Robando para la Unión Soviética

El 14 de julio, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció nuevas «duras sanciones» contra Rusia. Sin embargo, la cuestión clave sigue siendo lo fácil que resulta eludir estas sanciones. Incluso durante la era soviética, los esfuerzos del Kremlin por sortearlas planteaban un serio desafío para Occidente. 

En la década de 1970, la mejora de las relaciones entre Estados Unidos y la URSS llevó a una aplicación más laxa de los embargos a la exportación, lo que a su vez desencadenó un auge de la economía en la sombra a ambos lados del Telón de Acero. Gracias a la relajación de las restricciones, los agentes del KGB pudieron crear una red de empresas pantalla que adquirían tecnología militar occidental crítica, lo que permitió a Moscú continuar la carrera armamentística.



Distensión y sus causas

A comienzos de la década de 1970, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética afrontaban dificultades económicas. La URSS ya había entrado en un período de estancamiento. Las reformas destinadas a democratizar la economía no resultaron eficaces. La brecha tecnológica entre la Unión Soviética y los países occidentales seguía ampliándose, y el desarrollo económico avanzaba con extrema lentitud. En este contexto, se descubrieron vastas reservas de petróleo en Siberia. Gracias al aumento de los precios de la energía provocado por los embargos petroleros árabes de 1973, la Unión Soviética obtuvo ingresos masivos que ayudaron a mantener a flote su economía.



Producción de petróleo en la URSS.


La crisis del petróleo, en cambio, golpeó con fuerza a Estados Unidos. En 1973, el país sufrió un nivel de estanflación sin precedentes en la era de posguerra.

La nación se enfrentó simultáneamente a una inflación récord —la peor desde la Segunda Guerra Mundial— y a un desempleo extremadamente alto. Esta situación fue provocada en parte por la costosa implicación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam, que se prolongaba desde 1965.

Tanto Estados Unidos como la URSS necesitaban una tregua y, en Washington, los responsables de la formulación de políticas comenzaron a elaborar una estrategia de “distensión” internacional. El objetivo era apaciguar al principal adversario y así liberar las manos de Estados Unidos para afrontar otros retos geopolíticos urgentes. Sobre todo, la distensión con la Unión Soviética —que suministraba armamento y asesoría a Vietnam del Norte— ofrecía a Estados Unidos una vía muy deseada para salir de la guerra.

El artífice de la distensión se considera que fue Henry Kissinger, por entonces asesor de Seguridad Nacional del presidente Nixon. Propuso un enfoque altamente pragmático que pasaba por encontrar un terreno común con la Unión Soviética.

Kissinger comprendía que el expansionismo soviético no iba a desaparecer. Por ello, concibió la distensión como una aceptación de la política de contención y, al mismo tiempo, como un paso para reducir las tensiones globales. Inicialmente, lo segundo era la prioridad. Incluso bajo el presidente Lyndon Johnson, predecesor de Nixon, Estados Unidos ya había comenzado a hacer concesiones significativas a la Unión Soviética. Johnson, por ejemplo, condenó públicamente con palabras la invasión soviética de Checoslovaquia, pero no tomó ninguna medida concreta en respuesta.



Kissinger y Brézhnev se reúnen.


Al mismo tiempo, la Unión Soviética interpretó el significado de la distensión de una manera completamente distinta. Desde el punto de vista ideológico, se consideraba un síntoma del declive de las “potencias imperialistas”, un fenómeno que debía aprovecharse. En un congreso del partido, Brézhnev declaró que la URSS veía la coexistencia pacífica con Occidente como un elemento más de la lucha ideológica en curso entre socialismo y capitalismo. Mantuvo esta retórica incluso durante los años de mayor apogeo de la distensión.

Actuando como negociador secreto con la dirigencia soviética, Kissinger organizó la primera visita de un presidente estadounidense a la URSS. Durante ese viaje, Nixon y Brézhnev emitieron una declaración conjunta afirmando que una guerra nuclear nunca debía librarse, y firmaron el Tratado sobre la Limitación de Armas Estratégicas (SALT). A puerta cerrada, también abordaron la cuestión de Vietnam: se esperaba que la URSS persuadiera a sus aliados para que retiraran sus tropas y cesaran las hostilidades.

