de los participantes estadounidenses— de que Arafat era responsable del fracaso de las negociaciones de paz.

Su colaboración más reciente fue un artículo publicado en The New Yorker en agosto, basado en gran parte en el libro, pero con nuevas y excepcionalmente virulentas condenas a Israel. Parecería que temen que los juicios equilibrados sobre la historia de las negociaciones que contiene su libro hayan quedado obsoletos, y que deban unirse al coro general para no ser acusados de tibieza frente al Estado judío. El tiempo para la reflexión prudente parece haber quedado atrás.

Pero en su libro, Agha y Malley escriben que “la idea de una partición israelo-palestina en dos Estados tiene un origen curioso, problemático y ajeno. No ha sido, salvo durante un breve período, una demanda autóctona palestina o judía”. Esto se debe a que “la solución de los dos Estados no es el destino natural ni de israelíes ni de palestinos [y] va en contra de la esencia de sus identidades y aspiraciones nacionales”. Cierto, pero los sionistas, en 1948, aceptaron el compromiso y tomaron lo que la ONU ofrecía. Los palestinos no lo hicieron.

Los palestinos no querían vivir en paz con los judíos, de modo que la decisión de partición de la ONU en 1947 —y, mucho menos, los esfuerzos posteriores como el proceso de Oslo (destinado a abordar las conquistas israelíes de 1967)— no consiguieron tratar el problema de fondo. Agha y Malley citan a Arafat: “No nos interesa lo que ocurrió en junio de 1967 ni eliminar las consecuencias de la guerra de junio”. Es decir, la “ocupación” israelí de Cisjordania y Gaza tras la Guerra de los Seis Días —que los críticos de Israel en el extranjero (e incluso algunos de sus simpatizantes) han señalado una y otra vez como su gran pecado— no era el problema que Arafat quería resolver; su verdadera objeción era la existencia misma de Israel. ¿Cómo sabemos que esto es cierto? Ellos mismos lo explican: “De no ser así, palestinos y judíos no habrían combatido en las décadas de 1920 y 1930, cuando aún no existía un Estado de Israel; los países árabes no habrían librado la guerra de 1948, cuando el plan de partición preveía un Estado palestino; y los palestinos habrían hecho las paces entre 1948 y 1967, cuando Cisjordania y Gaza no estaban en manos israelíes”.

En otras palabras, el problema no es un desafío técnico relacionado con la delimitación de fronteras ni un fracaso diplomático que, de resolverse, conduciría a la creación de un Estado palestino. El problema es que el nacionalismo palestino se basa, en esencia, en la destrucción del Estado judío, no en la construcción de un Estado palestino. En su célebre discurso de Bar-Ilan en 2009, Benjamín Netanyahu lo expresó así: “Ésta es la raíz del conflicto, lo que lo mantiene vivo, y la raíz del conflicto fue y sigue siendo lo que se repite desde hace más de noventa años: la profunda objeción del núcleo duro de los palestinos al derecho del pueblo judío a tener su propio país en la Tierra de Israel”. La creación de un Estado no es una prioridad palestina, y la ausencia de ese Estado no es la causa del conflicto.

Esto es lo que Macron, Starmer, Carney, Albanese y sus numerosos predecesores en los procesos de paz no comprenden. En la medida en que su razonamiento tiene una lógica, ésta se articula así: existe un conflicto entre Israel y los palestinos porque éstos desean un Estado independiente donde ejercer su derecho a la autodeterminación en su tierra natal, y para ello Israel deberá ceder “territorio a cambio de paz”. Si los palestinos tienen un Estado, su agravio fundamental quedará resuelto y la violencia —como la del 7 de octubre y la de la guerra posterior— dejará de ser necesaria. Hamás atrae hoy a los palestinos porque éstos creen en su afirmación de que sólo la violencia conducirá a la independencia. Conceder un Estado a la Autoridad Palestina socavará a Hamás, eliminará la causa del conflicto y traerá la paz.

Aunque esta lógica es internamente coherente, todas las pruebas la desmienten. Si Pipes y Netanyahu tienen razón —y parece que Malley y Agha coinciden con ellos—, un Estado palestino no satisfará las aspiraciones palestinas, pues deberá coexistir con Israel. La solución de los dos Estados aborda el problema equivocado.

A este análisis podría objetarse que, en los Acuerdos de Oslo de 1993, israelíes y palestinos alcanzaron efectivamente un entendimiento sobre la paz y la solución de los dos Estados. No exactamente. Lo que se conoce como Oslo I estableció la Autoridad Palestina y acordó iniciar negociaciones sobre todos los temas de fondo: “Las negociaciones sobre el estatuto permanente comenzarán lo antes posible… Se entiende que dichas negociaciones abordarán las cuestiones pendientes, incluidas Jerusalén, los refugiados, los asentamientos, los arreglos de seguridad, las fronteras, las relaciones y la cooperación con otros vecinos, y otras cuestiones de interés común”. En otras palabras, no hubo acuerdo sobre ninguno de los asuntos esenciales que dividían a las partes.

Agha y Malley escriben que existía un documento firmado, pero que esas firmas “sirvieron para ocultar su división sobre cuestiones tan elementales como los derechos de los refugiados, los atributos de un Estado palestino y la legitimidad del Estado de Israel. El consenso superficial señalaba la continuación de la lucha israelo-palestina por otros medios”. En cuanto a ser un acuerdo sobre la creación de un Estado palestino, en ninguna parte de los Acuerdos de Oslo se menciona siquiera tal objetivo.

Los Acuerdos de Oslo ocurrieron hace más de 30 años y han fracasado. Fueron el aparente punto culminante de la acomodación y el acuerdo israelí-palestino, pero lo sucedido desde entonces demuestra que su promesa era vacía. Como dijo David Weinberg, “treinta años y miles de millones de dólares y euros después, el rendimiento de la inversión occidental en la independencia palestina es abismal. No hay democracia, ni Estado de derecho, ni transparencia, ni sostenibilidad, ni inversión en estabilidad económica, ni educación para la paz en la Autoridad Palestina”. Un editorial de The Economist en septiembre de 2023 afirmaba que los “logros duraderos” de Oslo habían sido “crear un gobierno palestino limitado y odiado por la mayoría de los palestinos”.

