El día UNO

En la fiesta de la victoria, Trump invitó a Susie Wiles a decir unas palabras, pero ella se negó. En el pasado, Trump se había quejado de que sus codirectores de campaña no salían en televisión a defenderlo, pero ahora era la gran oportunidad de Wiles para atribuirse el mérito, y la dejó pasar. Aquello significó mucho para él. La llamó “la dama de hielo”, un apodo que ella nunca le había oído usar y cuyo origen desconocía. Pronto se convertiría en su sobrenombre habitual.

LaCivita aceptó encantado su turno para recibir los aplausos. Entre bastidores, rechazó la felicitación de Corey Lewandowski y juró destruirlo. No entraría en la Casa Blanca; era un mercenario que regresaba a casa al final de la guerra. Se retiraría a las montañas para cazar alces, enviaría las piezas a casa convertidas en embutidos, daría conferencias pagadas, trabajaría para una empresa de criptomonedas y volvería a su colección de vinos italianos. Los guardias de seguridad por fin abandonarían su casa en Virginia. En la víspera de Año Nuevo, se lo vería junto a la barra de puros de la embajada británica, bebiendo un raro whisky escocés y ejerciendo de anfitrión. Allí se cruzaría con Terry McAuliffe, el exgobernador de Virginia y veterano operador demócrata contra quien había trabajado. McAuliffe se le acercaría diciendo: “Qué campaña habéis hecho”, y se harían un selfi juntos.

Harris no concedió la derrota la noche de las elecciones, aunque el equipo sabía que habían perdido. Cuando por fin estuvo lista para llamar a Trump, su equipo no conseguía comunicarse. Wiles no contestó. Cuando los ayudantes de Harris lograron finalmente hablar con Trump, no consiguieron enlazar la llamada con Harris. “El servicio telefónico ya no es lo que era”, bromeó Trump. Al final, los asistentes tuvieron que sostener dos teléfonos en modo altavoz para que los rivales pudieran hablar.

“Eres una mujer dura”, le dijo Trump. Elogió a su marido. No halagó su campaña, pero reconoció que le había dado pelea. Incluso sus propios asesores lo describieron como cortés.

Harris fue profesional, aunque distante. Había pensado aludir al hecho de que él no había reconocido su derrota cuando le tocó perder, pero al final se limitó a decir que el país estaba demasiado dividido y que esperaba que él fuera un presidente para todos los estadounidenses.

Biden llamó para felicitar a Trump e invitarlo a visitar la Casa Blanca —la misma cortesía protocolaria que Trump le había negado cuatro años antes—. Esta vez, Trump aceptó con amabilidad. “En otra vida”, le dijo al presidente, “seríamos amigos y jugaríamos al golf”.

Nadie había previsto que la elección estuviera decidida tan pronto. Incluso los asesores de Trump que confiaban en la victoria esperaban pasar los días posteriores ocupados en demandas y recuentos. James Blair había desplegado operadores en los Estados clave. En lugar de eso, tuvieron que empezar a conformar la nueva administración. Wiles contó a otros que Trump no le había pedido ser su jefa de gabinete y que no sabía a quién elegiría.

La convocó a Mar-a-Lago el jueves por la mañana. Cuando ella llegó al club, Trump le preguntó por qué no quería ser su jefa de gabinete, como —según decía— algunos le habían contado. No era cierto, respondió Wiles. “Sería un honor”. Los dos se estrecharon la mano y el asunto quedó resuelto en menos de dos minutos.

Antes de las elecciones, Trump se había resistido a planificar formalmente la transición, porque quería concentrarse en la campaña y también por superstición: no quería tentar a la suerte. Sin embargo, ya había pensado quiénes formarían su gabinete y tenía anotados algunos nombres. Con Wiles en su puesto, empezó de inmediato a anunciar nombramientos: Elise Stefanik para la ONU, Lee Zeldin para la Agencia de Protección Ambiental, John Ratcliffe para la CIA y Marco Rubio como secretario de Estado. Nombró a su amigo Steve Witkoff enviado especial para Oriente Medio. Al considerar a quién elegir para Seguridad Nacional, todos los halcones fronterizos en los que confiaba recomendaron de forma unánime a Kristi Noem. La gobernadora de Dakota del Sur no era una elección natural, y pronto los asesores de Trump entendieron que Lewandowski había movido los hilos para promoverla. Trump aceptó, viéndola como un rostro más amable para las deportaciones que Stephen Miller.

Wiles se marchó el fin de semana a Las Vegas para asistir a un retiro de donantes republicanos junto a otros altos asesores, entre ellos Fabrizio. En un hotel del Strip, se dio cuenta de que la gente empezaba a reconocerla. Nunca había buscado la exposición pública y decía a los demás que preferiría vivir sin escolta, aunque finalmente aceptó una, como era costumbre para la jefa de gabinete de la Casa Blanca.

Para sorpresa de Wiles, Trump eligió al asesor jurídico de la Casa Blanca y al secretario del gabinete mientras ella estaba fuera. Debía regresar a Florida y retomar el control de la situación. Finalmente, consiguió que Trump rectificara y nombrara a otro asesor jurídico de su preferencia. Poco después voló a Washington, donde cenó con Jeff Zients y otros antiguos jefes de gabinete de la Casa Blanca, conoció buena parte del Ala Oeste por primera vez y recibió su primer informe diario de inteligencia. Describió la curva de aprendizaje como “abrumadora”.

