Autocracia: reglas para la supervivencia

“Gracias, amigos. Gracias. Hemos perdido. Hemos perdido, y este es el último día de mi carrera política, así que voy a decir lo que hay que decir. Estamos al borde del abismo. Nuestro sistema político, nuestra sociedad, nuestro país mismo están en mayor peligro que en cualquier otro momento del último siglo y medio. El presidente electo ha dejado claras sus intenciones, y fingir lo contrario sería inmoral. Debemos unirnos ahora mismo para defender las leyes, las instituciones y los ideales sobre los que se basa nuestro país”.

Eso, o algo parecido, es lo que Hillary Clinton debería haber dicho el miércoles. En cambio, dijo con resignación:

“Debemos aceptar este resultado y mirar hacia el futuro. Donald Trump va a ser nuestro presidente. Le debemos una mente abierta y la oportunidad de liderar. Nuestra democracia constitucional consagra la transferencia pacífica del poder. No solo la respetamos. La valoramos profundamente. También consagra el Estado de derecho; el principio de que todos somos iguales en derechos y dignidad; la libertad de culto y de expresión. También respetamos y valoramos estos principios, y debemos defenderlos”.

Horas después, el presidente Barack Obama fue aún más conciliador:

“Ahora todos deseamos que tenga éxito en unir y liderar el país. La transición pacífica del poder es uno de los pilares de nuestra democracia. Y durante los próximos meses vamos a demostrarlo al mundo… Debemos recordar que, en realidad, todos estamos en el mismo equipo”.

El presidente añadió: “La cuestión es que avanzamos partiendo de la presunción de buena fe en nuestros conciudadanos, porque esa presunción es esencial para una democracia vibrante y funcional”. Como si Donald Trump no se hubiese aprovechado de horas de cobertura gratuita en los medios, como si hubiese publicado (y pagado) sus impuestos, como si no hubiese denigrado descaradamente nuestro sistema de gobierno, desde los tribunales y el Congreso hasta el propio proceso electoral; como si, en otras palabras, no hubiese ganado las elecciones precisamente actuando de mala fe.

Varios comentaristas liberales repitieron ideas similares. Desde Tom Friedman, que prometió “no voy a intentar que mi presidente fracase”, hasta Nick Kristof, que instó a “el 52 por ciento de votantes que apoyaron a alguien que no fuera Donald Trump” a “darle una oportunidad al presidente Trump”. Incluso los políticos que en el pasado habían apelado al electorado demócrata menos afín al establishment adoptaron un tono conciliador. La senadora Elizabeth Warren prometió “dejar de lado nuestras diferencias”. El senador Bernie Sanders fue solo un poco más cauto, al prometer que intentaría ver lo positivo en Trump: “En la medida en que el señor Trump se tome en serio la aplicación de políticas que mejoren la vida de las familias trabajadoras de este país, yo y otros progresistas estamos dispuestos a colaborar con él”.

Por bien intencionadas que fueran, estas declaraciones partían de la premisa de que Trump estaba dispuesto a encontrar un terreno común con sus numerosos adversarios, a respetar las instituciones del gobierno y a renegar de casi todo lo que había defendido durante la campaña. En resumen, lo trataban como a un político “normal”. Hasta ahora, hay pocas pruebas de que lo sea.

Más preocupante aún, los tonos tan civilizados de Clinton y Obama, que terminaron entre aplausos, parecían clausurar cualquier alternativa de respuesta ante su victoria con una minoría. (Era difícil no recordar la declaración de Neville Chamberlain: “Debemos procurar por todos los medios evitar la guerra, analizando sus posibles causas, intentando eliminarlas, dialogando en un espíritu de colaboración y buena voluntad”).

Las frases de Clinton y Obama sobre la transferencia pacífica del poder encubrían la ausencia de un llamado a la acción. Quienes salieron a protestar el miércoles por la noche en Nueva York, Los Ángeles y otras ciudades estadounidenses no lo hicieron a raíz del discurso de Clinton, sino a pesar de él. Una de las falacias implícitas en sus palabras fue la equivalencia sugerida entre la resistencia civil y la insurgencia. Este es el engaño favorito de todo autócrata, la coartada para reprimir violentamente protestas pacíficas en todo el mundo.