Son conclusiones sombrías, pero la mayoría de los palestinos está de acuerdo con ellas. El principal encuestador palestino, Khalil Shikaki, encontró en una encuesta de septiembre de 2023 que “treinta años después de la firma de los Acuerdos de Oslo, unos dos tercios describen las condiciones de hoy como peores que antes de ese acuerdo; dos tercios creen que ha perjudicado los intereses nacionales palestinos; tres cuartos piensan que Israel no lo implementa; y la mayoría apoya abandonarlo”. Los palestinos consideran que la Autoridad Palestina es una carga más que un activo, por un 60 frente a un 35 por ciento. Un 57 por ciento se opone a la solución de los dos Estados (aunque el apoyo aumenta si se promete las fronteras de 1967, incluida Jerusalén).

Una pluralidad del 41 por ciento, al ser preguntada por cómo poner fin a la ocupación, favorece la “lucha armada”, y volvemos así a la cuestión de la violencia y a la contundente referencia de Pipes al “rechazo genocida”. Como he explicado, los partidarios de la solución de los dos Estados sostienen que la creación del Estado palestino pondrá fin a la violencia palestina. Sostienen que producirá, según la fórmula, “dos Estados que vivan uno al lado del otro en paz y seguridad”. Pero si el objetivo de esa violencia es la destrucción del Estado de Israel, no la creación de un Estado independiente, ¿por qué no continuaría (o aumentaría) la violencia a través de la frontera de una Palestina independiente, como ocurrió desde Cisjordania y Gaza? ¿Por qué no alentaría esto a los palestinos a creer que el viejo “plan por fases”, como explicó el historiador Efraim Karsh —de tomar “cualquier territorio que Israel esté dispuesto o se vea obligado a cederles y usarlo como trampolín para nuevas ganancias territoriales hasta lograr la ‘liberación completa de Palestina’”— está funcionando?

En su libro, Agha y Malley no intentan minimizar la violencia palestina. De Arafat, a quien Agha conocía muy bien, escriben que “creía en un resultado negociado [pero] también se aferraba a la convicción de que la violencia era necesaria para alcanzar ese fin”. Sobre la segunda intifada, que causó la muerte de más de 1.000 israelíes y más de 3.000 palestinos, señalan que Arafat pensaba que “un enfrentamiento armado no podía hacer daño. Quién sabe, quizá ayudara”. Y poco ha cambiado desde entonces: respecto a Fatah, todavía el partido gobernante en la Autoridad Palestina y en la OLP, observan que “la doctrina religiosa de Hamás, y no su recurso a la violencia, es lo que la distingue de Fatah. Desde el principio, el rasgo definitorio de Fatah fue la lucha armada, a menudo con poca atención a si sus víctimas eran civiles o militares”. Y concluyen que “en el fondo, pese a Oslo, Fatah nunca llegó a reconciliarse de verdad con la idea de deponer las armas”.

Aún más revelador es lo que escriben sobre las masacres de Hamás del 7 de octubre de 2023: “El 7 de octubre no fue un acontecimiento exclusivamente de Hamás ni distintivamente islamista. Fue palestino de principio a fin”. Y de nuevo: “No se puede negar que los palestinos, en su mayoría, abrazaron los acontecimientos del 7 de octubre porque expresaban sus sentimientos más profundos. El 7 de octubre fue palestino hasta la médula”.

Así estamos, treinta años después de Oslo y setenta y siete años después de la resolución de la ONU sobre la partición. La atención de la “comunidad internacional” y, con demasiada frecuencia, las presiones de Estados Unidos siguen concentradas en lo que Israel puede o debe ser obligado a hacer, mientras las promesas vacías de los palestinos (como las recientes a Macron, Carney y Albanese) se toman al pie de la letra. Pero el núcleo del problema sigue siendo la realidad y el potencial del lado palestino.

¿Abandonará alguna vez la sociedad palestina su apoyo a la violencia y al terrorismo? ¿Serán reemplazados los sueños de destruir Israel por esfuerzos para construir un verdadero Estado? ¿Lograrán los empresarios, los funcionarios honestos, los médicos, los abogados, los arquitectos y los ingenieros sustituir a los asesinos terroristas como ciudadanos más respetados? 

Einat Wilf señaló recientemente que “hay personas perfectamente capaces en Gaza, como vimos el 7 de octubre. Aquella masacre requirió miles de millones de dólares, años de inversión en infraestructura, liderazgo, estrategia y visión, de la clase más perversa. Lo que demuestra es que al pueblo de Gaza no le faltan capacidades ni recursos. Su problema es ideológico”. Desde los primeros días del sionismo, pasando por Haj Amin al-Husseini, Arafat y hasta el presente, el nacionalismo palestino —e incluso la identidad palestina— han sido irredentistas y negativos: se han centrado en destruir, no en construir. Por eso no existe un Estado palestino.



II.

La Autoridad Palestina fue creada en el marco de los Acuerdos de Oslo para cambiar esa realidad. Los palestinos utilizarían su energía creativa tanto en Cisjordania como en Gaza para construir instituciones de autogobierno. El objetivo de la creación de un Estado fue adoptado oficialmente por Estados Unidos durante la administración de George W. Bush. La “Hoja de ruta”, publicada en 2003 y titulada formalmente “Hoja de ruta basada en resultados hacia una solución permanente de dos Estados al conflicto israelí-palestino”, establecía la creación de un Estado palestino como su meta. Pero el cumplimiento de ese objetivo estaba condicionado a la conducta palestina:

La solución de dos Estados al conflicto israelí-palestino sólo se alcanzará con el fin de la violencia y el terrorismo, cuando el pueblo palestino tenga un liderazgo que actúe con decisión contra el terror y esté dispuesto y sea capaz de construir una democracia funcional basada en la tolerancia y la libertad.

Un Estado palestino debía ganarse, no otorgarse. Para contribuir a lograr ese fin, Bush impulsó la creación del cargo de primer ministro. La idea era limitar el poder de Arafat para mantener las estructuras corruptas que caracterizaban a la Autoridad Palestina, a la OLP y a Fatah, y comenzar a construir instituciones. Mahmoud Abás ocupó brevemente el cargo de primer ministro, hasta que Arafat lo desplazó. Tras la muerte de Arafat en noviembre de 2004, Abás fue rápidamente designado para sucederlo por la Autoridad Palestina, la OLP y Fatah, y se legitimó ganando las elecciones presidenciales de enero de 2005.