Trump tenía dificultades con el cargo que más le importaba: el de fiscal general. Consideraba que los fiscales de su primer mandato habían sido desleales y quería a alguien que purgara a todos los vinculados a la investigación de Smith e investigara el fraude en las elecciones de 2020. Aspirantes anteriores, como Matt Whitaker y Jeffrey Clark, habían caído en desgracia. Trump entrevistó en repetidas ocasiones al fiscal general de Misuri, Andrew Bailey, recomendado por su mentor, el senador Eric Schmitt, pero lo consideraba demasiado convencional. “Necesitamos a alguien duro”, dijo.

Seguía indeciso el 13 de noviembre, cuando voló a Washington para reunirse con Biden en la Casa Blanca. La gruesa puerta curva y oculta se abrió, y Trump volvió a entrar en el Despacho Oval. La alfombra con el sello presidencial era azul, en lugar del color blanco que él había elegido ocho años atrás. Los cuadros y bustos también eran distintos: Benjamin Franklin en lugar de Andrew Jackson; César Chávez en lugar de otro Andrew Jackson. El escritorio Resolute seguía allí y, detrás, rodeando los tres grandes ventanales de once metros y medio que iluminaban sin esquinas la habitación, colgaban las mismas cortinas doradas.

Biden y Trump hablaron durante casi dos horas. Sus jefes, Wiles y Zients, se unieron durante la mayor parte del encuentro. Biden abrazó a Wiles y elogió el color de sus ojos azules. El presidente saliente habló extensamente de política exterior, sobre todo de Ucrania y Oriente Medio. Trump lo escuchó con cortesía. Le preguntó cómo era tratar con Zelenski y con Xi, buscando la perspectiva de Biden sobre la negociación y la interacción con ambos. Biden le transmitió su comprensión de esos líderes y de sus prioridades. No hubo momentos tensos. También abordaron la necesidad de formalizar la transición y de aprobar la financiación del gobierno durante el período de sesiones del Congreso saliente.

Trump insistió varias veces en saber qué opinaba Biden de la campaña de Harris o de su desempeño como vicepresidenta, tratando de descubrir alguna fisura entre ambos. Biden no dijo nada negativo sobre ella. Trump mencionó su deseo de sacar la política del Departamento de Justicia, aludiendo a la experiencia de Biden con su hijo Hunter, pero este tampoco entró en el tema.

Biden habló en voz baja, pero no mostró ningún signo de confusión, y se explayó con detalle en diversos asuntos. No necesitó ayuda ni intervención para mantener el hilo de la conversación. En un momento se levantó para coger unas fotos de una consola, y su andar resultó dificultoso. Pero mentalmente parecía lúcido e inteligente. Trump salió asombrado, comentando que no entendía qué había pasado en el debate. No parecía el mismo hombre.



El equipo de Trump esperaba afuera, en la Sala Roosevelt, y algunos empleados de la Casa Blanca que los recordaban de los años anteriores pasaron a saludarlos. Walt Nauta, el ayuda de cámara de Trump e imputado en el mismo caso, fue especialmente popular. Algunos asesores comenzaron a discutir con Boris Epshteyn.

Epshteyn también había empezado a chocar con el nuevo mejor amigo de Trump, Elon Musk. En una ocasión, Musk defendía con vehemencia la necesidad de que Trump considerara la ayuda a Ucrania. Epshteyn lo interrumpió: “Con todo respeto…”. Musk lo cortó enseguida. Dijo que quienes empiezan así una frase no suelen hacerlo para mostrar respeto, y continuó argumentando su posición ante Trump.

El congresista Matt Gaetz se sumó al viaje de Trump a Washington. En el avión, Wiles se apartó del presidente mientras Gaetz y Epshteyn empezaban a hablarle sobre el cargo de fiscal general. Trump dijo que ninguno de los candidatos que había visto le entusiasmaba, y Gaetz le respondió que esas opciones convencionales no le darían lo que buscaba. Trump le ofreció el puesto. Epshteyn estuvo de acuerdo, y Gaetz aceptó.

Trump llamó a Wiles para contarle la noticia. A ella le caía bien Gaetz, pero creyó que era una broma. “Tienes que estar de broma”, dijo a otros, afirmando que no tenía idea de que aquello estaba en marcha.

Cuando se difundió la noticia, los altos funcionarios del Departamento de Justicia pensaron que debía de tratarse de un error, porque sonaba demasiado absurdo. Consideraban que Gaetz era totalmente inapropiado para el cargo, no solo porque el departamento lo había investigado por tráfico sexual, sino también porque, después de que los fiscales decidieran no presentar cargos, Gaetz se dedicó a acusar sin descanso al departamento de perseguirlo.

Trump conocía la investigación, ampliamente difundida por la prensa, pero no sabía que el Comité de Ética de la Cámara de Representantes se disponía a publicar un informe demoledor que concluía que Gaetz había consumido drogas ilegales y pagado por sexo. Nueve días después, Gaetz ofreció retirarse.

