En las páginas finales del catálogo Alejandro González RE/CONSTRUCTION (NFC Edizioni, 2015), curado por Carmen Lorenzetti, aparece una foto singular. En blanco y negro. Es una documentación del proceso de trabajo. El artista visual Alejandro González (La Habana, 1974) trabaja en una de las obras que forma parte de Re-construcción. Quinquenio Gris (2015).
Al artista se le ve concentrado. Dispone de piezas y figuras humanas. Quita aquí, pone allá. Va ensamblando. Como en un juego de niños. Ubica las piezas de cartón con las que conseguirá darle orden y sentido al interior de un teatro. El Karl Marx. En las butacas, centenares de hombrecitos fundidos en metal, clonados en una misma postura. Salvo uno. Desde la tribuna, con el brazo extendido, esa figurita arenga a la masa. A su espalda, en la pared, el inconfundible símbolo del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba al centro de un corro de rostros de próceres e ideólogos impresos en alto contraste.
No es exactamente una variante de Lego en lo que está concentrado Alejandro. Es una instantánea de la zona más sobrecogedora de la serie de fotos Re-construcción, que está dividida en tres zonas: Re-construcción (2012-2013), Re-construcción. Mega-proyectos (2014) y Re-construcción. Quinquenio Gris (2015).
Miro la serie completa. En cada página del catálogo: instantes de la historia de Cuba después de 1959 o los capítulos de la vida de un individuo cualquiera, acompañados de textos breves a manera de comentarios.
Las imágenes no transcurren en silencio. En esa sucesión de fotos destaca una voz en off acompañada de himnos. Es la voz del muñequito del brazo enhiesto. Una voz arrojada a un largo discurso; su contenido me obliga a pensarlo como una suerte de tutorial.
Grave tesitura, la de la voz y la del discurso. “Sacrificio”, “lucha”, “patria” y “enemigo” son las palabras clave del tutorial. Es la guía de algo que semeja un juego de guerra, de tronos, donde los soldados somos nosotros. Pero sin dudas no se trata de un juego.
Vuelvo a la foto donde Alejandro está inmerso en la construcción de la maqueta. En ese set que no es un Lego hay un lugar para ti, para mí. Incluso para él. Allí estamos todos. Clonados, fundidos en metal, escuchando.
Cuánto desearía que Re-construcción fuera sencillamente un juego para chicos.
En el catálogo se suceden imágenes donde lo retratado —como perverso ejercicio privado de ingeniería social— no son solo miniaturas, modelos a escala de un teatro, de un escenario sobre un lago, o del edificio de una beca. En su afán de reconstruir momentos de la historia, Alejandro recurre a escenarios en exteriores e interiores —una calle cualquiera, o una zona tan conocida como el Malecón; un teatro, la sala de una casa, una imprenta— y luego pone actores en esos escenarios.
Esta serie fotográfica, en tanto reconstrucción y recuento, en tanto supuesto juego de roles, se inicia en un día cualquiera de 1965. Su final, si es que en verdad lo tiene, fue ubicado en el 2 de mayo de 2017.
Re-construcción (2012-2013) es el equivalente al intro de la serie. Larga introducción donde el artista apela al montaje: la creación de un set, la utilización de figurantes. Esta suerte de intro es la necesidad o la necedad no solo de crear un contexto ideológico y político, sino también la posibilidad de ubicar allí a quienes concibieron los mecanismos de vigilancia y control, y los sistemas para preservar artificialmente un consenso. También han sido incluidos quienes padecen los efectos de dichos mecanismos.
Ahí se puede advertir lo siguiente: la concreción del Poder en un momento previo al desarrollo de un evento donde el propio Poder tiene el verdadero rol protagónico. Es una concreción que “está”, pero que “no se ve”.