Permanecer en el poder —no construir un Estado— fue y sigue siendo el objetivo de Abás, pero la construcción del Estado sí era la meta del hombre que fue ministro de Finanzas entre 2002 y 2005 y primer ministro entre 2007 y 2013: Salam Fayyad. Sus objetivos eran claros, y puede decirse con justicia que estaban inspirados en el sionismo: “Israel como Estado no se estableció en 1948”, dijo Fayyad en 2010. “La condición de Estado se proclamó en 1948. Las instituciones clave del Estado y los servicios existían mucho antes”. Del mismo modo, argumentó que “Palestina no va a surgir en el vacío, sino sobre la base de la solidez de sus instituciones de gobierno”, y que la gente “verá cómo la condición de Estado se traduce y se transforma del ámbito del concepto al ámbito de la realidad. Eso es enormemente poderoso”.

Fayyad lo explicó una y otra vez. En 2009:

“Los israelíes también han expresado su preocupación de que nuestro programa no trata realmente de construir un Estado, sino de un plan para ‘declarar un Estado’, lo cual no es, en absoluto, el caso. Ya declaramos nuestro Estado en 1988, dentro de su propio conjunto de condiciones objetivas, y no tenemos necesidad de otra declaración. Lo que sí es cierto es que, si la comunidad internacional percibe que los palestinos han construido un Estado de facto, incluso aunque la ocupación siga vigente, habrá una gran presión sobre los israelíes para poner fin a la ocupación”.

En 2024:

“La tarea siempre consistió en construir el Estado y proyectar su realidad sobre el terreno. Por eso invertí tanto en el proceso de hacerlo realidad. Crearlo: simplemente hay que crearlo, hacerlo posible, construirlo. Construir sus instituciones; proyectar su realidad. Dejar que crezca entre la gente, en lugar de que ocurra de arriba abajo. Y luego, trabajar políticamente, de algún modo, con la comunidad internacional para conferirle soberanía”.

Esto era precisamente lo que buscaban Bush y la “Hoja de ruta”, y todo fracasó. Los palestinos no han construido instituciones de gobierno, no han creado un Estado de facto, y la realidad sobre el terreno es desastrosa. ¿Por qué el “fayyadismo” o la auténtica construcción del Estado produjeron tan pocos resultados? 

Parte de la culpa recae en Israel, en Estados Unidos y en los países europeos y árabes, todos los cuales aplaudieron a Fayyad pero hicieron muy poco por ayudarle. Para los países occidentales siempre hubo algo más importante: el propio “proceso de paz”. Negociaciones, visitas, declaraciones, cumbres: esos eran los objetivos inmediatos; la construcción del Estado era ardua, larga, aburrida y poco gratificante. 

Los políticos occidentales necesitaban algo vistoso que cubriera una necesidad política inmediata. Y eso es exactamente lo que estamos viendo hoy en el ritual de reconocimiento del inexistente Estado de Palestina por parte de los gobiernos occidentales. El “proceso de paz” se ha convertido no en un proceso de construcción, sino en una alternativa a ella: sustituye las declaraciones y las conferencias por un trabajo arduo que, los dirigentes sabían, era poco probable que se emprendiera, que tuviera éxito o que hiciera feliz a nadie en el corto plazo que la política exige.

Desde luego, tampoco fue recompensado por los propios palestinos. En 2005, Fayyad dimitió como ministro de Finanzas para presentarse a las elecciones parlamentarias de 2006. Su partido obtuvo el 2,4 % de los votos y dos escaños en el Parlamento de 132. En esas elecciones, Hamás derrotó a Fatah, con un 44 % de los votos frente al 41 % de Fatah.

¿Por qué ganó Hamás? El presidente Bush opinó que los palestinos rechazaban la corrupción de Fatah y votaban por un gobierno limpio. Otros dijeron que fue por la religión: Fatah era un partido laico y Hamás era islamista, así que la gente votó por el islam. Yo tuve otra interpretación. Quizá los palestinos votaron por el partido que mataba judíos en lugar del partido que negociaba con ellos. Quizá esa votación mostró, una vez más, que el Estado paso a paso de Fayyad y las negociaciones de Fatah por la condición de Estado no satisficieron lo que muchos palestinos querían más: la lucha armada contra Israel.

Como primer ministro, Fayyad siguió promoviendo la construcción del Estado y en 2009 presentó un plan de 54 páginas para dos años que conduciría a la condición de Estado mediante el fortalecimiento de instituciones. Fayyad contó con el apoyo occidental, pero su plan abandonó Oslo y su requisito de una resolución negociada del conflicto. Debía concluir en 2011 con una declaración unilateral de Estado sobre las fronteras de 1967. A los políticos de Fatah no les gustó porque los dejaba al margen y les arrebataba el control de las negociaciones con Israel. Fatah y los líderes de Hamás vieron que renunciaba a la “lucha armada”, que siempre fue el objetivo principal de Hamás y que ese mismo año Fatah volvió a respaldar.

El plan de Fayyad no funcionó y, por supuesto, la lucha armada nunca se abandonó. Pero, de otra manera, puede verse como un punto de inflexión decisivo: el paradigma de Oslo consistía en que la paz se negociaría entre israelíes y palestinos. Fayyad ahora abandonaba la centralidad de obtener el acuerdo israelí.

Fayyad quería construir las instituciones de la condición de Estado, pero otros palestinos se preguntaban por qué molestarse en tanto esfuerzo si podían lograr el Estado sin ello. ¿Y si un Estado palestino pudiera surgir no del arduo trabajo de construir instituciones, no renunciando a la violencia, sino como un regalo de gobiernos extranjeros? ¿Y si resultara que la “lucha armada” contra Israel inspiraba no repulsa en esos gobiernos extranjeros sino más exigencias a Israel y más apoyo a la causa palestina?

Precisamente ahí estamos hoy. Las condiciones que Bush exigía hace veinte años parecen ahora casi ingenuas. Todo el mundo entiende que los palestinos no cumplirán los prerrequisitos que se fijen. Así que dirigentes como Macron aceptan en su lugar las promesas vacías de Abás de que la “reforma” ha tenido lugar, está en marcha o pronto ocurrirá. No importa: él miente, ellos saben perfectamente que miente, y han decidido que las mentiras no importan. La vía alternativa es la de Starmer, que dice que Israel debe cumplir metas imposibles antes de una fecha determinada o él reconocerá un Estado palestino. Entonces podrá hacerlo y al mismo tiempo culpar a Israel. En todos estos casos, el objetivo es cubrir una necesidad política (concretamente, atacar a Israel) más que acercar la condición de Estado palestina o cualquier mejora concreta en la vida de los palestinos.

