En mi adolescencia tuve la suerte de vagar con frecuencia por las salas de exhibición del Museo Provincial de Camagüey. Allí se encuentra la segunda colección de arte más importante de Cuba.
Recorriendo estas modestas salas de exhibición puedes encontrar desde un Laplante del siglo XIX hasta un Antonia Eiriz que, aunque lo recuerdo en mal estado de conservación, compite con los del Museo Nacional de Bellas Artes.
Desde entonces, siempre me llamó la atención un autorretrato poco conocido de Ángel Acosta León. El joven artista agarró un trozo de ventana, porque no tenía ni para comprar lienzo, y se dibujó en ella. Aparece medio de espaldas, con el rostro ladeado, exactamente en el mismo ángulo del famoso autorretrato de Van Gogh, con quien quizás simpatizaba.
La razón por la que el torso aparece de espaldas es clara: Ángel muestra su armamento, un pequeño estuche estilo Robin Hood, donde en lugar de flechas carga sus pinceles.
En mi mente de adolescente, estos dos referentes unidos creaban cierta fascinación. Primero Van Gogh, ese holandés loco que se cortó una oreja y del que todos hablaban en las clases nocturnas de dibujo. Luego Robin Hood, mi villano favorito de toda la vida, hasta hoy.
Más tarde, otros detalles vienen a agregar atractivos a la pieza:
Los clavos dibujados, en irónica alusión al soporte que se ve obligado a emplear. El cordel que parte de otro clavo, en este caso uno real incrustado al marco de la ventana, y que recorre parte de la superficie para terminar convirtiéndose en cicatriz, una de varias que porta el “arquero”. El angosto espacio al que se ve confinada la figura. Las formas abstractas e indescifrables que adornan la camiseta, antecedentes de esos micromundos que luego recreará el autor, en algunas de las telas donde representa los objetos más raros que el arte cubano haya producido hasta hoy.
Cómo y por qué este trozo de ventana transitó los quinientos kilómetros que separan a La Habana de Camagüey, es algo que no queda claro. El archivo del museo apenas conserva registro al respecto. Algo asociado al Fondo de Bienes Culturales, vaya usted a saber.
Pero mi curiosidad frente a esta obra iba más allá del peculiar modo en que el autor se autorretrata, los referentes con los que la asociaba o las andanzas sufridas por el pedazo de madera. En varias zonas de la imagen, y sobre los bordes, aparecen frases breves escritas con carboncillo, algunas casi ilegibles, estilo garabatos.
Dicen así:
¡¡Sí!! Pintar flores… claro soy retrasado.
NO.
¿Cuándo?
¡PINTAR! es lo primero.
¿PINTURA?
Que cada uno pinte lo que sienta… por supuesto.
Y por último la más rara, casi heroica:
Paso hambre… pero pinto.
Esa frase siempre me produjo una mezcla de asombro y curiosidad. ¿Cómo es posible tener hambre y ponerse a pintar?
Yo pasé un poco de hambre en la beca de ISA. La comida era mala y se servía temprano. Los puestos de comida del barrio también cerraban temprano y la escuela estaba bastante aislada, así que no quedaban muchas opciones.
La solución definitiva me la dio Osvaldito González, que para aquel entonces ya se había librado de la beca yendo a vivir con Claudia: “Te tomas varios vasos de agua y te acuestas a dormir”. También servían de distracción las sorpresas que eventualmente ofrecían las noches en la residencia de estudiantes.
Pero, ¿ponerme a pintar (o lo que sea que me ocupara artísticamente por entonces) con hambre? Honestamente, puedo decir que nunca llegué tan lejos. Aún hoy, intento situarme en el estado mental que le permitía a Acosta León realizar tal hazaña. Semejante vocación y urgencia creativa pueden desafiar nuestra comprensión, a la vez que producen, al menos en mí, un cálido sentido de admiración.
Ángel Acosta León. Autorretrato, 1959. Óleo / Madera, 86 x 40 cm. Detalle.
Para mí, en el contexto del arte cubano, Acosta León personifica, junto a Fidelio Ponce, ese estereotipo dual del artista bendecido con una sensibilidad excepcional a quien las condiciones adversas vienen a espolearlo, conspirando para que su sensibilidad se agudice al tiempo que es fustigada por la inclemencia.
La diferencia entre ambos es que Fidelio era frontal: resolvía los problemas increpando, tomando alcohol; inventaba historias sobre sus viajes ficticios por Europa, renegaba de la Academia mientras proclamaba a voz encuello el gran valor de su pintura y, al final, aunque enfrentaba una penosa y fatal enfermedad, luchó por vivir hasta el último momento.
Si bien Fidelio siempre anduvo mal de dinero, se cuenta que, en una ocasión en que obtuvo cierta suma, arrojó los billetes al aire en una céntrica y concurrida esquina de la ciudad: muestra de esa arrogancia casi ingenua, portada como escudo por un espíritu que, aunque abrumado, era fuerte.
Ángel Acosta, por el contrario, es descrito como un personaje silencioso y taciturno que habitaba en un oscuro cuartucho de la calle Belascoaín, y que vacilaba tímidamente antes de dar por terminada una obra, dudoso de su talento. A diferencia de Fidelio, Ángel no reclamaba atención para sí. Según testimonio de Loló de la Torriente, en esas ocasiones en que lo hallaba desolado y le preguntaba: “¿Qué te pasa?”, él respondía: “Nada, no te preocupes por mí”.
Para aquellos que no conozcan mucho a este artista y su obra, les dejo una breve reseña:
Ángel Acosta León fue, cual Patterson, de Jim Jarmusch, un chofer de ómnibus en la década del 50 del pasado siglo. Estudió arte por las noches, exhibió en La Habana y terminó por atraer la atención con su pintura de vanguardia. Viajó luego a Europa y mostró su obra en París, Ámsterdam, Bruselas, Rotterdam, llegando a compartir paredes con artistas de la talla de Yves Tanguy y Roberto Matta. Regresó en barco a finales del año 1964 y, sin mostrar mucho entusiasmo ante el fervor revolucionario imperante en la Isla, desapareció en medio del Océano Atlántico.
Algo se ha especulado acerca de este desenlace, que agrega un halo de misterio a su ya sombría existencia. Se conoce que Haydée Santamaría, desde su influyente posición, le había ofrecido un estudio y la posibilidad de una exhibición extensa a su regreso a La Habana. ¿No podría este hecho haberle infundido suficiente entusiasmo como para al menos intentarlo? Se ha hablado de posibles intimidaciones ejercidas sobre quien personifica un modelo de artista que no encaja en el “nuevo proyecto”. O quizás el olfato de genio, que a veces es capaz de sospechar hasta acercarse a la predicción, lo llevó a visionar ese curso de militancia política y realismo socialista que tomaría el arte en Cuba algunos años después.
Ante este escenario, sin dudas, Ángel podría haber compartido la suerte de otros: reducido a poco menos que un fenómeno de feria, o condenado al ostracismo. Quizás ya no tiene sentido atisbar la curiosidad, especular aún más, ni pretender desentrañar las borrosas referencias del suceso. Todo indica que prefirió no pisar tierra.
Ángel Acosta León. Autorretrato, 1959. Óleo / Madera, 86 x 40 cm.
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“Creo entender las actitudes de otros artistas, aunque no comparta su opinión. Lo que no comprendo es cuando el arte depende demasiado de las circunstancias para ser arte. Por ejemplo: el arte puramente político, o de género; ya que cuando le quitas el apellido simplemente no se sostiene, no es nada”.