Sin embargo, a pesar del aparente deshielo en las relaciones con Estados Unidos, la Unión Soviética continuó impulsando la carrera armamentística. Bajo el amparo de la distensión, la URSS construyó una extensa red de comercio en la sombra que le permitió adquirir conocimientos militares avanzados y bienes de doble uso procedentes de Estados Unidos y Europa.

El sistema de restricciones impuesto por Occidente —no menos estricto que las sanciones actuales contra la Rusia contemporánea— resultó tener numerosas grietas. A la postre, esto condujo a una serie de escándalos relacionados con la exportación de tecnología de uso militar a Moscú.



La conexión austriaca

En 1949, el bloque occidental en la Guerra Fría creó el Comité Coordinador para los Controles Multilaterales de Exportación (CoCom), una organización encargada de impedir la venta de tecnologías avanzadas a la URSS y a otros países del bloque del Este. En su apogeo, CoCom contaba con 17 Estados miembros.

El principal impulsor de la organización fue Estados Unidos. Sin embargo, a medida que las relaciones entre Washington y Moscú comenzaron a mejorar durante el período de distensión, algunos miembros de CoCom adoptaron una postura más flexible frente al embargo. Esto amplió de forma significativa las oportunidades de comercio y reexportación a través de terceros países.

Según informes de la CIA, surgió una amplia red de agentes del KGB y la GRU repartidos por Estados Unidos y Europa Occidental. Operando a través de empresas pantalla, lograron adquirir no solo bienes de doble uso, sino también tecnologías militares e incluso nucleares.

El enfrentamiento entre CoCom y los servicios de inteligencia soviéticos llegó periódicamente a los titulares. En 1983, se interceptó en Hamburgo un cargamento con 50 toneladas de componentes para un ordenador estadounidense de última generación. Apenas diez días después, las autoridades aduaneras de Helsingborg, Suecia, incautaron otras 100 toneladas. Los componentes se habían comprado legalmente en Occidente y enviado a Sudáfrica, a nombre de una empresa privada. El reportaje mencionaba la implicación de un agente del KGB, aunque muchos detalles del esquema seguían siendo confusos.

De acuerdo con los informes de inteligencia, existía una cadena bien establecida que facilitaba el traslado de ordenadores, procesadores y máquinas CNC (control numérico por computadora) hacia la URSS. Estas máquinas CNC se utilizaban ampliamente con fines militares, especialmente en la fabricación de precisión de componentes de misiles y aeronaves.

Los testaferros creaban empresas con registro occidental —con mayor frecuencia en Austria— que compraban legalmente equipos a IBM, HP, Siemens y otros fabricantes. A veces se hacían pasar por centros de servicio o instituciones de investigación formalmente registradas en Yugoslavia. En realidad, en lugar de enviarse a Yugoslavia, los componentes se redirigían a Alemania Oriental, Polonia o, en ocasiones, directamente a la URSS. Solo en Austria, se calculaba que operaban un centenar de estas empresas.

Finalmente, Estados Unidos se vio obligado a ejercer presión. La Heritage Foundation, un centro de investigación estratégica, acusó públicamente a Viena de favorecer el espionaje industrial. En respuesta, Austria endureció sus controles de exportación y comenzó a examinar más cuidadosamente a los usuarios finales. No obstante, siguieron existiendo resquicios legales.

Todo esto ocurrió a comienzos de la década de 1980, en la recta final de la distensión. Para entonces, una serie de revelaciones había dejado en evidencia que, desde la adopción de la política propuesta por Kissinger, la brecha tecnológica entre la URSS y Occidente se había reducido de forma significativa.

Años de manipulación encubierta de exportaciones desembocaron finalmente en el escándalo Toshiba–Kongsberg, que expuso la incapacidad de CoCom para aplicar eficazmente sus controles. En esta ocasión, no fue la neutral Austria el centro del entramado, sino dos miembros de pleno derecho de la organización: Japón y Noruega.



Ayuda desde Japón

Ya en la década de 1970, el espía soviético John Walker informó al KGB de que los sistemas avanzados estadounidenses permitían a Occidente rastrear con facilidad a los submarinos nucleares soviéticos. En respuesta, la URSS puso en marcha un proyecto para desarrollar submarinos más silenciosos. Sin embargo, su construcción requería acceso a las mencionadas máquinas CNC occidentales.