La posición de Estados Unidos en los años de Biden fue una variante de esto, y usó una expresión que se ha vuelto casi universal. El 7 de febrero de 2024, exactamente cuatro meses después de las masacres de Hamás, el secretario de Estado Antony Blinken pronunció un discurso preparado en Israel y pidió “un camino concreto, sujeto a plazos e irreversible” hacia un Estado palestino. Con esas palabras Blinken destruyó la exigencia de la “Hoja de ruta” de Bush, y de sus condiciones previas para la creación de un Estado palestino. “Sujeto a plazos” e “irreversible” son exactamente lo opuesto a la idea “basada en el desempeño” de la “Hoja de ruta”.

La trayectoria a lo largo de estas décadas está clara. Primero se dijo que las negociaciones con Israel eran absolutamente necesarias. Israel ofreció paz y territorio (más claramente con Ehud Barak en 2000 y Ehud Olmert en 2008, como veremos pronto), pero eso también habría exigido difíciles concesiones por la parte palestina, así que los líderes palestinos dijeron que no. Luego apareció la idea de construir un Estado de abajo hacia arriba y, una vez listas las instituciones, declarar unilateralmente ese Estado. Pero los palestinos no construyeron esas instituciones, bloqueados por una combinación de la corrupción y la incompetencia de la AP, la OLP y Fatah; movimientos terroristas con amplio apoyo que preferían ataques violentos contra Israel a acciones positivas para crear nuevas realidades; y por su propio interés más profundo en destruir a Israel que en crear un Estado que seguramente sería pobre, con limitaciones sobre su soberanía y política y psicológicamente insatisfactorio. Así que ahora la “comunidad internacional” tira la toalla y reconoce, simplemente y de todos modos, un Estado palestino —aunque no exista.

La Unión Soviética marcó el camino, reconociendo a “Palestina” en 1988. Por supuesto, los satélites y simpatizantes soviéticos empezaron a imitarla, al igual que Estados árabes y musulmanes. Pero las naciones occidentales resistieron con honor, imponiendo exigencias y condiciones. Ahora estamos presenciando el colapso de esa resistencia de principios. Ni Israel ni las naciones árabes moderadas ni las democracias occidentales pudieron obligar o atraer a los palestinos a desarrollar un liderazgo decente y moderado y a construir instituciones estatales modernas. Bajo la presión política de la izquierda y las demandas de poblaciones musulmanas crecientes, incluso las democracias anglosajonas —Canadá, Australia y el Reino Unido— que antaño fueron un sólido baluarte contra demandas radicales y que, a menudo, votaban en contra de resoluciones inanes y sesgadas de la ONU, han capitulado. Saben lo que un Estado palestino requeriría para tener éxito, pero ya no les importa: las presiones políticas son demasiado fuertes para resistir, y desean castigar a Israel y a su gobierno de derechas por el “pecado” de defenderse. ¿Qué palestino no puede quedar impactado por el hecho de que tantos líderes mundiales ni siquiera exijan la liberación de todos los rehenes antes de lanzar sus declaraciones autocomplacientes?

Nada ha sido más perjudicial para la construcción de un Estado palestino decente, democrático y pacífico que ese tipo de “apoyo”. El mensaje para los palestinos es claro: lo que hay que hacer para que se reconozca su Estado es nada. Ninguna reforma, ninguna creación institucional, ninguna democracia, ninguna derrota de los grupos terroristas, ningún gobierno competente. Todo eso sucederá mágicamente en el Estado palestino una vez que exista. El uso de la violencia brutal e inhumana traerá recompensas, mientras que las reacciones de Israel le acarrearán castigo, pues está más que claro que sin los atentados del 7 de octubre Macron, Starmer, Albanese y Carney no estarían hoy reconociendo ese Estado imaginario.

El último punto merece subrayarse. Como ha señalado David Weinberg, refiriéndose no a Gaza sino a Cisjordania: “Nadie tiene la ilusión de que alguna ‘autoridad’ palestina pueda o vaya a contrarrestar la formación de ejércitos terroristas islamistas respaldados por Irán en estas zonas, que amenazan directamente Jerusalén y el centro de Israel. Solo las FDI pueden hacerlo y lo harán; por eso continuarán las operaciones militares a gran escala en lugares como Yenín, Tulkarem y Nablus para eliminar esas amenazas de manera resuelta”. Todo israelí sabe que eso es cierto. Reconocer ahora la condición de Estado palestino equivale a insistir en que la acción militar israelí en esas zonas es ilegítima, lo cual equivale, de forma indirecta, a decir que la autodefensa israelí es ilegítima.

Y esa autodefensa israelí tendrá que continuar, no solo si se creara un Estado palestino, sino especialmente si llegara a crearse. Como escriben Agha y Malley: “Los israelíes podrían haber estado más abiertos a dejarse convencer si se les hubiera ofrecido una razón para creer que las retiradas territoriales les traerían seguridad. Su experiencia sugiere lo contrario”. Porque, como hemos visto, la mera creación de una Palestina débil, sin salida al mar y pobre no dará a los palestinos la victoria histórica y emocional que buscan. Solo la destrucción de Israel lo hará, y los esfuerzos por acercar ese día continuarán. El establecimiento de un Estado palestino será visto como una victoria tremenda, pero parcial, que dará a muchos palestinos la seguridad de que la victoria definitiva sigue siendo posible.

Vale la pena recordar a qué han dicho “no” los palestinos, es decir, las ofertas israelíes de Estado que han rechazado. He aquí el relato del difunto Saeb Erekat, principal negociador palestino durante el periodo de Oslo, luego ministro de Negociaciones y posteriormente secretario general de la OLP, de 2015 a 2020.