La segunda falsedad es la pretensión de que Estados Unidos parte de cero y su presidente electo es una tabula rasa. O que lo somos nosotros: “le debemos una mente abierta”. Como si Donald Trump no hubiera prometido durante su campaña deportar a ciudadanos estadounidenses, crear un sistema de vigilancia específicamente dirigido a los musulmanes, construir un muro en la frontera con México, cometer crímenes de guerra, aplicar tortura y encarcelar a Hillary Clinton. Como si esas declaraciones —y muchas otras— pudieran descartarse como mera hipérbole electoral y, ahora que la campaña había terminado, Trump estuviera deseando convertirse en un político normal, respetuoso de las normas, como los de la era anterior a Trump.

Pero Trump está muy lejos de ser un político normal, y esta ha estado aún más lejos de ser una elección normal. Trump será solo el cuarto candidato en la historia —y el segundo en más de un siglo— en llegar a la presidencia tras perder el voto popular. Probablemente sea también el primer candidato que alcanza la presidencia pese a haber sido demostrado repetidamente por los medios como un mentiroso crónico, un depredador sexual, un evasor fiscal reincidente y un agitador racial que ha atraído el apoyo de grupos como el Ku Klux Klan. Lo más importante es que Trump es el primer candidato que, en tiempos recientes, no se presentó como aspirante a presidente, sino como aspirante a autócrata… y ganó.

He vivido la mayor parte de mi vida en autocracias y he dedicado buena parte de mi carrera a escribir sobre la Rusia de Vladímir Putin. He aprendido algunas reglas para sobrevivir en una autocracia y conservar la cordura y el respeto propio. Quizá convenga considerarlas ahora:



Regla n.º 1: Cree al autócrata

Dice lo que piensa. Cada vez que te sorprendas pensando, o escuches a otros decir, que está exagerando, recuerda que eso es simplemente nuestra tendencia natural a buscar una justificación racional. Esto ocurrirá a menudo: los seres humanos parecen haber evolucionado para practicar la negación cuando se enfrentan públicamente a lo inaceptable.

En los años treinta, The New York Times aseguró a sus lectores que el antisemitismo de Hitler era pura pose. Más recientemente, ese mismo periódico eligió entre dos declaraciones del portavoz de Putin, Dmitri Peskov, tras una represión policial contra manifestantes en Moscú: “La policía actuó con suavidad; a mí me habría gustado que actuaran con más dureza”, en lugar de “los hígados de esos manifestantes deberían haber quedado esparcidos por el asfalto”.

Quizá los periodistas no podían creer lo que oían. Pero deberían hacerlo, tanto en el caso ruso como en el estadounidense. A pesar de la admiración que Trump ha expresado por Putin, los dos hombres son muy distintos; y, si acaso, hay aún más motivos para escuchar todo lo que Trump ha dicho. No tiene un establishment político al que integrarse después de la campaña, y, por tanto, no tiene razones para abandonar su retórica electoral. Al contrario: ahora es el establishment el que se apresura a acomodarse a él —desde el presidente, que se reunió con él en la Casa Blanca el jueves, hasta los líderes del Partido Republicano, que están descartando sus viejos escrúpulos para abrazar sus posiciones radicales.

Ha recibido el apoyo necesario para ganar y la adoración que ansía, precisamente por sus amenazas escandalosas. En los mítines de Trump, las multitudes han coreado “¡A la cárcel con ella!”. Ellos, y él, decían cada palabra en serio. Si Trump no va tras Hillary Clinton en su primer día de mandato, y en cambio se concentra —como sugirió en su discurso de victoria— en el proyecto unificador de invertir en infraestructuras (lo cual, no por casualidad, le brindaría una oportunidad inmediata de recompensar a sus allegados y a sí mismo), sería ingenuo respirar aliviado. Trump ha dejado claras sus intenciones, y ha sellado un pacto con sus votantes para llevarlas a cabo. Esas intenciones incluyen no solo desmantelar leyes como la del Obamacare, sino también acabar con la moderación judicial y, sí, castigar a sus adversarios.