Estas máquinas eran fabricadas por Toshiba Machine, mientras que los controladores para operarlas provenían de la noruega Kongsberg Vaapenfabrikk. Ambas empresas aceptaron suministrar el equipo a la Unión Soviética, a pesar del embargo. Eran plenamente conscientes de su destino y participaron deliberadamente en un engaño. Se utilizó una empresa intermediaria como tapadera legal para los envíos. Para eludir las restricciones de exportación, se falsificó la documentación, indicando como destinatario final a una planta civil.



Submarino soviético equipado con tecnología japonesa.


El envío pasó con éxito por Hamburgo y Viena hasta llegar a Riga y Leningrado, desde donde fue entregado a fábricas secretas de defensa. Gracias a ello, los submarinos nucleares soviéticos se equiparon con hélices de bajo ruido, ganando así la capacidad de evadir los radares estadounidenses. En la práctica, Occidente perdió una de sus principales ventajas militares.

En 1987, la historia salió a la luz, provocando un escándalo sin precedentes. Nunca antes habían estado implicadas corporaciones de tal envergadura ni equipos de importancia estratégica tan crítica en operaciones de adquisición soviéticas. Estimaciones estadounidenses calcularon los daños en más de 10.000 millones de dólares, mientras que otras evaluaciones los situaban en hasta 30.000 millones. En cuanto a la operación, Toshiba y Kongsberg obtuvieron apenas 17 millones y 10 millones respectivamente.

Estados Unidos acusó a Japón de socavar la seguridad de la OTAN y amenazó con prohibir por completo la importación de equipos Toshiba. En respuesta, las autoridades japonesas impusieron a la empresa la multa máxima legal —100 millones de dólares— y suspendieron todas las exportaciones a países socialistas durante un año. Pese a estas medidas, el escándalo provocó una grave crisis en las relaciones entre Washington y Tokio.

La confianza en Noruega también quedó gravemente dañada, ya que su gobierno no había logrado controlar a una empresa estatal. Como consecuencia, Kongsberg fue dividida y una parte significativa se vendió a inversores privados. Solo su división militar permaneció bajo propiedad estatal.

Más importante aún, los noruegos llevaron a cabo una investigación exhaustiva que reveló que empresas japonesas y europeas habían estado suministrando equipo sancionado a la URSS desde mediados de la década de 1970. Aunque varios directivos implicados en la falsificación de documentos fueron responsabilizados, resultó imposible identificar a todos los vinculados con las redes criminales. El nivel de secretismo necesario había sido garantizado por la división de inteligencia científica y técnica del KGB, conocida por la CIA como Línea X.



Un fracaso de la inteligencia soviética

En embajadas de todo el mundo, una red de oficiales de inteligencia soviéticos figuraba como agregados militares y expertos técnicos, mientras que, por toda Europa y Estados Unidos, una extensa red de agentes se dedicaba al espionaje industrial, asistiendo a conferencias donde fotografiaban todo, incluidos los folletos publicitarios.

Además, participaban activamente en tareas de ingeniería inversa: desmontaban equipos pieza por pieza y recreaban los planos. Naturalmente, también recurrían a métodos clásicos de inteligencia, como el soborno y la captación de expertos extranjeros.

Hubo incluso casos en los que los propios agentes del KGB fueron reclutados. Uno de los escándalos de espionaje más notorios del siglo XX fue el del coronel Vladímir Vetrov. La información que filtró provocó, de hecho, el colapso de toda la red de inteligencia soviética. Vetrov ostentaba el rango de coronel y había trabajado en el extranjero, concretamente en Canadá y Francia. Hablaba francés con fluidez y mantenía una vida social activa para reforzar su tapadera, lo que le permitía establecer contactos con facilidad. Uno de sus nuevos conocidos fue el representante comercial francés Jacques Prévost, que colaboraba con la contrainteligencia francesa.



Coronel Vladímir Vetrov.


Se cree que Vetrov desertó a los franceses por desilusión con la ideología soviética. Sin embargo, hubo otros motivos tras su decisión. En poco tiempo, el coronel se vio envuelto en varias situaciones comprometedoras. Durante su estancia en Francia, estrelló un coche de la embajada en estado de embriaguez; y mientras estuvo en Canadá, fue detenido por la policía. Ambos incidentes se encubrieron discretamente, pero aun así sus superiores lo llamaron a Moscú y le prohibieron volver a viajar al extranjero.