El 23 de julio de 2000, durante su encuentro con el presidente Arafat en Camp David, el presidente Clinton dijo: “Usted será el primer presidente de un Estado palestino, dentro de las fronteras de 1967 —con algunos ajustes, teniendo en cuenta el intercambio de tierras—, y Jerusalén Este será la capital del Estado palestino. Pero queremos que usted, como hombre religioso, reconozca que el Templo de Salomón está situado bajo el Haram al-Sharif”. Yasir Arafat respondió desafiante a Clinton: “No seré un traidor. Alguien vendrá a liberarlo dentro de diez, cincuenta o cien años. Jerusalén no será más que la capital del Estado palestino, y no hay nada bajo ni sobre el Haram al-Sharif excepto Alá”. Por eso, dijo Erekat, Yasir Arafat fue sitiado y por eso fue asesinado injustamente. [Cabe señalar que, en realidad, Arafat murió por causas naturales.]
En noviembre de 2008, Olmert ofreció las fronteras de 1967, pero dijo: “Tomaremos el 6,5% de Cisjordania y, a cambio, daremos el 5,8% de las tierras de 1948; el 0,7% restante constituirá el pasaje seguro. Jerusalén Este será la capital, pero hay un problema con el Haram y con lo que llaman la Cuenca Sagrada”. Abu Mazen [es decir, Mahmud Abás] también respondió con desafío: “No estoy en un mercado ni en un bazar. He venido a delimitar las fronteras de Palestina —las del 4 de junio de 1967— sin ceder ni una sola pulgada, ni una sola piedra de Jerusalén, ni de los lugares sagrados cristianos y musulmanes”. Por eso los negociadores palestinos no firmaron.

Si esas ofertas israelíes fueron insuficientes, ninguna otra lo será jamás. Y hoy resultan inconcebibles para los israelíes, porque los riesgos que implicarían son inaceptables para la izquierda, la derecha y el centro del país después del 7 de octubre. De hecho, Olmert estaba dispuesto a colocar toda la Ciudad Vieja de Jerusalén bajo control internacional, una concesión asombrosa que difícilmente habría sido aprobada por su gabinete o por la Knéset y que no se repetirá. Pero ni siquiera eso provocó respuesta alguna de Abás, como tampoco respondió a la propuesta de paz de Kerry y Obama en 2014.

Así ha sido el “progreso” de la “comunidad internacional”: de insistir en negociaciones, a insistir en la construcción institucional, hasta no insistir en nada. Ahora, se exige reconocer de inmediato un Estado palestino sin negociaciones entre este e Israel, y sin que haya cumplido ninguno de los requisitos normales de la condición de Estado.



III.

Hay cierta lógica en esa evolución, siempre que a uno no le importen realmente los israelíes ni los palestinos y actúe por motivos de política interna. Pero no funcionará, por dos razones. La primera es que, por el momento, hay una gran potencia que se mantiene al margen: Estados Unidos, que sigue insistiendo en que esta ola de reconocimientos de “Palestina” constituye una recompensa al terrorismo. De hecho, el 31 de julio el Departamento de Estado impuso nuevas sanciones a funcionarios de la Autoridad Palestina y de la OLP por “no cumplir sus compromisos y socavar las perspectivas de paz”, así como por “seguir apoyando el terrorismo, incluso mediante la incitación y la glorificación de la violencia (especialmente en los libros de texto), y proporcionar pagos y beneficios en apoyo del terrorismo a los terroristas palestinos y sus familias”.

La segunda razón es que los israelíes no se suicidarán. Como señaló Michael Oren, “desde las masacres del 7 de octubre de 2023, la mayoría de los israelíes considera que un Estado palestino sería una peligrosa recompensa al terrorismo. Nadie sabe cómo sería ese Estado, quién lo gobernaría ni si sería democrático y pacífico o islamista y yihadista. Nadie puede aportar pruebas de que los palestinos sean capaces de mantener un Estado nación”. La afirmación de que solo con un Estado palestino Israel podrá tener “una verdadera y genuina seguridad”, repetida durante años por el secretario Blinken y cientos de otros diplomáticos, solo provoca risas en Jerusalén.

Los cínicos o maquiavélicos podrían sugerir que los israelíes acepten alguna fórmula ahora para un Estado palestino más adelante (o mucho más adelante), cuando se cumplan ciertas condiciones, porque todos saben que esas condiciones nunca se cumplirán. Así, el Estado nunca se creará e Israel obtendría el mérito por pronunciar las palabras mágicas. El problema con esta fórmula es que, como hemos visto, ya no existen condiciones. Las promesas vacías bastan. Incluso mientras la guerra continúa, mientras los rehenes siguen en cautiverio y mientras la “Autoridad Palestina reformada” sigue siendo un mito total, país tras país insisten en un Estado palestino inmediato. Los israelíes saben que, cualesquiera que sean las condiciones que impongan, acabarán siendo abandonadas.

Nos encontramos, pues, en un momento extraño: a medida que se extiende la exigencia de un reconocimiento inmediato del Estado palestino, las posibilidades de que ese resultado se materialice se reducen, en gran parte porque sus defensores dejan cada vez más claro que son indiferentes (o abiertamente hostiles) a la seguridad de los israelíes. Agha y Malley dicen lo siguiente sobre los líderes que ahora reclaman el reconocimiento inmediato de un Estado palestino:

Saben que esto es inverosímil y no pueden describir un plan práctico para lograrlo. En el fondo, los creyentes en la solución de los dos Estados, enfrentados a todas las razones para abandonar su fe, se refugian en un solo argumento: no hay alternativa. La partición se considera inevitable, aunque resulte cada vez más difícil imaginarla, porque no son capaces de imaginar otra cosa. […] El resultado más probable es la perpetuación del statu quo. […] Ha durado más de medio siglo, a pesar de repetidas objeciones y obituarios, superando con creces los diecinueve años durante los cuales Israel no controló Cisjordania ni Gaza.

Tienen razón. Muchos partidarios de la solución de los dos Estados reconocen todos los problemas, pero repiten que “no hay alternativa”, como dijo el ministro francés de Asuntos Exteriores en la gran reunión de julio en las Naciones Unidas y como Blinken ha repetido a menudo.

Pero sí hay alternativas. La primera y más evidente, como reconocen Agha y Malley, es la situación existente desde 1967. Todo el mundo en los círculos diplomáticos insiste en que es “insostenible”, pero, como he señalado en otras ocasiones, algo que se ha sostenido durante 58 años no puede calificarse precisamente de efímero. El liderazgo palestino en Cisjordania sigue centrado en mantenerse en el poder, un objetivo delicado si se tiene en cuenta que Abás cumplirá noventa años en noviembre y el futuro tras su desaparición es incierto. ¿Llevará su sucesor los tres sombreros de Abás y Arafat, como jefe de la AP, la OLP y Fatah? ¿Será la lucha por la sucesión breve y cortés, o larga y sangrienta? Dado el estado de esas tres organizaciones, ¿importará siquiera quién le suceda o son ya incapaces de recuperar la lealtad y el respeto del pueblo? Una cosa debería estar clara: mientras se enzarzan en una lucha brutal por el poder entre ellos, los dirigentes de la AP, la OLP y Fatah tendrán una capacidad limitada o nula para construir nuevas instituciones palestinas o negociar la paz con Israel. Si tuviera que apostar por cómo será Cisjordania dentro de un año, o de cinco, diría que un cambio profundo es poco probable.