Otros asesores de Trump se enteraron de que Epshteyn estaba pidiendo dinero a personas que aspiraban a puestos en el gabinete, y el jefe encargó a un abogado investigar el asunto. La revisión, realizada por el abogado de campaña y futuro asesor jurídico de la Casa Blanca, David Warrington, reveló que Epshteyn había solicitado a Scott Bessent, un multimillonario de fondos de inversión que aspiraba a convertirse en secretario del Tesoro, una asignación mensual de al menos 30.000 dólares y una inversión de 10 millones en una liga de baloncesto tres contra tres. Cuando Bessent se negó y empezó a sospechar que Epshteyn estaba bloqueando su nombramiento, este le respondió que debía haberle pagado: “Soy Boris jodido Epshteyn”, dijo. La investigación también determinó que Epshteyn se había acercado a un exfuncionario de la administración Trump, convertido en contratista de defensa, para pedirle 100.000 dólares mensuales. (Epshteyn negó las acusaciones). El informe de Warrington recomendó que Trump lo despidiera y se mantuviera alejado de él.

Pero Trump mantuvo a Epshteyn a su lado. “No me mataron”, dijo él a otros. Paseaba por el club junto a Trump, comentando que había rechazado un puesto en la Casa Blanca y que quería un papel similar al de Vernon Jordan, el hombre de confianza de Bill Clinton encargado de resolver sus problemas fuera del gobierno.

Trump procedió a colocar a sus propios abogados en el Departamento de Justicia, empezando por Todd Blanche como vicefiscal general. Quería, en particular, que Blanche garantizara que nada parecido a la investigación de Smith volviera a ocurrir. Smith presentó su informe final concluyendo que tenía pruebas suficientes para condenar a Trump en un juicio, pero también reconociendo la realidad de que se le había acabado el tiempo. Los futuros altos cargos del Departamento de Justicia y del FBI se preparaban para identificar a todos los empleados que hubieran tenido alguna relación con los casos del 6 de enero y examinar su conducta.

Incluso los puestos intermedios de la administración requerían exhaustivas pruebas de lealtad. ¿Habían criticado alguna vez a Trump? ¿Habían trabajado para un rival? ¿Para un grupo o político que él despreciara? ¿Habían donado a alguna causa que él no apoyara? Firmas consultoras externas ayudaban a evaluar a los candidatos para garantizar su adhesión total al programa de Trump. La experiencia contaba mucho menos que la fidelidad. Trump sospechaba que los mandos militares lo habían socavado durante su primer mandato, así que, para secretario de Defensa, eligió al presentador de Fox News Pete Hegseth, veterano de la Guardia Nacional del Ejército que había promovido públicamente los indultos a oficiales acusados de crímenes de guerra.

Hegseth nunca fue investigado a fondo y, tras anunciarse su nombramiento, el equipo de transición recibió una carta en la que se le acusaba de agresión sexual en 2017. Él lo negó, pero pronto surgieron más informes que detallaban sus problemas con la bebida y con las mujeres. El propio Trump quedó perturbado por la publicación de un correo electrónico de la madre de Hegseth, en el que esta lo criticaba duramente por su conducta. El presidente electo vio a DeSantis en el funeral de un agente de policía y empezó a hablar seriamente de sustituirlo por Hegseth. Sin embargo, los numerosos enemigos de DeSantis que aún formaban parte del equipo de Trump se opusieron, difundiendo vídeos en los que DeSantis lo criticaba. Hegseth mostró determinación para resistir el escándalo, y Trump decidió mantenerlo. Vance emitiría el voto de desempate.

Trump nombró a RFK Jr. y a Tulsi Gabbard —a quienes algunos aliados del presidente apodaban “los X-Men” por su papel poco convencional dentro de la coalición republicana y por su aspecto de personajes de cómic— como secretario de Salud y directora de Inteligencia Nacional, respectivamente. Kennedy irritó a algunos asesores por tratar de ampliar su influencia, llegando a proponer a su nuera como subdirectora de la CIA. Pero a Trump le encantaba tenerlo cerca: lo llamaba “una estrella”.

Musk se instaló en una casita dentro de Mar-a-Lago y casi nunca se separaba del presidente electo. Viajaron juntos a Washington para la reunión en el Despacho Oval. Juntos fueron a París para la ceremonia de rededicación de Notre Dame. Juntos hundieron un paquete de gasto público, casi provocando el cierre del gobierno antes de Navidad. Musk también empezó a actuar por su cuenta, llamando a legisladores y líderes empresariales para recabar ideas sobre su consejo asesor para recortar programas gubernamentales. Lo llamó Department of Government Efficiency o “DOGE”, en alusión a un meme de internet protagonizado por un perro Shiba Inu. Otros ejecutivos tecnológicos se sumaron al proyecto; lo único que no querían era incluir a nadie de Washington con experiencia en el gobierno.

El director ejecutivo de Coca-Cola acudió con una edición conmemorativa de Diet Coke, la bebida favorita de Trump. Este le agradeció el gesto, pero tuvo muchas preguntas. Le preguntó por qué la empresa no usaba azúcar de caña, y el CEO respondió que no había suficiente suministro. Trump llamó por teléfono a José Fanjul, el magnate del azúcar y donante republicano, lo puso en altavoz y le preguntó si aquello era cierto. También llamó a su hijo Eric durante la reunión para preguntarle cómo estaba tratando Coca-Cola a sus propiedades y si necesitaba algo.