Para comenzar a encarcelar a sus oponentes políticos —o aunque sea a una sola persona— Trump empezará por tratar de someter al sistema judicial. Observadores e incluso activistas que siguen funcionando con la lógica de una elección normal están obsesionados con el Tribunal Supremo como el escenario del nombramiento más riesgoso e inminente de Trump.

No hay duda de que Trump nombrará a alguien que inclinará la Corte hacia la derecha; también existe el riesgo de que nombre a alguien capaz de dañar profundamente la cultura misma del alto tribunal. Y dado que Trump planea usar el sistema judicial para ejecutar sus venganzas políticas, su elección para fiscal general será igualmente crucial.

Imaginen al exalcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, o al gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, persiguiendo a Hillary Clinton por orden del presidente Trump; sin entrar siquiera en sus posturas sobre cuestiones como los Convenios de Ginebra, el uso del poder policial, las reformas de la justicia penal y otros asuntos urgentes.



Regla n.º 2: No te dejes engañar por pequeños signos de normalidad

Observa los mercados financieros de esta semana: tras desplomarse durante la noche, repuntaron tras los discursos de Clinton y Obama. Ante la volatilidad política, los mercados se vuelven presa fácil de la retórica tranquilizadora de las figuras de autoridad. Lo mismo ocurre con las personas. El pánico puede neutralizarse con palabras engañosamente reconfortantes que afirmen que el mundo tal como lo conocemos no ha terminado. Es un hecho que el mundo no terminó el 8 de noviembre ni en ningún otro momento del pasado. Pero la historia ha presenciado muchas catástrofes, y la mayoría se desarrollaron con el tiempo. Ese tiempo incluyó períodos de calma relativa.

Uno de mis pensadores favoritos, el historiador judío Simon Dubnow, respiró aliviado a principios de octubre de 1939: se había trasladado de Berlín a Letonia y escribió a sus amigos convencido de que ese pequeño país encajonado entre dos tiranías conservaría su soberanía, y que él mismo estaría a salvo. Poco después, Letonia fue ocupada por los soviéticos, luego por los alemanes, y de nuevo por los soviéticos —pero, para entonces, Dubnow ya había sido asesinado—. Dubnow era plenamente consciente de que vivía una época catastrófica de la historia; simplemente creyó haber encontrado un pequeño refugio de normalidad en medio de ella.



Regla n.º 3: Las instituciones no te salvarán

Putin tardó un año en apoderarse de los medios de comunicación rusos y cuatro años en desmantelar el sistema electoral; el poder judicial colapsó sin que casi nadie lo notara. La captura de las instituciones en Turquía ha sido aún más rápida, llevada a cabo por un hombre que en su día fue celebrado como el demócrata que llevaría a Turquía a la Unión Europea. Polonia, en menos de un año, ha deshecho la mitad de los logros de un cuarto de siglo de construcción democrática constitucional.

Por supuesto, Estados Unidos tiene instituciones mucho más sólidas que Alemania en los años treinta, o que la Rusia actual. Tanto Clinton como Obama destacaron en sus discursos la importancia y la fortaleza de esas instituciones. El problema, sin embargo, es que muchas de ellas están consagradas más en la cultura política que en la ley, y todas ellas —incluso las recogidas en leyes— dependen de la buena fe de todos los actores para cumplir su propósito y defender la Constitución.

La prensa nacional probablemente será una de las primeras víctimas institucionales del trumpismo. No existe ninguna ley que obligue al gobierno a ofrecer ruedas de prensa diarias, ni que garantice el acceso de los medios a la Casa Blanca. Muchos periodistas pronto podrían enfrentarse a un dilema muy conocido para quienes hemos trabajado bajo autocracias: alinearse o perder el acceso. No hay una solución buena (aunque sí puede haber una correcta), porque el periodismo es difícil y a veces imposible sin acceso a la información.