De lo anterior hablan a las claras las grandes bobinas de papel destinadas a la impresión del Granma, el Órgano Oficial del Partido Comunista de Cuba, en la obra titulada “Un día cualquiera de 1965-2012”, donde lo retratado es una reunión. ¿Una de tantas? No parece tener importancia. La imagen pasaría como ejemplo baladí si no fuera por la presencia de una cámara de video que registra cuanto acontece. En esta foto, la puerta custodiada por una mujer de uniforme y solapín magnifica el clima de encierro.
En “Un día de 1984”, el chofer de un Chaika y su acompañante conversan mientras transcurren las horas muertas de un día de trabajo. Pero no es un día cualquiera, ni un automóvil cualquiera, tampoco es un motivo intrascendente lo que obliga a la espera. La vestimenta del chofer y el acompañante los delata: ambos van de guayabera tal cual los militares visten el uniforme de gala.
Se dice que el mercado manda. De la obsolescencia a la reconversión, en esos automóviles soviéticos ahora viajan turistas. En esa berlina, menos de lujo que ideológica, transcurre una batalla. En sordina. Para muchos inadvertida. Una batalla de símbolos. En una flotilla de Chaikas similares, en caravana y por toda Cuba, durante un período anterior al de los oscuros Mercedes Benz blindados, se desplazó en cuerpo y alma el poder político. La concentración de todo el poder: el alma y el cuerpo de Fidel en compañía de su escuadrón de seguridad y de varios jefes de Estado y Gobierno.
El Poder está concentrado en las noticias y las fotos que serán impresas en los pliegos del Granma. Y en la grabación de las intervenciones de los participantes en la reunión. También en los tripulantes ausentes de la berlina.
Igual sucede en la foto “7 de julio de 1989”. En esta puesta en escena se recrea una oficina. Bustos de Marx y Lenin, máquina de escribir, el mueble donde aguardan casetes de video y un equipo para grabar y reproducir esas cintas VHS. Hay además archivos, teléfonos y una pequeña TV en donde se observa la “La Causa 1”, el juicio al general Arnaldo Ochoa y otros altos oficiales. Hay además una escultura sin cabeza, un perro modelado quizás en yeso. El cigarro encendido en el cenicero, el teléfono descolgado, la gaveta del archivo abierta y la silla vacía hablan tanto de una urgencia como de la ausencia súbita de un sujeto, motivada por alguna orden.
Si la oficina recreada muestra limpieza y ambientación kitsch —el Poder en Cuba tiene una visualidad kitsch en sus innumerables dependencias—, el hogar recreado en “9 de noviembre de 1989” resume y rezuma lo contrario. El detalle que preserva esta foto: un viejo televisor en blanco y negro que muestra a un grupo de personas subidas en un muro. La RFA de un lado, en el otro la RDA.
Mis recuerdos no logran precisar con exactitud cuándo vi por primera vez esa imagen. Pongamos que es cierto lo que dice Alejandro en el comentario que acompaña su foto: esa “revolución” no fue transmitida en nuestra TV en el lejano noviembre de 1989. Sin embargo, las imágenes de la Caída del Muro de Berlín transcurren ahí, en blanco y negro, al interior de la pantalla de un televisor Caribe. Los colores y los objetos desvencijados de una dura realidad versus los grises de un estallido social que resultó reacción en cadena en los países socialistas europeos.
Acodado junto a la puerta, de espaldas a ese grito político, el inquilino de la casa mira hacia afuera. A su propia realidad. El rostro del hombre se diluye en la dura luz que penetra en la habitación. La realidad, literalmente, lo enceguece. Para él, como para muchos, esa realidad solo ha puesto en sus manos una existencia espartana, una vida rayana en la miseria.
Si la Caída del Muro de Berlín no fue transmitida por la Televisión Cubana, ¿cómo podría ser leído y entendido este gesto en el relato de Alejandro González? Pienso entonces en el término utilizado por él: “verdad fotográfica”.
En su intento de generar eso que llama verdad, Alejandro parte de una falsa fotografía documental para arribar a un (neo)ensayo fotográfico.