El presidente electo mostraba a veces destellos de las secuelas de sus varias experiencias cercanas a la muerte. Mientras asistía al partido de fútbol entre el Ejército y la Marina en diciembre, miró a su alrededor desde el palco repleto —donde se encontraban Vance, senadores y otros dignatarios— y preguntó: “¿Y si un dron impactara en este palco?”. En otra ocasión, durante una reunión con Vance y Johnson en Mar-a-Lago, bromeó diciendo que los tres no deberían estar juntos en la misma sala.[1]



En el discurso de concesión de Harris, celebrado en la Universidad Howard al día siguiente de las elecciones, muchos de los miembros de su equipo suspiraron pensando que quizá el partido nunca volvería a nominar a una mujer. La mayoría de las campañas solían pagar al personal hasta final de año, para ofrecerles un margen mientras encontraban otro trabajo. La campaña de Harris, que había recaudado más de 1.000 millones de dólares, terminó con una deuda de 1 millón, y el personal recibió su último sueldo en noviembre: un amargo final para un año extenuante.[2]

Los altos cargos de la campaña de Harris debatieron cómo explicar su derrota. Decidieron acudir a un terreno amigo: Pod Save America, el pódcast presentado por antiguos asesores de Obama que también eran sus amigos y excolegas. Algunos miembros del equipo de Harris pensaban que nada bueno saldría de aquello. En el programa, cuatro de los principales responsables de la campaña, entre ellos Jen O’Malley Dillon y David Plouffe, atribuyeron el resultado principalmente al calendario abreviado: Harris había tenido solo 107 días para presentar su caso ante el pueblo estadounidense. “En una campaña de ciento siete días es muy difícil hacer todas las cosas que normalmente harías en año y medio o dos”, dijo O’Malley Dillon.

También señalaron el contexto político y económico más amplio, argumentando que los efectos persistentes de la pandemia y de la inflación global habían alimentado un sentimiento antiincumbente que condenó a Biden y a Harris. Ninguno admitió errores estratégicos, lo que enfureció a muchos demócratas. Algunos asesores de Harris dijeron que estaban siendo prudentes porque querían protegerla y preservar sus ambiciones futuras, que podrían incluir una candidatura a gobernadora de California o a la presidencia en 2028. Además, aseguraban sinceramente que Harris había hecho un gran trabajo.

Harris sabía que la contienda sería reñida, pero realmente creía que ganaría. Mientras se preparaba para regresar a Los Ángeles, unos incendios forestales de gran magnitud se acercaron rápidamente a su casa, aunque esta quedó justo fuera de la zona de evacuación. No tomó decisiones inmediatas sobre su futuro político, pero su primera parada al volver a Los Ángeles fue visitar a los bomberos y voluntarios que trabajaban en la zona, ayudándoles a repartir comidas gratuitas. Semanas después reapareció en público para recorrer, junto a funcionarios locales, las áreas afectadas por el fuego. Los periodistas la siguieron, captando imágenes de Harris entre los escombros. Cuando le preguntaron si se presentaría a gobernadora, no lo descartó, alegando que apenas llevaba dos semanas de vuelta en casa.

Era cierto que Harris heredó una campaña limitada por decisiones estratégicas y de personal previas. Independientemente de si habría podido formar una operación más sólida por sí misma, nunca tuvo la oportunidad. Quizá lo más determinante fue que sus asesores subestimaron el descontento del público hacia Biden, y ella se negó a distanciarse de él, en parte porque este la presionó para no hacerlo.

Los demócratas también sufrieron fallos de concepto y de comunicación táctica. Su excesiva confianza en los méritos de las políticas de Biden y en la mejora de los indicadores macroeconómicos dio lugar a un mensaje económico que —en la medida en que llegó a concretarse— sonó, para los estadounidenses con dificultades, desconectado de la realidad y carente de empatía.

El Partido Demócrata salió de las elecciones en el lado impopular de la mayoría de los grandes temas. Trump, mediante una combinación de popularización de sus propias posturas y un aparente giro hacia el centro, monopolizó la posición moderada en cuestiones controvertidas como el comercio, las intervenciones en el extranjero o la participación de personas trans en el deporte. 

Incluso en materia de aborto, Trump adoptó una postura centrista que neutralizó los ataques demócratas y le ganó algunos votantes partidarios del derecho a decidir. Algunos demócratas concluyeron que las iniciativas en defensa del aborto en los Estados clave habían tenido un efecto contrario al esperado, al permitir a los votantes proelección resguardar los derechos que valoraban y, al mismo tiempo, votar por Trump. Este aprovechó las debilidades históricas de los demócratas en impuestos y criminalidad para presentarlos como el partido de las fronteras abiertas, las guerras extranjeras, los derechos trans y el antisionismo. 