El coronel, que tenía una carrera prometedora, fue destinado a un puesto menos prestigioso y se le confió el manejo de una ingente cantidad de información relacionada con el robo de tecnologías occidentales. Finalmente, Vetrov contactó con Prévost y acordó entregar información a la contrainteligencia francesa. En total, entregó unos 4.000 documentos y los nombres de 200 agentes soviéticos.

Se desconoce cuánta más información habría podido filtrar Vetrov de no haber mediado un giro fatal del destino. Fue detenido por atacar con un cuchillo a su amante —también oficial del KGB—, y la investigación acabó sacando a la luz sus contactos con los franceses. Vetrov fue enviado a un campo de trabajo soviético y, tiempo después, ejecutado por traición.

A raíz de las actividades de Vetrov, la Línea X sufrió pérdidas considerables, aunque la historia de la organización no terminó ahí.



El contraataque

Como gesto de buena voluntad, los franceses entregaron copias de los informes de Vetrov a Ronald Reagan. La era de la distensión ya había llegado a su fin con la invasión soviética de Afganistán en 1979. Aun así, Washington quedó sorprendido por la magnitud de la red de espionaje soviética, y el presidente ordenó a la CIA que investigara el asunto. Para analizar los documentos se recurrió a Gus Weiss, asesor en materia de tecnología, inteligencia y política económica.

Durante la década de la distensión, Weiss había reunido información sobre el espionaje soviético, pero sus superiores apenas prestaron atención a sus hallazgos. Por su magnitud, algunos de sus ejemplos parecían inverosímiles. Por ejemplo, Weiss informó de que expertos soviéticos colocaban tiras adhesivas en las suelas de sus zapatos para recoger muestras de materiales durante las visitas a fábricas.

En los documentos de Vetrov, Weiss encontró una lista de tecnologías que la URSS buscaba activamente. Propuso que la CIA suministrara a los agentes soviéticos equipos falsos o defectuosos; incluso si el engaño era descubierto, los espías perderían un tiempo valioso verificando la tecnología comprometida.

Por las mismas fechas, el presidente Reagan encargó al Consejo de Seguridad Nacional que planificara una operación contra la economía soviética. Un nuevo gasoducto en Siberia estaba a punto de conectarse con la red europea y comenzar a suministrar combustible a Francia, Italia y Alemania Occidental, generando hasta 30.000 millones de dólares anuales para Moscú.

Para completar la construcción, la URSS necesitaba un software que controlara sus sistemas de válvulas. Los espías soviéticos no pudieron adquirirlo abiertamente en el mercado estadounidense, por lo que buscaron otras vías. La solución llegó a través de una pequeña empresa canadiense. Usando este canal, la CIA consiguió “alimentar” a los agentes de la Línea X con un software manipulado.

Durante varios meses, el programa funcionó con normalidad, pero luego la presión en las válvulas empezó a aumentar de forma constante. El resultado fue una explosión masiva en el gasoducto, tan potente que fue detectada por satélite. Al principio, el Mando Aeroespacial de EE. UU. la confundió con una detonación nuclear.

Esta operación se considera una de las más exitosas en la historia de la guerra cibernética y provocó graves daños a la economía soviética. La URSS nunca reconoció oficialmente la explosión, pero años más tarde, en la era postsoviética, un exagente del KGB confirmó el hecho, aunque desestimó la historia del sabotaje del software como “absurda” y atribuyó el incidente a una simple negligencia.

Sea como fuere, la Línea X empezó a perder influencia incluso antes del colapso de la Unión Soviética, a medida que el valor del espionaje industrial disminuía. Pero su huella permaneció: en gran parte gracias a la Línea X, la URSS comenzó a invertir menos en desarrollo científico y a concentrar sus esfuerzos en copiar tecnologías extranjeras. El espionaje industrial sustituyó a la innovación propia: una táctica que ofreció beneficios a corto plazo, pero que acabó en una derrota estratégica. Este cambio provocó una dependencia prolongada de las importaciones, una carga que la Federación Rusa sigue sin poder superar.



* Artículo original: “Stealing for the Soviet Union: How the USSR deployed shadow trade and industrial espionage to circumvent Western sanctions”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.






como-resistir-a-un-dictador

Cómo resistir a un dictador

Por Svetlana Tijanóvskaya

La líder opositora Svetlana Tijanóvskaya analiza la oposición democrática de Bielorrusia y lo que necesita para ganar.