La principal cuestión diplomática que se debate ahora sobre el futuro gobierno de Gaza es qué papel desempeñará allí la Autoridad Palestina y si será capaz de gobernar el territorio como lo hacía antes de que Hamas la expulsara en cinco días de violencia en 2007. La mayoría de las propuestas diplomáticas, como la “Declaración de Nueva York”, insisten en que la AP volverá a gobernar Gaza como parte de un Estado unitario. Históricamente, Cisjordania y Gaza han estado con frecuencia separadas, aunque en otros momentos han estado unidas. Tras largos periodos de dominio otomano y egipcio, Gaza —como Cisjordania— pasó a formar parte del Mandato británico de Palestina justo después de la Primera Guerra Mundial. Egipto se apoderó de Gaza en 1948, cuando los británicos se marcharon, aunque nunca anexó el territorio; Jordania se apoderó de Cisjordania, de modo que entre 1948 y 1967 Cisjordania y Gaza fueron gobernadas por dos países distintos. El periodo de mayor vinculación fue el de los años de Oslo, cuando la Autoridad Palestina de Arafat ejercía su autoridad tanto en Gaza como en Cisjordania. Una vez que Hamas tomó el poder en Gaza en 2007, los vínculos se rompieron de nuevo casi por completo.

Todos los defensores del Estado palestino sostienen que Israel debe retirarse casi en su totalidad hasta las “fronteras de 1967” —que en realidad son las líneas de armisticio de 1949— y que el imaginario Estado palestino debe incluir tanto Gaza como Cisjordania. A ninguno parece preocuparle que la AP no tenga hoy capacidad alguna para gobernar o reconstruir Gaza, ni que no haya desempeñado papel alguno allí en toda una generación. Su idea es que el mundo ayudará a Gaza a recuperarse bajo tutela internacional y de la AP, y que, llegado el momento, Gaza se unirá a Cisjordania como un distrito normal bajo el gobierno de Ramala —o incluso de Jerusalén, si un acuerdo negociado divide la ciudad y convierte una parte en capital palestina.

Mi enfoque aquí no es el futuro de Gaza. Creo que cuando termine la guerra se creará un comité internacional para la reconstrucción de Gaza cuyos miembros serán los principales países árabes (Jordania, Egipto, los donantes del Golfo), la UE y Estados Unidos. Trabajará para reconstruir escuelas (esperemos que siguiendo modelos modernos al estilo emiratí y no los de Qatar o, peor aún, de la UNRWA, para la cual la educación es primordialmente adoctrinamiento en terrorismo y antisemitismo), hospitales y todas las funciones civiles. El beneplácito de la AP legitimará las estructuras de gobierno o administrativas que se impongan en Gaza, así como el papel extranjero intrusivo, y la AP hará grandes esfuerzos por aparentar que es la protagonista de todo ello. Eso quizá fortalezca su posición internacional, pero hará poco por mejorar su reputación y su apoyo en Cisjordania o en Gaza, porque, lo más probable, actuará con la habitual incompetencia y corrupción.

La parte difícil es la seguridad en Gaza: ¿quién la proveerá? La AP no puede, pues carece del número necesario de tropas entrenadas. Lo más probable es una mezcla desordenada de policía palestina depurada, empresas contratistas de seguridad y fuerzas árabes/musulmanas que algunos Estados quizá estén dispuestos a enviar, al menos para tareas limitadas como proteger un almacén de alimentos o un edificio gubernamental. Mientras tanto, como en Cisjordania, las FDI harán lo que la AP y las fuerzas árabes probablemente no harán: combatir a Hamás e impedir su reconstitución.

Pero lo máximo que puede esperarse en Gaza, si Hamás es destruido y el lugar entero es reconstruido físicamente por una gran coalición internacional, es que se asemeje a Cisjordania. Seguirá existiendo el legado de veinte años de adoctrinamiento de Hamás sobre toda una generación; seguirán miles de jóvenes formados por Hamás para combatir; y seguirán muchos gazatíes que votaron por Hamás y dicen en las encuestas que aún lo apoyan. Una encuesta de mayo de 2025 halló que el 64% de los gazatíes se opone a desarmar a Hamás y una mayoría se opone a exiliar a sus líderes militares; si se celebraran elecciones legislativas con todos los partidos que concurrieron en 2006, los votantes de Gaza darían un 49% a Hamás frente a un 30% a Fatah. El 46% de todos los palestinos dijo a los encuestadores que apoya “un retorno a las confrontaciones y a la intifada armada” (un porcentaje superior al de la encuesta de septiembre de 2023 mencionada antes). Al preguntar cuál debería ser el objetivo palestino más vital, el 41% respondió la creación del Estado, incluyendo Jerusalén Este como capital —pero el 33% dijo que debe ser el “derecho al retorno” a sus pueblos y aldeas de 1948, lo que, por supuesto, implicaría la destrucción de Israel como Estado judío.

Los que ahora claman por el reconocimiento inmediato de un Estado palestino nunca parecen mencionar nada de esto, ni reconocer la verdadera condición de la sociedad palestina. Cada mitad de su población ha estado casi completamente separada de la otra durante una generación: la mitad en Gaza gobernada desde 2007 por un culto de la muerte y la mitad en Judea y Samaria gobernada desde hace aún más tiempo por políticos corruptos a los que los palestinos detestan. Reconocer hoy un Estado palestino no solo no soluciona esta crisis en la sociedad palestina —una crisis no solo de gobernanza sino de ideología y propósito nacional— sino que ni siquiera la reconoce. En su lugar, otra vez la respuesta es “no hay alternativa” y que el statu quo desde 1967 es “insostenible”.

La idea de que primero se deben fortalecer las instituciones palestinas, en gran medida como propuso Fayyad pero necesariamente con un calendario mucho más realista, se rechaza de plano. Mejorar la vida de los palestinos de forma pragmática —mejores empleos, mejor educación, mejores perspectivas, mejor gobierno— no parece satisfacer a nadie en los círculos diplomáticos porque no acalla ninguna de las presiones políticas que enfrentan los gobiernos. Manifestantes rodean los parlamentos y pintan con spray los edificios gubernamentales con el lema “from the river to the sea”, no “construyamos instituciones efectivas”. Así que la alternativa pragmática de una versión mucho mejorada del statu quo es políticamente “insostenible”.