Los candidatos demócratas al Congreso que obtuvieron mejores resultados que Harris en los Estados disputados lo hicieron distanciándose del resto de su partido y adoptando una apariencia más cercana a la de los republicanos. Muchos estrategas demócratas salieron de 2024 pidiendo que el partido se reorientara ante el giro a la derecha del clima nacional.

Pero la imitación nunca ha conducido a grandes éxitos electorales. Durante buena parte del siglo XX, los republicanos respondieron al consenso del New Deal ofreciendo una versión suavizada del programa demócrata, ridiculizados como el partido del “yo también”, incapaz de proponer ideas propias. El resultado fueron cuatro décadas casi continuas fuera del control del Congreso y, a menudo, de la Casa Blanca, hasta que Ronald Reagan ofreció una nueva visión del conservadurismo que redefinió el panorama político. Ahora que Trump ha vuelto a redefinirlo, ha conseguido inclinar el terreno de juego de tal forma que, mientras los demócratas sigan jugando bajo sus reglas, parecen condenados a perder.

Al mismo tiempo, la nueva coalición de Trump depende, en buena medida, de su atractivo personal entre los votantes menos habituales. Del mismo modo que muchos de sus adversarios han intentado —sin éxito— restarle brillo, también muchos de sus seguidores han tratado —sin éxito— de reproducir su lugar único en la vida cultural y política de Estados Unidos. 

El reverso de este nuevo Partido Republicano MAGA es que Trump ha alejado a muchos votantes más fiables que antes tendían hacia los republicanos. Eso ofrece a los demócratas una posible ventaja de cara a las legislativas de 2026, en las que se prevé una participación menor que en 2024, además del patrón histórico de un retroceso dos años después de la llegada de un nuevo presidente, y del riesgo de que los republicanos, con el control total de Washington, caigan en excesos.

Harris, que declinó ser entrevistada, dejó claro discretamente que quería conservar un papel en el futuro de su partido. Mientras los demócratas elegían a su nuevo presidente nacional, mantuvo abiertas sus opciones evitando respaldar a ningún candidato, aunque llamó a los principales aspirantes para decirles que esperaba trabajar estrechamente con quien resultara elegido. Para esa votación interna, Harris envió un vídeo grabado con antelación, y los delegados respondieron con fuertes aplausos, en contraste con la tibia acogida al vídeo de Biden.



En las semanas posteriores a las elecciones, Biden repitió a sus allegados que podría haber ganado si hubiera permanecido en la contienda, aunque públicamente admitía que dudaba de poder servir otros cuatro años. Sus asesores se burlaban de la idea de que hubiesen intentado ocultar su estado de salud: si ese hubiera sido el caso, no lo habrían hecho muy bien, decían, ya que todo el mundo lo había visto cada vez que aparecía en público. También recordaban su vieja costumbre de divagar y meterse en líos con sus propias palabras.

Biden y sus asesores culparon a otros líderes demócratas de haberlo apartado. Se negó a hablar con Nancy Pelosi y, cuando mencionaba su papel en la rebelión interna, a veces lo hacía entre juramentos. Jill Biden también seguía furiosa con Pelosi: sentía que había traicionado a los Biden. “Fuimos amigas durante cincuenta años”, declaró a The Washington Post.

“Fue un acto de locura por parte del liderazgo demócrata”, dijo Mike Donilon en una entrevista con los autores. “Dime por qué te apartas de un tipo con ochenta y un millón de votos. Por qué te apartas del único demócrata en los últimos años que ha logrado dividir el voto masculino. El único que ha aventajado entre los mayores. Un hijo de Pensilvania. ¿Por qué hacer eso?”.

Pocos días antes de Acción de Gracias, Hunter Biden llegó a Washington antes del viaje familiar anual para celebrar la festividad en Nantucket. En la Casa Blanca, Hunter le dijo a su padre que su equipo legal había preparado un documento de cincuenta y dos páginas titulado “Las persecuciones políticas de Hunter Biden”. Planeaban publicarlo después de Acción de Gracias, antes de las audiencias de sentencia del mes siguiente en Delaware y California, donde el juez le había advertido que podría enfrentarse a hasta diecisiete años de prisión. 

El presidente pidió ver el documento y se mostró sorprendido por algunos de los detalles, haciendo preguntas de seguimiento a Hunter y a su equipo legal. El texto sostenía que Hunter no habría enfrentado esos cargos si no fuera hijo del presidente. El equipo legal retomaba en gran parte los mismos argumentos que llevaba años defendiendo sin éxito en los tribunales, e incluía una cronología detallada de las investigaciones. 

El documento también advertía de que la elección de Trump suponía una amenaza aún más grave para Hunter: “No hay duda de que Trump ha dicho que su lista de enemigos incluye a Hunter”, señalaba el informe. “La posibilidad de que Trump descargue su venganza contra el equipo del fiscal especial si no adoptan una postura más dura contra Hunter sin duda ejerce una considerable presión para que no aflojen con él”.

Hasta ese momento, Biden y sus asesores habían descartado repetidamente y con énfasis la idea de indultar a Hunter. En privado, sin embargo, el presidente llevaba tiempo lidiando con esa posibilidad, especialmente después de que su hijo fuera condenado en junio. Muchos de los aliados más cercanos al presidente creían que era obvio que debía concederle un indulto después de las elecciones. 