A estas alturas qué más da un par de definiciones, si a fin de cuentas parece que se trata de una suerte de ficción. Narrar un estado, una expropiación o una estatización del destino propio, su conversión en destino de masas, el despojamiento de la sustancia más humana del hombre, como diría el Premio Nobel húngaro Imre Kértesz en su libro Dossier K.
Más que sobre el Holocausto, Kértesz escribió “sobre un estado”, porque se ocupó de las consecuencias éticas de haber vivido y sobrevivido en un campo de exterminio.
¿Quién, sino esa fuerza ideológica y política ausente, es la que mueve a una mujer sesentona a cubrir con lechada una frase inconclusa con la que alguien intentaba manifestar su disenso? Esa fuerza es la que impulsa a ocultar con agua y cal el ABAJO escrito en negro y con prisa en un muro recorrido por una larga grieta y por años de abandono. Esta obra, titulada “25 de diciembre de 1993”, evoca los peores instantes del Período Especial y habla de cómo se concreta un control a distancia.
¿Quién se cristaliza en las miradas de los que aguardan en una guagua Girón, entre la calma y la adrenalina, palos en mano, en “6 de agosto de 1994”?
En estas dos fotos se evidencia la reacción ante el gesto de disenso: la reacción de sujetos subalternos. Por un lado un graffiti, en el otro el Maleconazo. De un lado el descontento de un individuo, tan anónimo como la sesentona; en el otro un hastío plural. ¿La decisión de borrar un grafiti y la de repartir palazos a quienes disienten en una protesta es una decisión verdaderamente personal, o es un ejemplo de esa estatización del destino propio?
Otra foto condensa la respuesta del Estado al Proyecto Varela.
En otra se reconstruye el Noticiero Nacional de Televisión, visto desde un ángulo inusual (que no solo muestra el performance de los locutores, sino también los instantes en que no están en cámara, junto a los camarógrafos y las rajaduras en el piso).
Las anteriores, junto con una foto en la que un hombre entrado en años y un joven navegan en Internet en una parada de guaguas —¿un padre y su hijo en contacto con un familiar emigrado?—, reconstruyen una anomalía, un despojamiento.
Re-construcción (2012-2013) habla de la fabricación de un consenso a través de los medios de prensa. También, de la necesidad de apuntalar ese consenso sin que una de las partes involucradas sepa a ciencia cierta de qué va todo el movimiento de la maquinaria de poder: el Proyecto Varela, por ejemplo, y su propósito de llamar a referéndum para conseguir reformas políticas, contrarrestado con la decisión de “blindar” la Constitución Cubana.
El largo intro termina con un gesto singular. La foto que le pone fin se titula “2 de mayo de 2017”. Viéndolo en el contexto temporal en que fueron realizadas las fotos (2012-2015), ese final se ubica en un futuro cercano. La imagen es un flash forward.
En “2 de mayo de 2017” hay un close-up de la fachada de una casa: ventanas y puerta de hierro y cristal. Un sello oficial impide la entrada. Los cristales reflejan parte de la arquitectura del entorno. De un lado queda el oscuro interior del espacio doméstico; del otro, la dura luz del afuera se concreta en la imagen de un edificio de doce plantas made in CAME.
Al igual que en el resto, el Poder representado en ausencia: en este caso es un sello. La obra le habla a una suerte de porvenir. ¿Un futuro que ya llegó?
Pero no llegó exactamente de la forma en que especulaba el artista, o el imaginario de una parte de ese pueblo que el artista decide traducir en imagen: “Futuras purgas y gobierno de transición”, leemos en el texto que acompaña a la foto.
La imagen, en tanto colofón, es una cándida o terrible metáfora del porvenir. Un porvenir visto no desde el imaginario colectivo que intuye futuras purgas, sino como relectura o reinterpretación de ese imaginario. Porque la puerta y las ventanas cerradas, clausuradas por un sello oficial, hablan de la persistencia de una conducta, de un modo de proceder, y no de una ruptura.
Re-construcción. Mega-proyectos (2014) y Re-construcción. Quinquenio Gris (2015), son la continuación y la coda de este ejercicio reconstructivo de nuestro pasado reciente.
