La acalorada discusión que tuvo lugar en la Oficina Oval de la Casa Blanca el pasado viernes 28 de febrero, cuando el presidente Trump y su vice —una suerte de mastín adiestrado— agredieron verbalmente al presidente Zelenski de Ucrania en medio de una rueda de prensa, ha dejado consternada y avergonzada a mucha gente en todas partes.
Que el presidente de Estados Unidos hiciera gala de sus ademanes de matón en presencia del mundo es un espectáculo tan degradante que muchos de los que votaron por él en noviembre —entre las personas decentes, desde luego, no la crápula estentórea y fanática— deben sentirse arrepentidos a estas horas. En los casi 250 años que dura la democracia estadounidense no ha habido ninguna acción tan grosera y tan vil.
Que el presidente Zelenski acudiera a este encuentro con Trump luego de todas las falsedades que este dijera sobre él —a quien llamó, pocos días antes, “dictador”, al tiempo de acusar a Ucrania de haber iniciado la guerra con Rusia— prueba la buena fe del líder ucraniano y su legítimo deseo de alcanzar una paz que le ponga fin a la matanza y la ruina luego de tres años de contienda atroz.
En su lugar, yo no habría acudido a esa cita, a menos que Trump se hubiera retractado de sus declaraciones. Pero Zelenski ha demostrado sobradamente que es un patriota y que, en defensa de su nación, no le importa pasar por alto cualquier humillación personal.
Lo que sí parece que Zelenski no está dispuesto a consentir es que se negocie una “paz” con los enemigos de Ucrania a espaldas de ese país y sin tener en cuenta, en primer lugar, sus legítimos intereses: su derecho a la independencia, a la estabilidad y a la prosperidad.
Zelenski no quiere que Ucrania sea víctima de una maniobra de apaciguamiento semejante a la que llevó a los gobiernos de Gran Bretaña y Francia a aceptar la anexión, por parte del régimen nazi, de los Sudetes checoslovacos, a cambio de un precario acuerdo de paz del cual Hitler tardaría muy poco en burlarse.
El gobierno de Estados Unidos —luego de haber sido el mayor sostén de Ucrania en los últimos tres años— quiere obtener una paz con los rusos a como dé lugar para, al mismo tiempo, aprovecharse, mediante un tratado ventajoso, de recursos minerales raros de Ucrania.
Para alcanzar ese objetivo, el gobierno de Trump no ha tenido escrúpulos en adoptar la narrativa de Rusia, al punto de votar en contra de una resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas en la que —según venía ocurriendo en los últimos tres años— se condenaba la invasión rusa a Ucrania como un acto de agresión no provocado. Que Estados Unidos votara en contra de esa resolución, al tiempo de alinearse con Rusia, China y Corea del Norte, es un escándalo sin precedentes.
Los mandatarios de Europa, cuna y baluarte de nuestra civilización, han mostrado su solidaridad con el presidente Zelenski y con su asediado país. Este pasado domingo en Londres él ha recibido el apoyo casi unánime de todas las democracias europeas, que se han comprometido a seguir respaldando a Ucrania y a colaborar en su defensa al tiempo que han contemplado la confiscación de más de 300 000 millones de dólares rusos congelados en sus casas bancarias.
Los líderes occidentales esperan que Estados Unidos se avenga a ser parte de este empeño, al que también se suma Canadá, país con el que Estados Unidos acaba de entablar una guerra comercial.
En poco más de un mes de gestión, Donald Trump ha resultado más polémico y perturbador de lo que sus más acerbos críticos nos habíamos atrevido a pronosticar. Ha desestabilizado la función del gobierno federal, con despidos masivos que afectan a funcionarios de carrera que pasan de un gobierno a otro al margen del debate político. Ha agredido las relaciones con sus primeros socios comerciales y con sus aliados naturales. Y parece querer renunciar al arbitraje que Estados Unidos ha ejercido en la arena internacional desde hace un siglo y, particularmente, en los 80 años transcurridos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La clase política de los dos principales partidos no debe temerle al castigo de las urnas y oponerse valerosamente a este ejercicio despótico del poder presidencial, que sólo demuestra la iracundia e ineptitud del jefe del Estado.
Donald Trump está descarrilando al gobierno de Estados Unidos y merece ser frenado antes de que sea demasiado tarde.

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