Apenas dos meses después de iniciada su segunda presidencia, Donald Trump está revolucionando la política exterior de Estados Unidos. Sus políticas alterarán el orden mundial al desestabilizar y, en última instancia, destruir las instituciones establecidas y los patrones de cooperación internacional. Desde 1945, Estados Unidos ha sido el principal defensor, patrocinador y garante de un sistema global abierto, basado en normas y regido por el derecho internacional. Ahora, rechaza la lógica del multilateralismo, incluidas las autolimitaciones en el ejercicio del poder estadounidense y las responsabilidades asociadas al liderazgo y la estabilidad globales.
Por su alcance y velocidad, esta reorientación total de la política exterior estadounidense tiene pocos precedentes en la historia del país, salvo en respuesta a ataques sorpresa como Pearl Harbor o el 11-S. Un paralelo posible sería la adopción repentina de la doctrina de contención durante las célebres “quince semanas” de febrero a junio de 1947, delimitadas por la proclamación de la Doctrina Truman y el lanzamiento del Plan Marshall.
La diferencia hoy es que no estamos ante una creación, sino ante una destrucción. Son manos estadounidenses las que están desmantelando el marco institucional de la cooperación global que el mundo ha dado por sentado durante décadas. En vísperas del 250º aniversario del país, Trump ha lanzado una segunda Revolución Americana: está declarando su independencia respecto al mundo que Estados Unidos construyó.
Esta revolución en la política exterior estadounidense tiene resonancia global. Incluso los aliados históricos de Estados Unidos están atónitos ante la rapidez del giro de la administración: desde su acercamiento a la Rusia autoritaria hasta el desdén por los aliados democráticos y el desmantelamiento de la ayuda exterior. Como escribió Edmund Burke, en 1790, en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, intentan comprender la súbita desaparición del ancien régime y decidir cómo escapar mejor de sus turbulencias.
Diez claves de la política exterior trumpista
Durante el primer mandato del presidente, los analistas intentaron en vano definir una “doctrina Trump”. Fue un esfuerzo inútil. Caprichoso por temperamento y transaccional por instinto, Trump no formula grandes estrategias. Sus fines principales son pecuniarios, petulantes y patrimoniales. No puede haber una teoría unificada del compromiso trumpista.
Aun así, se perciben ciertas motivaciones, preferencias y temas recurrentes que, en conjunto, conforman una visión del mundo expresada a través de la avalancha de órdenes ejecutivas y declaraciones de política de su administración, a las que los socios internacionales tendrán que responder.
Una abdicación del liderazgo y la responsabilidad de EE. UU.
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, gobiernos estadounidenses sucesivos promovieron, financiaron y defendieron un orden internacional abierto y basado en normas, integrando el poder de Estados Unidos en instituciones multilaterales como Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, la OTAN y la Organización de Estados Americanos. El objetivo era reforzar la previsibilidad, legitimidad y estabilidad del sistema internacional, fomentando la cooperación ante dilemas compartidos y desalentando intentos revisionistas de subvertirlo.
Trump, en cambio, concibe —y de hecho celebra— un mundo despiadado donde las normas y reglas no significan nada, todas las relaciones son transaccionales y los resultados reflejan el ejercicio desnudo del poder. No ha articulado una visión positiva del propósito global de Estados Unidos, ni una responsabilidad hacia el orden mundial, ni la creencia de que el país deba representar algo más allá de su propio y estrecho interés nacional. “Liderazgo global” no figura en su vocabulario.
Una noción de soberanía hipertrofiada
La administración ha adoptado una interpretación defensiva y distorsionada de la soberanía, desconfiando de las organizaciones y tratados internacionales. Los nacionalistas conservadores han rechazado desde hace tiempo los compromisos multilaterales vinculantes con el argumento —infundado— de que imponen límites inaceptables a la libertad de acción estadounidense y ponen en riesgo el autogobierno constitucional, al tiempo que permiten que actores más débiles se unan contra Estados Unidos.
En línea con esta visión, el presidente ha ordenado a su secretario de Estado revisar todos los tratados internacionales en los que participa EE. UU., así como los organismos internacionales de los que es miembro, y recomendar antes de finales de julio cuáles deberían ser cancelados. Trump ya ha repudiado el Acuerdo de París sobre el clima y la Organización Mundial de la Salud. Cientos de otras convenciones y organismos están ahora en el punto de mira —incluyendo, en teoría, a las propias Naciones Unidas.
Desprecio hacia Occidente —y hacia las alianzas de EE. UU.
A diferencia de sus predecesores, Trump no muestra ninguna solidaridad con las democracias de mercado avanzadas que conforman “Occidente”.