El presidente ya había perdido a un hijo por cáncer; no podían imaginar que permitiera que el otro pasara un solo día en prisión, especialmente por cargos que consideraban en gran parte infundados. Pero Hunter Biden contó a sus amigos que nunca habló del tema con su padre y que seguía confiando en ganar ambos casos en apelación. Pensaba que su padre jamás lo habría indultado si Biden hubiera sido reelegido o si Harris hubiese ganado. Pero la victoria de Trump —y, en especial, su nominación de Kash Patel para dirigir el FBI— cambió la ecuación, según dijo Hunter a sus allegados.

En Nantucket, a solas con su familia, Biden tomó la decisión: concedería a Hunter un indulto total e incondicional. Ningún miembro del personal participó en el proceso. Cuando el presidente regresó a Washington el sábado posterior a Acción de Gracias, llamó a sus principales asesores para informarles. Anunció el indulto el domingo mediante un contundente comunicado redactado personalmente. En él se refería a “un esfuerzo por destruir a Hunter” mediante “ataques implacables y una persecución selectiva”, y sostenía que esos esfuerzos continuarían. “Basta ya”, concluyó.

Pero eso no bastó para Biden. Luego dirigió su indignación contra el Departamento de Justicia: “Creo en el sistema judicial, pero mientras he luchado con esta decisión, también creo que la política pura ha infectado este proceso y ha provocado una injusticia”. 

Incluso algunos de los defensores más firmes del presidente se mostraron horrorizados. Los altos cargos del Departamento de Justicia quedaron atónitos. Biden había pasado los últimos años rechazando los intentos de Trump de deslegitimar los procesos federales calificándolos de politizados. Ahora, Biden estaba diciendo lo mismo. 

Tras años de condenar a Trump por anteponer sus intereses personales al país, los demócratas empezaron a criticar a Biden por exactamente lo mismo. En opinión de muchos demócratas, su daño a la credibilidad e independencia del sistema judicial se agravó aún más con los indultos de última hora que concedió a sus tres hermanos y a dos de sus cónyuges, como último acto de su mandato.[3]

Los asesores de Biden se negaron a poner al presidente a disposición para una entrevista. Afirmaron temer que pudiera interferir con las memorias que planeaba escribir. El 25 de marzo, al ser contactado directamente por teléfono móvil, Biden dijo que estaría dispuesto a hablar para con los autores al día siguiente. 

A la mañana siguiente respondió diciendo que llegaba tarde para tomar un tren. Expresó una visión “muy negativa” del segundo mandato de Trump, sus primeros comentarios públicos sobre su sucesor desde que dejó el cargo. “No veo nada de lo que haya hecho que sea productivo”, dijo. Cuando se le preguntó si se arrepentía de haber abandonado la carrera presidencial, respondió: “No, no ahora. No dedico mucho tiempo a los arrepentimientos”. Colgó enseguida para subir al tren.

Tras esa primera llamada, los asesores de Biden empezaron a llamar y enviar mensajes insistentemente al periodista. Después de la breve segunda conversación, bloquearon las llamadas del reportero al expresidente. Dos días más tarde, el buzón de voz de Biden había sido reemplazado por un mensaje automático de Verizon Wireless: “El número que ha marcado ha cambiado, ha sido desconectado o ya no está en servicio”.



Las celebraciones de investidura fueron desbordantes por primera vez en doce años. La primera toma de posesión de Trump había sido boicoteada por buena parte del sector empresarial, eclipsada al día siguiente por una combativa Marcha de las Mujeres y recordada sobre todo por su rabieta sobre el tamaño de la multitud. 

En 2021, la ceremonia estuvo restringida por la pandemia y las duras medidas de seguridad tras el asalto al Capitolio. Esta vez, los seguidores de Trump tomaron por asalto los bares de Washington, brindaron con champán en un yate dorado de tres pisos llamado Liberty y recorrieron la ciudad en coches negros, saltando de una gala a otra. 

Ejecutivos de criptomonedas organizaron una fiesta de etiqueta, las empresas tecnológicas ofrecieron brunchs con barras de caviar y el multimillonario Peter Thiel celebró una velada exclusiva en su casa de Washington. Los admiradores se disputaban la cercanía con Trump y su equipo, y algunos incluso condujeron hasta su club de golf en los suburbios de Virginia para ver los fuegos artificiales junto a él.

Mark Zuckerberg —cuya empresa había llegado a un acuerdo de 25 millones de dólares tras vetar a Trump en su plataforma— organizó una fiesta en el restaurante Mastro’s Steakhouse en honor del presidente, junto con Miriam Adelson, el magnate de la restauración Tilman Fertitta y Todd Ricketts, copropietario de los Chicago Cubs. Zuckerberg, sentado en la parte trasera tras una cuerda de terciopelo, saludaba a legisladores republicanos, multimillonarios y otros donantes que ahora formaban parte de su entorno. Contó a algunos asistentes que no había tenido ninguna relación con Harris y que no se había reunido ni había hablado con Biden durante toda su presidencia.