En la primera captura de Re-construcción. Mega-proyectos —para esta fase de Re-construcción Alejandro no dispone un set ni una maqueta, sino que sale en busca de un objetivo fotográfico real—, se ve un domo levantado a lo lejos. La foto se titula “1979-1992”. Es, sin dudas, el comienzo y el final de una verde mañana. O de un sueño. El sueño nucleoenergético cubano.
La cúpula no es la del Capitolio habanero, sino la del reactor de la Central Electronuclear de Juraguá. La CEN parece en construcción. Pero es solo una ilusión. Óptica. En 1992 entraría en paro técnico esa Central que aspiraba a ser la Obra del Siglo XX cubano.
La zarza que aparece en primer plano confirma el final de un sueño. La vegetación espinosa resulta mucho más elocuente que la grisura de las paredes de la CEN, que los boquetes donde se empotrarían las ventanas, que la cenefa de hierros en el techo del edificio que albergaría al reactor.
La zarza raja la tierra reseca. Los delgados espinos se levantan medio desenfocados desde el cañón de la cámara hasta el horizonte roto por la silueta de la inconclusa Central.
Marabú que irá creciendo hasta devenir bosque horadado por los Picapiedras: falange voraz de buscavidas que deconstruyen la CEN desde dentro, desarmando, robando a un ritmo subrepticio y frenético. Marabú, el arbusto nacional que estalla allí donde no se le espera, que cubre grandes zonas del país.
Metástasis vegetal. El marabú como fase final de todo megaproyecto. El marabú y su doble condición: realidad y símbolo. El marabú como metáfora.
Decía Kundera que el amor puede nacer de una metáfora. ¿Acaso puede suceder lo mismo con el horror?
La URSS entró en paro técnico, y de paso la CEN. La URSS derivó hacia la desilusión y la disolución y con ellas nuestra Central y el proyecto de construir otras dos en los extremos del país. A pesar de que no pudimos producir energía eléctrica a partir de la fusión del átomo, Cuba fue escenario de un severo desastre. Basta pasearse por la Ciudad Nuclear e indagar en las vidas de todos aquellos que debieron reorientar su presente y su futuro.
También es espinoso el presente en este asentamiento. Ciudad sin gentilicio. Ciudad dormitorio casi erial, tan parecida a la costera Alamar. Ambas, tan propicias a la autoaniquilación. Juraguá y Alamar: patria de suicidas.
Otra foto, titulada “1982-1992”, tiene como escenario a esa Ciudad Nuclear y es elocuente en tanto resumen. Vemos ahí un edificio multifamiliar. Gris y sin terminar, como la CEN. La obra humana abarca casi toda el área del encuadre impreso. Un poco de vida humana, minúscula, va transcurriendo bajo el sol, aparentemente comprimida contra el suelo, no por el peso del edificio sino por el drama del sobrevivir. Aunque en un primer plano no crezca el marabú y sí un enclenque flamboyán, el espinoso arbusto en ausencia se impone como metáfora de una desproporción y de un fracaso.
De megaproyectos y fracasos: Zafra de los 10 Millones, Cordón de La Habana, Batalla de Ideas… La caña de azúcar, el café y los árboles frutales, la devolución de un niño milagrosamente rescatado de un naufragio. Las anteriores son las variables de una ecuación que parece perseguir un mismo resultado: un destino prediseñado para cada mujer y cada hombre. Y para su descendencia. La estatización del destino.
Y, por si fuera poco, disecada dentro de una urna en una foto titulada “1972-1985”, está Ubre Blanca. En la piel de ese mamífero, o en sus tetas, se cifraba la posibilidad de que Cuba ampliara su campo de batalla, atornillando además su presencia en el contexto geopolítico. Ya no sólo se exportaría lo que de símbolo y realidad tuvo la Revolución por aquellos días: también se aspiró a colocar más allá de nuestras aguas productos lácteos de calidad supuestamente similar o superior a los que dominaban el mercado.