Tómese como ejemplo la OTAN. Trump la trata como una mera red de protección a sueldo, ignorando la identidad colectiva que ha sustentado la alianza más exitosa de la historia. El preámbulo del tratado de 1949 que creó la OTAN celebra ese legado, afirmando la “determinación de salvaguardar la libertad, el patrimonio común y la civilización de sus pueblos, basados en los principios de la democracia, la libertad individual y el Estado de derecho”.
La disposición de Trump a atacar a Occidente —evidente en su actitud confrontativa hacia la OTAN, el G7 y la UE— ha alarmado a sus aliados. Al perder la confianza en la garantía de defensa colectiva de Estados Unidos bajo el Artículo 5 de la OTAN, Alemania ha iniciado conversaciones con Francia y el Reino Unido sobre el reparto de armas nucleares. Como declaró la alta representante de la UE, Kaja Kallas, tras la desastrosa reunión de Trump con el presidente ucraniano Volodímir Zelenski en la Casa Blanca: “El mundo libre necesita un nuevo líder.”
El regreso de las esferas de influencia
La visión del mundo basada en la fuerza que defiende Trump se manifiesta con más claridad en su búsqueda de una zona de privilegio exclusivo para Estados Unidos en el hemisferio occidental. Su empeño en anexionarse Groenlandia y el canal de Panamá, incorporar Canadá como el estado número 51 y desplegar tropas en México resucita la Doctrina Monroe. Más allá de alienar a vecinos y aliados, esta postura legitima esfuerzos similares por parte de Moscú y Pekín para reafirmar, respectivamente, su control sobre el “extranjero próximo” ruso y sobre el mar de la China Meridional.
Aunque formuladas en el siglo XIX, las esferas de influencia de las grandes potencias se volvieron más implícitas en el siglo XX, en consonancia con las normas de no intervención e igualdad soberana. A finales de 1944, el entonces primer ministro británico Winston Churchill advirtió al líder soviético Iósif Stalin que mantuviera en secreto su infame “acuerdo porcentual”, que asignaba cuotas de influencia en los Balcanes de la posguerra, “porque los estadounidenses podrían escandalizarse”. Es dudoso que Trump fuera tan prudente hoy.
Un desprecio por el derecho internacional
A diferencia de sus antecesores, Trump prefiere la ley de la selva al Estado de derecho en la política mundial. Durante su primer mandato, intentó en gran medida —sin éxito— debilitar el orden jurídico internacional. Su regreso al poder le ofrece una nueva oportunidad, en ámbitos que van desde los derechos humanos hasta la expansión territorial.
Ya se ha alineado con el Kremlin en su guerra de agresión contra Ucrania, guardando silencio ante las atrocidades rusas. Su secretario de Defensa, Pete Hegseth, ha defendido a soldados estadounidenses condenados por crímenes de guerra, mientras que su asesor de Seguridad Nacional, Michael Walz, aboga por el uso de la fuerza militar contra los cárteles de la droga en México. Aunque gobiernos anteriores también se han resistido a las restricciones del derecho internacional —y han preferido hablar de un “orden basado en normas” en lugar de uno “basado en el derecho”—, en general han reconocido el papel estabilizador del derecho internacional y han intentado justificar sus desviaciones. Trump no siente tal obligación.
Una preferencia por el bilateralismo coercitivo
Dado su enfoque transaccional de la diplomacia y la negociación internacional, no sorprende que Trump prefiera tratar con otros países de forma bilateral, evitando los marcos multilaterales donde el poder estadounidense pesa menos. Cuando se requiere acción colectiva, opta por modelos radiales que sitúan a Estados Unidos en el centro, como ocurre con los Acuerdos Artemis para la exploración espacial. Esta búsqueda de ventaja explica también su aversión a la UE, a la que ha acusado repetidamente de haber sido “creada para fastidiar a Estados Unidos”. En términos generales, el presidente negocia con una lógica de suma cero. Olvida que las relaciones internacionales no son un juego único, como una operación inmobiliaria, sino una dinámica reiterada, en la que la reputación, la confianza y la credibilidad se ganan con el tiempo, y los beneficios se equilibran gradualmente.
Rechazo del multilateralismo económico
El orden mundial posterior a 1945 se definió por la creación de un sistema multilateral abierto y normativo de comercio y pagos, regido por las instituciones de Bretton Woods, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio y la Organización Mundial del Comercio (OMC). Sus pilares eran la no discriminación y la reciprocidad, encarnadas en la cláusula de “nación más favorecida” (NMF), que exige extender cualquier concesión comercial a todos los socios.
En las dos últimas décadas, sin embargo, la OMC no ha cumplido sus funciones ni de liberalización del comercio ni de resolución de disputas. Trump parece decidido a firmar su certificado de defunción. Ha adoptado aranceles desestabilizadores y ha rechazado el principio NMF en favor de una reciprocidad bilateral explícita. En palabras de un reconocido experto en comercio: “La OMC está acabada”.