Dos noches antes de la investidura, los principales asesores de Trump se reunieron en un lujoso restaurante italiano para rendir homenaje a Wiles y LaCivita. Hubo bromas sobre Lewandowski, ausente, y sobre cuánto dinero ganaba LaCivita. Fabrizio brindó por el estilo discreto de gestión de Wiles y su manera característica de mostrar decepción: “¿De verdad pensabas que estabas ayudando cuando hiciste eso?”, dijo entre risas.

Un aire gélido del Ártico azotó la región del Atlántico medio, y los organizadores de la investidura recibían con nerviosismo informes del Servicio Meteorológico Nacional cada tres horas. No querían trasladar la ceremonia al interior. No querían decepcionar a los seguidores que habían viajado desde lejos para ver a Trump —no a los grandes donantes, que estarían bien, sino a la gente que había ahorrado durante meses para ese momento—. También se preparaban para los titulares burlones y los comentarios mordaces de los analistas que seguramente los acusarían de haberse refugiado bajo techo para evitar el bochorno de una multitud menor de lo esperado. Pero esa reacción nunca llegó. Toda la cobertura mediática se centró en el clima. Los asesores estaban desconcertados: por una vez, Trump no estaba siendo destrozado en la prensa. ¿En qué mundo estaban viviendo?

Al final, los grandes donantes no estuvieron tan bien. Las calles estaban tan colapsadas que algunos tuvieron que caminar varias manzanas bajo el frío para llegar a la cena con velas de la víspera de la toma de posesión, solo para descubrir que no había sitio para ellos. 

Menos personas se ausentaron de lo previsto —un buen problema, salvo que las mesas estaban tan apretadas que los camareros apenas podían moverse—. Cientos de invitados, incluidos altos funcionarios y sus cónyuges, se quedaron sin asiento. Al menos un candidato al gabinete tuvo que esperar cuarenta y cinco minutos para conseguir un vaso de agua. Algunos asistentes se marcharon con hambre pasadas las diez de la noche porque nunca les sirvieron la comida. Un alto cargo designado por Trump llegó a gritar al personal porque no contaba con escolta militar.

Todas las horas de planificación y los millones de dólares invertidos en la tribuna exterior no sirvieron para nada. El comité se vio obligado a improvisar un nuevo programa de la noche a la mañana. La Rotonda del Capitolio no estaba preparada para acoger una ceremonia de gran tamaño, y la oficina del Arquitecto del Capitolio, encargada de gestionar el recinto, carecía de un sistema de sonido moderno. 

El comité inaugural, rebosante de fondos, envió a su equipo de avanzada a desmontar toda la instalación existente y sustituirla por equipos nuevos. Bromeaban diciendo que las órdenes para transformar la Rotonda eran “hacerle un J6”, en alusión al asalto del 6 de enero.

Justo antes del juramento, Trump hacía las últimas correcciones a su discurso cuando se enteró de que Biden había concedido indultos preventivos a los miembros de su familia. Quiso añadir un ataque en el texto. “Siento que debería hablar de eso”, dijo a los líderes republicanos de la Cámara Mike Johnson, Steve Scalise y Tom Emmer.

Le aconsejaron que lo reconsiderara. “Yo lo mantendría lo más elevado y aspiracional posible”, le dijo Johnson.

“¿Seguro de eso?”, replicó Trump. Consultó con su equipo, que coincidió en que no debía atacar a Biden. También lo convencieron de no mencionar el indulto a los acusados por el 6 de enero.

La Rotonda tenía muchas menos plazas que el exterior, por lo que numerosos poseedores de entradas VIP fueron relegados a una sala auxiliar en el centro de visitantes subterráneo del Capitolio. Trump eligió para estar junto a él en el estrado a multimillonarios con los que apenas había tratado, por encima de otros a los que conocía desde hacía décadas. Invitó a Zuckerberg y a Jeff Bezos a unirse a Musk en la plataforma. Trump había comenzado a hablar con frecuencia con Bezos, y decía que ambos compartían quejas sobre las historias críticas que The Washington Post publicaba sobre ellos. “Está preocupado por eso”, comentó Trump en una entrevista. “En realidad, también escriben cosas malas sobre él”.

Tras el discurso oficial, Trump bajó a la sala de desborde para ofrecer a los allí reunidos el discurso que realmente quería dar. Arremetió contra Liz Cheney, dijo que esperaba con ansias indultar a los acusados del 6 de enero, se burló de los indultos de última hora de Biden, describió el muro fronterizo con detalle y reprendió a sus asesores por insistir en que centrara la campaña en la economía. ¿Cuántas veces podía, preguntó, repetir que el precio de una manzana se había duplicado? Habló durante cuarenta minutos, tanto como en su discurso oficial. Al concluir, tras una digresión sobre el dolor de pies de Melania, se dio por satisfecho: “Creo que este discurso fue mejor que el que hice arriba”, dijo.

LaCivita no logró llegar a la ceremonia de investidura porque quedó atascado en un control de seguridad cerca de la Casa Blanca. Tras esperar cuarenta minutos, rechazó la ayuda de otros asesores de Trump y regresó al Waldorf Astoria (el antiguo hotel Trump). Jason Miller, el portavoz de toda la vida del presidente, fue bloqueado durante casi una hora en la entrada del complejo del Capitolio, aunque llevaba una insignia del Servicio Secreto. “Es amigo de Mogul”, explicó finalmente un agente a un policía del Capitolio, usando el nombre en clave de Trump. Ni siquiera eso bastó. Finalmente, dejaron entrar a Miller, pero escoltado por un oficial hasta la Rotonda.