Pero la alternativa de crear ahora un Estado palestino fracasará porque supone una amenaza para Israel mucho mayor de lo que los israelíes (o cualquier nación) estarían dispuestos a aceptar. Como hemos visto, esta “alternativa” tan aclamada no es siquiera la verdadera meta del nacionalismo palestino, y crearía una plataforma de lanzamiento para futuros ataques contra Israel desde lo que pasaría a ser territorio soberano según el derecho internacional.



IV.

La absurda “solución de un solo Estado”, es decir, un Estado y una sociedad israelí-palestina combinados, destruiría a Israel como Estado judío, al igual que el llamado “derecho de retorno”. Tampoco resulta creíble hoy que semejante Estado pudiera alcanzar alguna vez la paz interna o satisfacer los deseos de israelíes y palestinos. Como señalan Agha y Malley: “Una solución de un solo Estado en sentido puro no resulta atractiva para muchos palestinos… Los palestinos la invocan más como una amenaza para motivar a los israelíes a aceptar una solución de dos Estados que como una aspiración genuina”.

Pero existe una alternativa que lleva mucho tiempo sobre la mesa y que suele rechazarse por considerarse irreal o imposible, aunque en realidad es mucho más realista que las soluciones de uno o dos Estados. Quienes siguen de cerca este asunto desde hace décadas saben que la solución de los dos Estados no va a materializarse. Agha y Malley, veteranos negociadores de paz, lo admiten:

La idea de la partición existe desde hace más de 80 años. Los intentos de alcanzar una solución de dos Estados han persistido durante un cuarto de siglo bajo configuraciones muy distintas de política y poder. En términos de longevidad, creatividad y de los protagonistas implicados, sería difícil reprochar nada a la búsqueda de una solución de dos Estados. Sin embargo, independientemente del marco, el contenido, las personalidades o el estilo, el resultado no varió… Llega un momento en que incluso los más optimistas deben abandonar su fe.

¿Cuál es entonces la idea que plantean? Jordania. Como escriben: “Otra posible salida es una confederación jordano-palestina que comprenda el Reino hachemí y Cisjordania… Los israelíes podrían considerar una presencia de seguridad jordana en Cisjordania como fiable, más desde luego que una palestina, y quizás incluso más que una occidental”. El rey Hussein propuso una confederación de este tipo en 1972: un reino unido compuesto por dos distritos, con plena autonomía para Cisjordania salvo en los asuntos militares, de seguridad y de política exterior, que quedarían bajo control jordano. En 1977, el presidente Carter planteó la idea a Menachem Begin; en distintos momentos, también la defendieron el presidente Sadat de Egipto y Henry Kissinger. Hussein y Arafat llegaron a un acuerdo sobre una confederación de este tipo en 1985, pero Jordania renunció a la idea en 1988 y hoy la rechaza, exigiendo la creación de un Estado palestino.

La idea, sin embargo, sigue teniendo cierta vigencia. Shlomo Ben-Ami, político israelí del Partido Laborista (y después de Meretz) que fue ministro de Asuntos Exteriores bajo Ehud Barak, escribió en 2022:

Dado que todos los demás intentos de resolver el conflicto israelí-palestino han fracasado, quizá haya llegado el momento de reconsiderar la opción jordana… La renuncia del rey Hussein a la reclamación jordana sobre Cisjordania nunca fue ratificada por el Parlamento del país y fue considerada por muchos, incluido el antiguo príncipe heredero Hassan bin Talal, como inconstitucional. En 2012, éste afirmó que, dado que una solución de dos Estados ya no era posible, la Autoridad Palestina debería permitir que Jordania recuperara el control del territorio… Una confederación jordano-palestina tiene una lógica más convincente en términos económicos, religiosos, históricos y de memoria.

El rey Hussein, como Israel y la mayoría de los líderes árabes, nunca fue partidario de un Estado palestino plenamente independiente. Temía que pudiera radicalizarse y caer en manos de “un líder al estilo de Gadafi”, como había dicho Jimmy Carter. Para Hussein, un Estado palestino estaba destinado a heredar los rasgos revolucionarios del movimiento nacional palestino. En 1985, alcanzó un entendimiento con el presidente de la OLP, Yasir Arafat, según el cual los palestinos ejercerían su “derecho inalienable a la autodeterminación” en el marco de unos Estados Árabes Confederados de Jordania y Palestina. Hussein defendía esta fórmula como una cuestión de “destino común”, “un asunto de historia, experiencia, cultura, economía y estructura social compartidas”. Creía que el caótico movimiento nacional palestino se salvaría al vincular su destino con el de Jordania, “un Estado soberano que goza de credibilidad internacional”.

Resulta llamativo que la preocupación expresada por quienes defienden un papel para Jordania sea exactamente lo que vimos en su peor forma el 7 de octubre de 2023: la radicalización de cualquier Estado palestino, porque “heredaría los rasgos revolucionarios del movimiento nacional palestino”, un movimiento “caótico”. El sentido de la confederación debería ser claro: implicaría, por fin, dividir el antiguo Mandato de Palestina en una parte judía y otra árabe, y hacerlo de un modo que garantizara —a través del ejército y los servicios secretos jordanos (mujabarat)— que Hamás y otros grupos terroristas no se apoderasen de la parte árabe ni la utilizasen como plataforma para atacar a Israel.

Agha y Malley reconocen que tales propuestas se enfrentarán a “considerables obstáculos” en Jordania. Pero explican las ventajas para ambas partes:

Para Jordania, una confederación significaría ampliar su tamaño y su peso político. Para la élite palestina, Ammán ya actúa como centro político y social alternativo… Los palestinos ganarían fuerza económica y estratégica, reducirían su vulnerabilidad y su dependencia de Israel, obtendrían un valioso espacio político y formarían parte de un Estado más influyente.

El apoyo palestino a esta idea ha oscilado, pero el principal encuestador palestino señaló en 2018 que sondeos anteriores habían registrado un respaldo superior al 40%. ¿Por qué sacar a colación ahora la idea de la confederación? En parte, para demostrar que no es una ocurrencia excéntrica, sino una opción con raíces históricas y ventajas reales. En parte, para recordar que es falso y simplista afirmar que “no hay alternativa” a la plena estatalidad palestina. Y, en parte, porque la creación de un Estado palestino no va a producirse, por lo que, tarde o temprano, habrá que contemplar alternativas. Uno de los peores efectos de la postura del “no hay alternativa” ha sido precisamente sofocar todo debate sobre qué otras opciones podrían existir.