Renuncia al desarrollo global
La administración Trump ha desmantelado la Agencia de EE. UU. para el Desarrollo Internacional (USAID), incorporando lo que queda de ella al Departamento de Estado, con consecuencias devastadoras no solo para los intereses y la reputación de Estados Unidos, sino también para los esfuerzos mundiales contra la pobreza, el hambre, las enfermedades, la inestabilidad y los desastres climáticos.
La cifra de muertes podría ascender a millones. No contenta con mostrar su propia mezquindad, la administración ha declarado la guerra a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, anunciando que se opondrá a su inclusión en resoluciones y documentos de la ONU, bajo el argumento de que amenazan la soberanía estadounidense. Crece el temor a que EE. UU. se retire incluso del Banco Mundial, el FMI y los bancos multilaterales de desarrollo.
Abandono de la promoción de la democracia
Fiel a su afinidad con los autócratas, Trump ha revertido décadas de compromiso bipartidista con el apoyo a la democracia en el extranjero. Además de poner fin a las actividades de promoción democrática del Departamento de Estado y de USAID, ha desmantelado la Fundación Nacional para la Democracia, Freedom House y la Agencia de EE. UU. para los Medios Globales, que respalda, entre otros, a la Voz de América.
Aunque este compromiso ha sido selectivo —y ha expuesto a EE. UU. a acusaciones de hipocresía o exceso de intervencionismo, como en la Cumbre por la Democracia del gobierno anterior—, también ha ofrecido apoyo y esperanza a disidentes y defensores de la libertad. Las acciones de Trump han hecho añicos la fe global en Estados Unidos como amigo de la libertad.
Rechazo de los bienes públicos globales
Por último, la administración Trump niega la necesidad de que existan instituciones multilaterales para proporcionar bienes públicos globales —o para mitigar males comunes— en distintos ámbitos.
La Casa Blanca niega el cambio climático, ignora el colapso de la biodiversidad, minimiza los daños de la contaminación y cuestiona la cooperación ambiental internacional.
Ha repudiado la gobernanza global de la salud, retirándose de la OMS bajo la falsa premisa de que EE. UU. puede suplir sus funciones de forma improvisada y nacional.
También ha rechazado la necesidad de mecanismos internacionales para abordar los crecientes riesgos de seguridad, geopolítica y control derivados de la inteligencia artificial, con el objetivo de asegurar una dominación estadounidense sin restricciones.
No hecho en los Estados Unidos
Trump ha iniciado su revolución contra el mundo que América construyó. Pero su expansión global, la resistencia que pueda encontrar o la posibilidad de que inspire una contrarrevolución ya no dependen de él. Más allá de socavar los intereses y la credibilidad de EE. UU. a largo plazo, sus políticas han creado un vacío de liderazgo mundial que otros competirán por llenar —para bien o para mal—. El orden mundial que surja de esta turbulencia no será obra exclusiva de América.
Tras la elección de Trump en 2016, muchos países comenzaron a protegerse frente a unos Estados Unidos súbitamente impredecibles. Ese instinto se ha extendido ahora incluso a sus aliados más cercanos. Algún tipo de “equilibrio suave” frente a EE. UU. parece inevitable. En cuanto al sistema multilateral, la UE, China y varias potencias intermedias —desde la India hasta Brasil— enfrentan un momento de la verdad: al adoptar EE. UU. un nacionalismo agresivo, ¿buscarán ellos llenar el vacío de liderazgo global? ¿Y con qué prioridades?
Las analogías históricas siempre son arriesgadas, pero una que viene a la mente es la Sociedad de Naciones. No es un precedente alentador. Aunque Estados Unidos no se replegó por completo tras el rechazo senatorial al Pacto de la Sociedad en 1920, su participación internacional fue esporádica e impredecible, y no logró evitar que las potencias revisionistas alteraran el statu quo, lo que culminó en la Segunda Guerra Mundial.
Con todo, hay diferencias importantes entre ambas épocas.
Primero, Estados Unidos no ha abandonado (todavía) la ONU, incluido el Consejo de Seguridad.
Segundo, el sistema internacional está hoy mucho más institucionalizado que tras la Primera Guerra Mundial, y los innumerables tratados, organismos, regímenes, redes y mecanismos multilaterales no desaparecerán solo porque EE. UU. se ausente.
Tercero, el mundo no está claramente dividido entre potencias defensoras del statu quo y revisionistas. El grupo BRICS ampliado, por ejemplo, es una coalición heterogénea de Estados, la mayoría de los cuales no desea un conflicto abierto entre Occidente y el “resto”.
La bola de demolición de Trump tiene mucho trabajo por delante. Solo ese hecho ya es motivo de esperanza.
* Artículo original: “Trump Has Launched a Second American Revolution. This Time, It’s Against the World”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
Sobre el autor: Stewart Patrick es investigador sénior y director del Programa sobre Orden Global e Instituciones en Carnegie Endowment for International Peace.

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