En la foto hay más que una vaca. Porque no solo se trató de cruces genéticos, del anhelo de miles de litros de leche. Entreverado en el forraje y en la música clásica que estimulaba a las vacas en los cuartones: el ajedrez político.
La vaca Ubre Blanca como rareza, como orgullo y conquista y a la par mensaje con archivo adjunto. Como destino de un tour para quienes llegaran a Cuba en visita oficial. Una vaca custodiada por granjeros, técnicos, ingenieros y oficiales del MININT.
Vidas para leerlas. Vidas para repensar. Vidas modeladas: no tanto en terracota como fundidas en metal. Soldaditos de plomo sirviendo allí donde ideología y política se traducían en la voluntad de concretar una obra que desbordaba los límites de lo racional, de lo humano.
Con el fin de la URSS se truncó el más grande de los proyectos implementados a partir de 1959: el socialismo cubano. El campo gravitacional de la URSS nos mantenía girando alrededor de un eje. Maquinaria pesada e industrias. Automóviles y aviones. Asesoría militar y técnica. Armamentos, alimentos, dibujos animados, películas, literatura, artes visuales, teatro. Y los “aguatibias”. Y los manuales donde se sintetizó, desde el dogma, el arte, la política, la arquitectura, la ideología…
El restaurante Moscú es el sitio donde Alejandro González cristaliza esta disolución. La imagen, titulada “1974-1990”, es la toma frontal del dramático final de un planeta y su campo gravitacional: las ruinas del Moscú.
De cabaret Montmartre a restaurante Moscú, el inmueble devino inmenso establecimiento especializado en el arte culinario de la vasta región ocupada por los soviéticos. Cerrado al público tras un incendio, su presente se traduce en un techo colapsado, puertas y ventanas clausuradas, hierros torcidos, la vegetación estallando allí donde puede.
El Moscú: mega-ruina eternizada en El Vedado. Todavía conserva casi intacta la marquesina. Del rojo al negro, los colores de esta ex luminaria. Casi como sucede con la paleta de colores en Re-construcción. Porque Re-construcción. Quinquenio Gris (2015) cierra el arco con la instauración del blanco y el negro. Es un relato ciertamente gris, o pura novela negra.
Este capítulo, en tanto coda, es breve. Pero no parco. Cristaliza en cartón y metal lo que Alejandro se había propuesto con su falsa fotografía documental o su (neo)ensayo fotográfico. Cuanto de laborioso puede haber en el trabajo de modelar y construir una casa de muñecas, fue aplicado en la elaboración de una variante de La Caja de Pandora: La Caja de Pavón.
Son cinco las fotos que, a través de la maqueta con piezas de cartón y pequeñas figuras de metal, buscan captar la implementación de una política cultural inverosímil y su efecto sobre las artes, las conductas, los discursos, las vidas de millones de “soldados rasos”.
La obra titulada “1971” reconstruye de este modo el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. La que lleva por título “1972”, el segundo acto de El lago de los cisnes en la gala de inauguración del Parque Lenin. “1973” reproduce la entrada del reparto Alamar. “1974”, la inauguración de la Escuela Vocacional de Ciencias Exactas Vladímir Ilích Lenin. “1975”, un instante de la celebración del Primer Congreso del Partido Comunista.
En todas, la uniformidad clonada hasta el infinito y el supuesto rol protagónico de esa masa, magnifican la pesadilla.
Si en (2012-2013) y en Mega-proyectos Fidel Castro es una elipsis, en Quinquenio gris sí aparece. En metal. Destaca del resto gracias a la postura diferente en la que fue modelado el muñequito. Está de pie, en la tribuna. El brazo levantado y el índice enhiesto, como es menester.
El índice, la voz, el discurso. La voz que seguirá ahí, vibrando, grave. Las trazas de esa voz reproducidas en la televisión, la radio, la prensa, en las vallas y muros, en las vitrinas de tiendas y mercados. Como un tutorial.