El poder de la prensa investigadora —cuya adhesión a los hechos ya ha sido severamente desafiada por la campaña de Trump, plagada de conspiraciones y mentiras— se debilitará. El mundo se volverá más opaco. Incluso en el improbable caso de que algunos medios de comunicación decidan declararse en oposición al gobierno actual, o simplemente informar sobre sus abusos y fracasos, el presidente podrá imponer su marco sobre muchos temas.

La cobertura, y el pensamiento, derivarán en una dirección trumpista, como ya ocurrió durante la campaña, cuando, por ejemplo, los candidatos discutían, en esencia, si los musulmanes estadounidenses debían asumir una responsabilidad colectiva por los actos terroristas, o podían redimirse actuando como “ojos y oídos” de las fuerzas del orden. Así fue como se normalizó aún más la xenofobia, allanando el camino para que Trump cumpliera sus promesas de vigilar a los musulmanes estadounidenses y prohibir su entrada al país.



Regla n.º 4: Indígnate

Si sigues la Regla n.º 1 y crees lo que dice el autócrata electo, no te sorprenderás. Pero ante el impulso de normalizar, es esencial mantener la capacidad de asombro. Esto hará que la gente te tache de exagerado o histérico, y te acuse de estar reaccionando de forma desmedida. No es agradable ser la única persona “histérica” en la sala. Prepárate.

A pesar de haber perdido el voto popular, Trump ha asegurado tanto poder como cualquier otro dirigente estadounidense en la historia reciente. El Partido Republicano controla ambas cámaras del Congreso. Hay una vacante en el Tribunal Supremo. El país está en guerra en el extranjero y ha estado en estado de movilización durante quince años. Esto significa no solo que Trump podrá actuar con rapidez, sino también que se acostumbrará a un nivel de apoyo político inusualmente alto. Y querrá mantenerlo y aumentarlo —su ideal son los niveles de popularidad totalitarios de Vladímir Putin— y la forma de lograrlo será mediante la movilización. Habrá más guerras, en el extranjero y en casa.



Regla n.º 5: No hagas concesiones

Como Ted Cruz, que pasó de calificar a Trump de “absolutamente inmoral” y “mentiroso patológico” a respaldarlo a finales de septiembre y, luego, a elogiar su victoria como un “triunfo asombroso para los trabajadores estadounidenses”, los políticos republicanos se han alineado. Los comentaristas conservadores que rompieron filas durante la campaña volverán al redil. Los demócratas en el Congreso empezarán a defender la necesidad de cooperar, por el bien de lograr algo —o al menos, dirán, para minimizar los daños—. Las organizaciones no gubernamentales, muchas de las cuales están tambaleándose en este momento ante un período de transición en el que no hay espacio para su participación, se aferrarán a cualquier oportunidad para colaborar con la nueva administración.

Esto será inútil —no se puede minimizar el daño, y mucho menos revertirlo, cuando el objetivo es la movilización— pero, peor aún: será devastador para el alma. En una autocracia, la política como arte de lo posible es, en realidad, absolutamente inmoral. Quienes aboguen por la cooperación alegarán, como hizo el presidente Obama en su discurso, que la cooperación es esencial para el futuro. Estarán ignorando deliberadamente el efecto corruptor de la autocracia, del que precisamente debe protegerse el futuro.



Regla n.º 6: Recuerda el futuro

Nada dura para siempre. Donald Trump no lo hará, y el trumpismo, en la medida en que gira en torno a la figura de Trump, tampoco.

La incapacidad de imaginar el futuro pudo haberle costado a los demócratas esta elección. No ofrecieron una visión de futuro que contrarrestara la visión populista-blanca de un pasado imaginario que proponía Trump y que resultaba demasiado familiar. Además, llevaban tiempo ignorando las extrañas y anticuadas instituciones de la democracia estadounidense que exigen una reforma urgente —como el colegio electoral, que ya ha costado al Partido Demócrata dos elecciones en las que los republicanos ganaron con una minoría del voto popular.

Eso no debería ser normal. Pero la resistencia —obstinada, intransigente, indignada— sí debería serlo.






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