Puede alegarse, desde luego, que una confederación de ese tipo no satisfaría el nacionalismo palestino. Pero, en su forma actual, el nacionalismo palestino solo podría satisfacerse plenamente si Palestina se extendiera “del río al mar”, es decir, sustituyendo a Israel en lugar de coexistir “uno al lado del otro en paz y seguridad”. Una forma más positiva de nacionalismo palestino sí podría satisfacerse con una autonomía local completa dentro de una confederación con Jordania, que es un Estado árabe, musulmán y ya de por sí medio palestino. Quienes sostienen que eso sería insuficiente —que la identidad o la etnicidad nacional palestina requieren un Estado independiente— deben explicar por qué no ocurre lo mismo con Kurdistán, el Tíbet, Xinjiang, Quebec o Somalilandia, entre muchos otros casos. Las declaraciones que afirman que los palestinos tienen “derecho” a un Estado totalmente separado e independiente no resultan convincentes ni desde el punto de vista histórico ni desde el del derecho internacional, y no son más persuasivas que repetir un millón de veces que la OLP es la “única voz legítima del pueblo palestino”, cuando es evidente que no lo es.

¿Qué convencería a Jordania de aceptar esta opción? Hoy, nada; el clamor por la estatalidad palestina es demasiado fuerte. Pero con el tiempo, cuando la guerra de Gaza haya terminado y la creación de un Estado palestino parezca igual de lejana, cuando Estados árabes serios como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos —que desean poner fin al conflicto israelí-palestino— reconozcan que un Estado palestino sería inestable y radical, cuando se ofrezcan miles de millones en ayuda a Jordania a cambio de desempeñar un papel en la solución del conflicto retomando la posición que defendió el rey Hussein, y cuando los palestinos que buscan poner fin al dominio israelí en toda Cisjordania recurran a Jordania, la situación podría cambiar.

En algún momento debería ofrecerse a los palestinos esta opción adicional, cuando vuelva a quedar claro que, pese al clamor en Turtle Bay, no habrá ningún Estado palestino. Tal vez el camino para llegar a ello sea el que propuso Salah Khalaf, fundador de Fatah, jefe de inteligencia de la OLP y segundo al mando en Fatah tras Arafat. Agha y Malley lo citan por su nombre de guerra, Abu Iyad:

Tras la aceptación por parte de la OLP de la solución de dos Estados a finales de los años ochenta, Abu Iyad, entonces uno de sus más altos dirigentes, habló de que los palestinos disfrutarían de cinco minutos de independencia antes de entablar conversaciones con Jordania sobre una forma de confederación.

He oído repetir esa frase a lo largo de los años por parte de algunos palestinos sensatos, a menudo cansados, que buscan una salida que los separe de Israel, les garantice un amplio autogobierno y una verdadera autonomía, y ofrezca a sus hijos una vida mejor, pero que, al mismo tiempo, impida que los radicales, extremistas y terroristas palestinos conviertan su imaginaria y pacífica “Palestina” en un simulacro de la Gaza de ayer —antes del 7 de octubre— o de la actual. Ellos comprenden algo elemental que los Macron, los Carney o los Starmer no entienden: el conflicto israelí-palestino y el amplio apoyo a la violencia dentro de la sociedad palestina no se resolverán con la fórmula mágica del reconocimiento, y de hecho se agravarán con ella.

Hasta que el nacionalismo palestino no deje de basarse en la destrucción de Israel, y hasta que no se estudien opciones como un vínculo orgánico con Jordania, ni esa crisis interna ni el enfrentamiento violento entre Israel y los palestinos tendrán solución. Los israelíes no van a suicidarse —para decirlo una vez más—, y eso significa que no van a otorgar poder a quienes desearían asesinarlos a ellos y a sus hijos y destruir su Estado. Esa es la realidad que deben afrontar —y que eluden cada día— los diplomáticos superficiales que dicen proteger a los palestinos y los políticos complacientes movidos únicamente por su necesidad de obtener más votos.



Un Estado palestino que viva en paz y seguridad junto a Israel es un espejismo: pese a todas las afirmaciones de que nos acercamos a él, siempre se aleja. Tal vez algún día caiga la República Islámica de Irán y un nuevo gobierno allí deje de apoyar a todos los grupos terroristas que buscan destruir a Israel. Tal vez algún día los líderes de las principales democracias traten a Israel con equidad y justicia, y exijan y hagan cumplir cambios fundamentales en la sociedad palestina que erradiquen los efectos desastrosos de un siglo de antisemitismo homicida y de intentos por destruir a Israel. Tal vez los palestinos encuentren y respalden algún día a un líder nacional que, a diferencia de Husseini o Arafat, aspire de verdad a construir una sociedad decente en lugar de atacar a la de al lado. Pero hasta que eso ocurra, la estatalidad palestina seguirá siendo una imposibilidad.

La metáfora más adecuada de la vida palestina actual es el paisaje urbano de Gaza tal como existía el 6 de octubre: detrás y debajo de las fachadas de casas, hospitales, escuelas y mezquitas se extendía una vasta red de túneles del terror y depósitos de armas. Y bajo esa infraestructura física existía —y sigue existiendo— una red intelectual e ideológica de creencias: creencias que explican el amplio apoyo a Hamás incluso hoy, que llevan a la Autoridad Palestina a poner nombre de asesinos de niños a escuelas y plazas, y a pagar salarios y recompensas a los terroristas presos en cárceles israelíes.

Israel ha avanzado mucho en la eliminación de la infraestructura física del terror, pero no podrá existir un Estado palestino hasta que también desaparezca esa red intelectual que valora la “lucha armada” contra el Estado judío por encima de la construcción de una vida normal para los palestinos. Esa es una tarea que corresponde a los palestinos, no a los israelíes, y que los palestinos no asumirán mientras los organismos internacionales y los líderes de naciones importantes les sigan asegurando que la estatalidad llegará pronto y sin condiciones.






* Sobre el autor:
Elliott Abrams
 es investigador senior en el Council on Foreign Relations. Ha ocupado altos cargos en política exterior en tres administraciones republicanas, centrando su atención en Oriente Medio, América Latina y las relaciones EE. UU.-Israel. A lo largo de su carrera ha sido un defensor tenaz de los intereses estadounidenses y un sionista orgulloso e inflexible.

* Artículo original: “There Never Will Be a Palestinian State. So What’s Next?” Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.