La gran fiesta reservada a los soldados rasos de la política republicana (operativos profesionales y dirigentes del partido) fue el Liberty Ball, celebrado en el centro de convenciones. Se convirtió en un evento caótico que mezclaba de todo: un “artista de adoración cristiana” que pintó a Trump bajo una cruz, una zona patrocinada por DraftKings con ambiente de aparcamiento festivo (tailgate), y un simulador de golf.

Los Village People, las leyendas del disco que en su día protestaron por la reapropiación trumpista de su himno festivo, declararon ahora que su música era apolítica y tocaron cuatro canciones: “YMCA”, “Macho Man”, “In the Navy” y una cuarta que, al parecer, también interpretaron.[4]

En el más elegante Starlight Ball, el Servicio Secreto clausuró los baños interiores porque quedaban en el trayecto de Trump, y las colas para los baños portátiles se hicieron tan largas que algunos asistentes acabaron orinando fuera de la estación Union.

Trump quería demostrar a sus seguidores que iba en serio con las decenas de promesas “del primer día” que había hecho durante la campaña. Sus asesores debatieron la idea de firmar un paquete de órdenes ejecutivas antes de salir del Capitolio, o de jurar el cargo en el Despacho Oval y firmarlas allí mismo. 

Finalmente, firmó algunas ante los vítores de sus seguidores en el estadio de hockey y baloncesto del centro de la ciudad, y otras al regresar a la Casa Blanca. En cuestión de días, su administración derogaría oficialmente la prohibición de los cigarrillos mentolados, una medida contra la que se oponían los donantes de Reynolds American.

Trump concedió clemencia general a todos los acusados del 6 de enero: alrededor de mil doscientos indultos, trescientos sobreseimientos y catorce conmutaciones de pena para extremistas violentos condenados por conspiración sediciosa. Algunos asesores lo presionaron para que indultara solo a los no violentos, pero no le interesó. Decidió que sería demasiado complicado distinguirlos. Las personas que habían golpeado a agentes, destrozado ventanas o profanado el Capitolio quedaron en libertad en cuestión de horas.

Trump colgó su foto policial en un marco dorado, junto al Despacho Oval. Epshteyn permanecía a su lado mientras el nuevo presidente trazaba su inconfundible firma con rotulador Sharpie sobre una sucesión de páginas, a veces sin detenerse a leerlas ni a escuchar a su ayudante explicarlas. En cambio, respondía a las preguntas que le lanzaban los periodistas.

“Presidente Trump, hubo mucha preocupación por esto durante la campaña”, dijo uno de ellos. A lo largo de 2023 y 2024, Trump había reaccionado repetidamente ante las críticas por sus inclinaciones autoritarias diciendo que no quería ser un dictador… “excepto por el primer día. Quiero cerrar la frontera y quiero perforar, perforar, perforar”. A veces decía que era una broma, pero hablaba totalmente en serio respecto a detener la inmigración irregular y ampliar la producción petrolera. Ahora que había llegado su primer día en el cargo, acababa de invocar oficialmente poderes de emergencia para hacer ambas cosas. El periodista preguntó: “¿Es usted un dictador, en su primer día?”.

Trump, apoyado en el escritorio Resolute, apartó la mirada del reportero y la dirigió directamente a la cámara, rompiendo la cuarta pared. “No”, dijo en voz baja. Movió la cabeza, frunció los labios. “Ni siquiera puedo imaginar que me llamen así”.

Empezó a ordenar redadas de deportación, a despedir empleados públicos, eliminar programas de diversidad, subir los aranceles y revocar acreditaciones de seguridad. Mandó deportar en aviones militares, con grilletes, a migrantes. Ordenó a las agencias federales retirar la protección de seguridad a John Bolton, su exasesor de Seguridad Nacional convertido en crítico, así como a su exsecretario de Estado Mike Pompeo, al exasesor médico Anthony Fauci y a Hunter Biden.

Durante un viaje de fin de semana a Mar-a-Lago en febrero, los periodistas vieron cómo el personal cargaba cajas en el Air Force One. Trump aseguró que eran las mismas que el FBI había incautado en el club en agosto de 2022, ahora devueltas por el Departamento de Justicia bajo su control. Dijo que se las llevaba a casa, para que algún día formaran parte de su biblioteca presidencial.






* Fuente: “Epilogue”, capítulo del libro 2024: How Trump Retook the White House and the Democrats Lost America (Penguin Press, 2024) de Josh Dawsey, Tyler Pager y Isaac Arnsdorf. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.





Notas:
[1] Un portavoz de Trump negó ambas afirmaciones.
[2] Los responsables de la campaña señalaron que se mantuvo la cobertura sanitaria de los empleados hasta final de año.
[3] Biden también concedió indultos preventivos a personas que probablemente serían objeto de la venganza de Trump, entre ellos Anthony Fauci, Mark Milley y Liz Cheney.
[4] El cantante principal, Victor Willis, era el único miembro original que seguía en el grupo.